I

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Había algo casi hipnótico en el choque incesante de la lluvia contra la luna del coche o el movimiento rítmico del limpiaparabrisas. Hacía que, de alguna manera, la mente de uno pusiera el freno y se quedara en blanco. Por desgracia, en blanco no era el estado en el que Rober tenía la suya por más que lo intentara.

No, la suya era un avispero de pensamientos: todos hacían ruido al mismo tiempo y no podía concentrarse en uno solo.

Y, mierda, después del día que había tenido, después del desastroso fin de semana, ¿no se merecía al fin algo de paz y tranquilidad? Como un idiota, había creído que, al abandonar el convite de la boda, todo se acabaría de una vez. Que por fin podría poner el punto y final a esa parte de su vida. Pero no había sido así.

No había sido para nada así.

De alguna manera, verlo solo había conseguido que muchos recuerdos indeseados salieran a la luz una vez más. ¿Y no había sido ese descubrimiento como un golpe directo al estómago que lo había dejado sin aliento? Ese fin de semana le había servido para darse cuenta que no era tan diferente a como había sido cinco años atrás. Que aún le quedaba mucho camino por delante para dejar atrás ciertas cosas de su pasado.

Para mejorar.

No, puede que ya no fuera ese mismo chico pusilánime que tanto odiaba haber sido, pero estaba claro que tampoco era tan fuerte como le hubiera gustado ser.

¿Qué era entonces? ¿Alguien que fingía ser algo con la esperanza de que se hiciera realidad? ¿O alguien que se mentía a sí mismo hasta que se creía sus propias mentiras? ¿Acaso había diferencia alguna entre ambas cosas?

Fuera lo que fuese, lo que dejaba claro aquel fallo era que tenía que esforzarse más.

Mucho más.

Lo único bueno de viajar mientras llovía era el ruido ensordecedor que producía la tromba de agua. Entre eso y la música que Toño tenía puesta hacía que hablar se convirtiera en una acción imposible. Y, Dios, cómo lo agradecía. Cerró los ojos un segundo, y estiró de la dichosa corbata otra vez. No estaba de humor para darle charla a su hermano por más aburrido que este pudiera estar después de más de dos horas en silencio.

Con la frente apretada contra el cristal de la ventana, se acurrucó contra la puerta del copiloto todo lo que las costuras del traje que llevaba le permitían y atrapó una de sus manos entre los muslos mientras con la otra encendía una vez más la pantalla del móvil. Nada más desbloquearlo, una foto tomada desde un ángulo lateral apareció en primer plano.

La misma foto que había estado observando desde que la tomase el domingo por la tarde. Hacía apenas unas horas.

Encajó la mandíbula.

La pareja de novios salía de la iglesia abrazados de lado mientras se protegían con un brazo alzado del arroz que la gente a su alrededor les lanzaba entre vítores, silbidos y felicitaciones. La cara de ella resplandecía por sí sola de tal manera que las nubes tormentosas del cielo palidecían y se volvían insignificantes en comparación, mientras que la de él tenía una media sonrisa que, a no ser que lo conocieras muy bien, no te percatarías de que tenía una nota tirante y artificial. Lo más significativo era que ni siquiera la estaba mirando a ella. No, tenía la mirada desviada a un lado...

... y puesta en Rober.

Un Rober que, de por sí, había tenido dificultades para desempeñar su papel de invitado desde el principio.

Había tenido que forzarse a devolverle la sonrisa y aplaudir como todos los demás cuando, por dentro, había querido gritarle lo falso que era, lo mucho que lo odiaba, lo mucho que le había jodido la vida a los tres implicados, aunque uno de ellos siguiera viviendo en la ignorancia.

Nadie más que tú (COMPLETA)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora