Cielo

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Si un estudiante cualquiera hubiera llegado veinte minutos tarde a la clase del señor O'Brayan, mi maestro de literatura, habría sido enviado directamente a la oficina del director. Yo me alegraba entonces de no ser un estudiante cualquiera, era el mejor de su clase y su alumno preferido, no podría haber sido enviado a dirección, y, aún así, no fui capaz de entrar al aula. Me bastó observar su clase desde fuera, con cuidado de que nadie de dentro me viera a mí, para visualizar en mi mente aquella mirada de decepción que pondría el maestro al verme llegar a tales horas, y sentí un remordimiento que pensé disminuiría si evitaba mi tardanza a clases, reemplazándola por mi ausencia. De esta forma, me salté por primera vez en mi vida una clase de literatura y decidí esperar una hora más a la hora del almuerzo para luego entrar desapercibido en la clase de biología.

Me encaminé, entonces, a la azotea, sabiendo que era cuestión de tiempo para encontrarme ahí con Eileen. Era una costumbre algo extraña, creo, la que teníamos nosotros, que más parecía una idea sacada de un libro: cada día a la hora del almuerzo, cuando se producía una matanza entre la problación estudiantil para elegir las mesas de la cafetería y el quién llega primero y come lo mejor, nosotros dos nos escabullíamos por las escaleras junto a los baños del segundo piso y nos dirigíamos a la azotea del colegio, donde comíamos lo que cada uno llevaba para evitar la masacre matutina. Era nuestra costumbre, lo hacíamos desde segundo año y nadie nunca nos había molestado. Lo único que no debíamos olvidar era poner una tablilla de madera para trancar la puerta y no quedarnos encerrados fuera, pero íbamos tan a menudo que aquello se había convertido ya en un acto de inercia.

Aproveché entonces el momento para adelantarme, sabía que Eileen me encontraría sin problemas. Subí por el camino habitual, tranqué la puerta y me senté en el suelo. Aquel día, como dije antes, había amanecido lluvioso y gris, pero para ese entonces la lluvia había cesado, mas aun se veían unas nubes oscuras en el firmamento. Descolgué mi mochila del hombro y saqué de ella mi obsequio de cumpleaños, mi cámara nueva. Se veía complicada de utilizar, y eso me fascinaba; cuando era pequeño había tenido una cámara similar y solía tomar cientos de fotos del cielo en diferentes paisajes cada vez que iba a visitar a mi abuela al campo. Claro que los tiempos habían cambiado, mi abuela había fallecido hacía unos años y la propiedad que tenía en el campo había sido comprada por una empresa hotelera, y yo ya no era un niño. Prendí la cámara y enfoqué, posicionando mi ojo en el lente. Traté de enfocar el cielo, pero no pude hacer una buena toma aunque lo intenté. Reprimí un suspiro, frustrado, y guardé mi cámara. Me eché en el suelo boca arriba y me puse a observar las nubes. Sentía cómo el mundo se movía, imaginé cómo en ese preciso instante cada persona del mundo realizaba su rutina, cada uno en lo suyo, sin percatarse de que el cielo estaba así de gris y las nubes sugerían una tormenta; pensé con curiosidad en todas las personas que en aquel momento estarían muriendo, y con algo de complicidad en todas las que estarían naciendo, destinadas a cumplir años el mismo día que yo; pensé en cada lágrima que alguien estaría derramando, y en cada lágrima que derramarían un par de horas después, que quizás pudieran ser disimuladas si la lluvia retornaba. Me pareció escuchar a los grillos cantar a lo lejos, en los jardines del colegio, y eso me hizo pensar en el silencio en que todo estaba sumido, considerando que estaba en el octavo piso de un edificio. 

Entonces oí la puerta rechinar y supe que Eileen había entrado, no me molesté en levantarme o siquiera alzar la vista. Me mantuve echado ahí, esperando que ella se acercara y poder comer en paz. Pero...de pronto me di cuenta de que algo no estaba bien. Había escuchado la puerta abrirse, pero no había escuchado que alguien la hubiese trancado; y Eileen no había entrado quejándose de haber estado sola en clase de literatura; y, pensando en eso ahora también, ¿cuánto tiempo había pasado desde que yo estaba ahí? Dudaba que fuese ya hora de almuerzo, no debía haber estado en ese lugar más de media hora. Me incorporé de inmediato al caer en la cuenta de que algo andaba mal, y cuando di la vuelta me quedé helado: esa no era Eileen. 

Una muchacha algo baja (aunque definitivamente más alta que mi amiga) me devolvía una temerosa mirada. Era delgada, con la tez clara, y unos profundos ojos verdosos. Pero lo que más me impresionaba de esa chica no era su rostro ni sus ojos, a decir verdad: lo primero que noté en ella fue su cabello. Largo, lacio y algo despeinado, era azul. En ese momento una ráfaga de viento arremetió contra nosotros, y pasamos unos cuantos segundos sosteniéndonos la mirada, uno frente al otro sin saber qué decir. Notaba en sus ojos aún esa expresión, una mezcla de miedo y confusión. Pero el viento terminó de pasar y su semblante cambió, de pronto ya no se veía asustada, sino divertida, y en sus labios apareció la sombra de una sonrisa. Quizá le divertía mi rostro, debía de lucir perplejo y algo embobado.

-Lo siento por interrumpir -dijo al fin, cerrando los ojos y formando ahora sí una sonrisa de disculpa. 

Yo, como era de esperarse, no fui capaz de formular una sola palabra en el momento; la impresión de la imagen de aquella chica aun me tenía atónito, pero de alguna forma logré sacar mi cámara de la mochila. Si a ella le incomodó de alguna manera que un desconocido con pinta de acosador le quisiera tomar una foto apenas conocerla, lo disimuló muy bien. En cuanto vio mis intenciones, se apresuró a acomodarse un mechón de cabello tras la oreja derecha y a sonreír como antes.

-¿Así? -preguntó.

-Perfecto -atiné a decir en el segundo en el que le tomé la foto. 

Aparté la vista del lente de la cámara y volví a posar la mirada en ella misma. Era bastante linda, y algo suyo me resultaba vagamente familiar. Se oyeron unos pasos a lo lejos y ella se volvió hacia la puerta por un momento. 

-Debo irme ya -me dijo -. Me deben estar buscando. De nuevo, lo siento por interrumpir.

Me dedicó una última sonrisa y regresó por la puerta que hasta ese momento había dejado abierta, cerrándola esta vez tras de ella. Me quedé con la vista fija en el último punto donde había visto flotar su cabello, y deseé, sin entender por qué, que no se hubiese ido. Solo unos segundos después, cuando recobré la cordura, entendí que aquella muchacha tan peculiar me había encerrado accidentalmente en la azotea de la escuela.

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