Olvidados por Dios

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Allí terminaba el rastro. Más allá de ese edificio derruido y pestilente no había signo alguno de esos chupasangres. Era evidente que se ocultaban en la casona abandonada; no eran muy inteligentes para esconderse. Kaliel entró por una de las ventanas rotas que daba al patio trasero. Podía sentirlo: una presencia grande y electrizante, que lo atraía como un imán y, a la vez, lo ponía en guardia. Baaltazhar estaba cerca. Eso significaba una cosa: estaba en el lugar correcto. Sin embargo, no era momento de encargarse del demonio. Primero tenía que rescatar a Ali.

Kaliel se preguntó que hacía recorriendo aquellos inmundos pasillos hacia el lugar del que procedía esa pestilencia a vampiro. Acababa de dejar a su principal objetivo atrás para ir en busca de la niña que le había dado una buena bofetada. Pero en aquel momento, mientras Ali hacía sus berrinches algo en su interior no podía parar de justificarla: no sabe lo que hace. Podía ver en sus ojos la confusión y, a decir verdad, él también se sentía así. Todo acerca de Ali lo confundía: la forma en que parecía saber todo sobre ella y nada al mismo tiempo y, sobre todo, el influjo que ella ejercía sobre él. Definitivamente, aunque parecía una niña cualquiera, no lo era. Ella tenía algo especial. Y ese algo despertaba en él una variedad de sentimientos encontrados de los cuales, el más fuerte, era el temor. El temor lo atenazaba todo el tiempo, en cada paso que Ali daba, en cada sombra que la acechaba, en cada boca que la nombraba y ella no hacía más que arrojarse de cabeza a cuanto peligro se le presentase. Ali era un imán para el desastre. Allí afuera, demasiados espíritus la deseaban como para pensar que ella era normal. Kaliel solo podía mantenerla lo más cerca posible, al menos, hasta que descubriera el por qué, y ahora que se la habían llevado unos seres capaces de tantas crueldades, su odio por Baaltazhar no era nada comparado con el miedo que estrujaba su pecho.

— Dime a dónde la tienes, maldito engendro...— rugió Kaliel en el oído del vampiro gordo que miraba por la ventana. El muy inepto siquiera lo había oído llegar. Colocarle un cuchillo en la garganta fue tan fácil como inútil. Kaliel sabía que no se puede aniquilar a un vampiro igual que a un humano pero en ese instante deseaba rebanarlo en mil pedazos.

— ¿Qué cosa? No sé de qué hablas...— la voz del vampiro tembló. Luego, con un movimiento brusco logró alejarse de él.

— No me hagas perder mi tiempo: si prefieres puedo deshacerme de ti y encontrarla yo mismo— ofreció Kaliel preparando su cuchillo como si fuera un dardo. Cuidó que su pose fuera relajada para que el desgraciado comprendiera que su puntería era excelente y no le costaría alcanzarlo.

— Yo no sé...— titubeó el vampiro pero sus ojos lo traicionaron al mirar hacia una puerta a su derecha.

— ¡Imbécil! — gritó Kaliel y en menos de un segundo acabó con él: atravesó su corazón inerte con la daga de Uriel y lo envió directamente al infierno. Él no era como Mikah. No daba segundas oportunidades. Los vampiros ya habían tenido mucho tiempo para arrepentirse y no lo habían hecho. Ahora que el pacto se había roto podía exterminarlos a su antojo y sin protocolos soteriológicos.

La gruesa puerta de roble cayó con el primer golpe. Era una trampa: allí no había nada. Kaliel corrió de una habitación a otra derribando todas las puertas y todas sus alternativas. Ali no estaba por ninguna parte y ya había asesinado al único que podía brindarle esa información. ¿Habría logrado escapar por su cuenta? De nuevo en la primera habitación confirmó sus sospechas: no existía ventana alguna por la cual colarse. Sin embargo, ella sí había estado allí. Muy cerca de la puerta encontró dos de los que sin duda eran sus cabellos: largos y negros como la noche.

— ¿Por qué no me sorprende encontrar a Kaliel el entrometido jugando para el bando del que lo expulsaron? — musitó una voz a sus espaldas. La conocía: Darry Darvill.

Oscura Tentación ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora