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Era domingo, mi madre y yo solíamos ir a misa ese día, para ella era algo sagrado, algo que no se tomaba a la ligera, tanto que no había faltado ni un solo domingo en toda su vida. Me obligaba a ir con ropa formal, que consistía en una camisa blanca, pantalones de vestir y zapatos extremadamente limpios. Ella iba siempre con un lindo vestido, un sombrero muy llamativo, con su rosario y la Biblia en mano.

Salí al jardín mientras ella se terminaba de alistar, encendí un cigarrillo y me coloqué entre los labios, lo inhalé y segundos después lo dejé salir. Volví a mirar hacia esa casa, se podía notar el movimiento y el ajetreo, ya no estaba sola, ya no estaba vacía. Había pasado ya una semana desde que lo había visto y seguía sintiendo ese sentimiento de felicidad y emoción. Él había regresado.

— Aquiles, ¿qué te he dicho sobre fumar? — preguntó mi madre mientras salía de la casa, apresurada.

— Que moriré de cáncer y que sufriré hasta el lecho de mí muerte. Lo siento, mamá— lancé el resto del cigarro y subí al carro.

— El padre cree que deberías ayudar a la iglesia, les hace falta quien haga algunos trabajos— comentó mientras encendía el motor.

— ¿Cuánto me pagarán? — pregunté mientras bajaba el vidrio, saqué mi mano y empecé juguetear.

— Sabes que no funciona así, es solo para ayudar a la iglesia.

— No quiero. Haré otra cosa, pero eso no.

La iglesia para mí no era una fe real, por lo que evitaba todo contacto con ella, tan solo iba a misa para no molestar a mi madre, pero realmente nunca me había sentido parte de ella.

Minutos después llegamos a la iglesia, la gente ya se estaba aglomerando para la hora de la misa. Miré a las personas, siempre veía a las mismas, domingo tras domingo miraba a la señora de ceño fruncido, al señor hipócrita que asistía sin falta, pero que era una horrenda persona en cuanto salía de la iglesia, o a la anciana de cabello plateado que siempre llevaba consigo la foto de su esposo fallecido porque le había prometido que nunca faltarían a una misa juntos.

Las puertas de la iglesia se abrieron de par en par, la gente se empezó a amontonar para entrar y alcanzar lugar; mi madre siempre era la primera en la fila de la izquierda, yo siempre trataba de sentarme hasta atrás para poder así dormirme sin ninguna molestia.

La misa comenzó con normalidad, el padre empezó a decir las mismas palabras vacías que decía al inicio de cada misa. Nos levantamos y todos empezaron a cantar; yo nunca lo hacía, simplemente movía mi boca como si en realidad lo hiciera. Después de eso el padre nos ordenó que nos sentáramos. Una niña subió al centro e inició la Primera Lectura. Mis ojos comenzaron a cerrarse poco a poco, dejé que el sueño se apoderara de mi cuerpo.

Entre sueños pude sentir como unas personas se sentaban a lado mío, abrí rápidamente los ojos y fingí que ponía atención.

— Carta de San Pablo a los Corintios. La preeminencia del amor. Aunque hablara todas las lenguas de los hombres y de los ángeles, si me falta el amor sería como bronce que resuena o campana que retiñe.

Amor, esa palabra es la más hipócrita en ese libro— comentó el chico que estaba a lado mío y que se acababa de sentar. Me giré para verle, de nuevo, sus ojos eran lo único que podía ver, eran tan intensos.

— ¿Por qué lo dices? — pregunté confundido.

Estaba tan cerca de mí, literalmente su brazo izquierdo rozaba con el mío. Estaba tan cerca que podía verle algunas pecas que tenía sobre la nariz y parte de sus mejillas... Y entre más lo veía, más mi mundo colapsaba.

— La religión no te enseña a amar, te enseña a separar ciudades enteras, a etiquetar a personas— rodó los ojos, con fastidió.

— Creo que da esperanza— respondí con voz casi inaudible—, nos pasamos la vida haciendo buenas acciones porque un lugar sagrado llamado cielo nos espera al morir— bajé la vista.

— No le veo esperanza en algo como eso, es simplemente patético.

He de admitir que en eso tenía razón, de hecho, él siempre la tenía.

— ¿Por qué vienes a misa sino eres creyente? — me volteé a verle, traté de leerlo, pero no pude, él no era un libro abierto.

— Me vengo a burlar de la gente que sí cree, y además mi madre sí es creyente, mucho, a decir verdad.

— Mi madre también lo es, a veces creo que quiere más a Dios que a mí.

— Su religión les obliga a querer a Dios sobre todas las cosas.

— Eso es muy egoísta por la parte de Dios— bromeé, Orión negó con la cabeza mientras una sonrisa aparecía en su rostro.

— Me agradas— me dio un empujoncito con su hombro, mi corazón empezó a latir con más fuerza—. Aquiles, ¿verdad? — preguntó, levantó las cejas, yo asentí.

Una hora más tarde el padre dio la misa por terminada, todos se aglomeraron para salir a la calle. Orión y yo tratamos de salir juntos, pero había tanta gente que ambos nos perdimos entre la multitud. Mientras la gente se iba esparciendo decidí esperar a mi madre a la salida, justo en una esquina.

— ¡Aquiles! — mi madre me gritó, levanté la cabeza, ella y otra señora dialogaban—. Mira a quien me encontré— dijo con emoción—, es la señora Gates.

Atrás de ellas Orión apareció con una Coca-Cola en la mano.

— Has crecido tanto, ya no eres el pequeño Aquiles qué solía jugar con Orión— comentó la mujer.

— ¿Se conocen? — preguntó él, desconcertado.

— Oh, cielo, es Aquiles, tu mejor amigo de la infancia.

Y se quedó sin palabras, no dijo nada, solo me miró apenado, con las mejillas rosadas. No me recordaba, ¿pero por qué no?

— Tenemos tanto que platicar, Claudia— mi madre le tocó la mano a la mujer—, ¿te parece venir a comer a mi casa?

— Sería estupendo— me miró con curiosidad—. Los chicos también tienen mucho que conversar.

Ambas siguieron caminaron hacia la camioneta, dejándonos a Orión y a mí solos.

— Lo siento, no te recordaba, Aquiles, juro que no lo hacía.

Mi corazón se rompió un poco más.

— Yo tampoco te recordaba— mentí, porque era mejor que quedar como un tonto—, fue hace tiempo ya. No te preocupes, Orión.

Ya no éramos niños, al igual que ya no éramos amigos.










𝒔𝒖𝒎𝒎𝒆𝒓𝒕𝒊𝒎𝒆 𝒔𝒂𝒅𝒏𝒆𝒔𝒔Donde viven las historias. Descúbrelo ahora