Introducción

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Era un día soleado, soleado a las cinco de la tarde. Había corrido como loca, me faltaba el aire pero no me había importado en ese entonces. Y reía, los que llamaba mis amigos reían conmigo mientras el olor a alcohol caro y asqueroso se impregnaba en mi piel.

Ahí estaba también el Señor Alegre, como siempre sonriendo, abrazando a la persona que más amaba y mirándome con una gaseosa en la mano, era alguien sano así que quizá eso también me hacía feliz.

Recuerdo haber bailado también, se me iba el alma y mis risas descontroladas me dolían. Y de pronto lloraba, lloraba tanto.

El Señor Alegre se había ido, ese perfecto chico que tan solo había tratado de hacerme feliz se fue. Me dolía, me dolía muchísimo y como no hacerlo si sentía como el agua inundaba mis fosas nasales.

Como no podía dolerme si sabía que mi madre tendría que limpiar el desastre del baño, como no podía dolerme si sabía que no había acabado algunas cosas pendientes, como no iba a dolerme si... si sabía que me estaba ahogando con mis lágrimas estando rodeada de tanta agua tibia y tranquila.

Y lo peor del momento es que todo me fascinaba, las estrellas que podía ver en lo que duramente parpadeaba, sentía que los latidos apagados de mi corazón sonaban como un radio sin reparar, mis emociones poco a poco desaparecían como el atardecer que había sido fotografiado por mi memoria.

No siempre fui feliz, pero no siempre estuve mal. Supongo que viví como cualquier otro humano, solo que desearía haber sonreído un poco más. Tan solo un poco más.

Señor AlegreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora