Temporada de Fresa

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La siguiente historia la relato con miedo a parecer un loco... Es sobre la última vez que vi a mi hermana, pero pende de una delgada línea que pone en duda mi cordura.

Pasó cuando éramos niños. En las vacaciones de verano en las que yo estaba por pasar a quinto y mi hermana al cuarto grado. Mis padres habían tomado la decisión de mandarnos un mes completo con nuestros primos de Michoacán, según ellos, porque nos habíamos vuelto mimados y holgazanes. Decían que la temporada de fresa nos enseñarían el valor del trabajo duro y lo afortunados que éramos por contar con todas las comodidades de la ciudad.

No tuvimos la oportunidad ni de votar a favor o en contra. Nos hicieron las maletas para un mes, aunque nuestra estancia terminaría durando mucho menos, y agarramos camino.

Desde que llegamos nos recibieron con el mismo cariño con el que se recibe a un viejo amigo, aunque jamás había visto a esas personas que me decían, eran mis tíos y mis primos.

La primera noche nos acomodaron en una habitación con piso de tierra donde nos dio mucha calma compartirla con mis papás. Se veía que la habían improvisado para nosotros. Yo tardé bastante en dormir escuchando todos los sonidos de los animales de granja que andaban por el patio. Imaginaba arañas caminando hacia mí en la oscuridad o alacranes adentrándose en los oscuros huecos de mis zapatos, agazapados y esperando a que a la mañana siguiente metiera el pie y cayera en su mortal trampa. Mi hermanita también parecía incómoda, pero estando en los brazos de mi mamá, no tardó mucho en dormirse.

El día siguiente comenzó cuando cantó el gallo, antes de que saliera el sol. Entraron corriendo todos nuestros primos para ver si nos dejaban a mí y a mi hermana ir a jugar al río. Mis papás dijeron que sí, pero pidieron que regresáramos antes de medio día.

Ya estando en el río miré a todos mis primos quitarse la ropa, quedándose sólo en calzones, sin pudor alguno de mostrar su cuerpo. Se lanzaban al río con entusiasmo y sin ningún temor de que se los llevara la corriente. Yo sabía nadar perfectamente, pues desde el kínder, me habían metido en una escuela de paga y ahí llevábamos natación dos días por semana, pero mi hermana no corrió con la misma suerte, pues en el año que ella entró cambiaron el plan de estudios y le sustituyeron la actividad por la materia de inglés.

No quería dejarla, pero tampoco quería quedarme todo el tiempo sentado a la orilla del río. Una de mis primas más grandes debió notarlo, porque se acercó a ella y le pidió que la ayudara a recolectar fresas para hacer un agua más tarde.

Ahí pasamos toda la mañana. Jugando caballazos, atrapando diminutos pececitos o construyendo improvisadas represas.

Cuando llegamos de nuevo a la casa, poco antes de medio día, mis papás miraban con felicidad que ya nos hubiéramos integrado tan rápido. Ya estaban listos para partir y dejarnos un mes con nuestros tíos.

Yo recuerdo haber sentido algo de angustia, pero mi hermana fue la que cayó en un mar de llanto. No quería dejar ir a ninguno de los dos, pero una de mis tías la cargó y la consoló mientras mis papás se alejaban.

No tardaron mucho en distraerla. Sólo tuvieron que pedirle que les ayudara con tareas como alimentar a las gallinas, hacer tortillas a mano o preparar salsas y aguas con las fresas que había recogido en el camino. Por la noche, cuando parecía que recaería en sus ataques de llanto, sólo se la llevaron a dormir con una de nuestras tías y no volvió a derramar una sola lágrima.

Al día siguiente nos levantaron antes del amanecer, nos prepararon el desayuno y pasaron por nosotros nuestros primos. Decían que íbamos a la pizca de fresa, que casualmente estaba a unos kilómetros cruzando el río y sin esperar a que saliera el sol, nos encaminamos todos juntos entre gritos, empujones, risas y canciones.

Relatos de horror segregadosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora