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Siempre he pensado en el fin del mundo. He imaginado el momento exacto en el que el apocalipsis ocurre, y he entendido que no sentiría miedo alguno, porque no es el fin propio, sino que el absoluto, el de todos. Pero hay un temor que, sin embargo, me acecha; un arrepentimiento que me invadiría en aquel momento, en el último segundo, a modo de lamento.

¿A qué aferrarías tus brazos antes de que la luz se lleve a la humanidad consigo?

Ves venir el fin del mundo por tu ventana, quizás lo sabías o quizás no, de todas formas, no había nada que pudieras hacer. En ese momento, ¿tendrías a mano lo que más amas, eso a lo que te querrías aferrar? ¿Estarás con la persona junto a la cual te gustaría morir? Sería, en el peor de los casos, lo último que verías. Pero... ¿y si sobrevives?

¿Qué salvarías del mundo?

—Siempre soñé con un mundo nuevo, algo así como un resurgimiento desde las cenizas —dijo la vieja nona arrugando sus ojos hacia el horizonte—. Y aquí estamos, viviendo las sobras de lo que fuimos.

La anciana se curvaba bajo su atuendo oscuro mientras se sostenía con su bastón de un lado y sujetaba la mano del niño del otro. Una lomada arenosa con gramilla amarillenta les servía de platea para observar un cráter que se había robado el suelo pedregoso, dejando un vacío profundo que les daba escalofríos.

—¿Qué pasó, nona?

—Dicen que el cielo se llenó de puntos grises que aturdieron al mundo entero. La noche se volvió día por momentos y un temblor sacudió la tierra. Cuentan que se dibujaron nubes negras con destellos de luz, nacieron del suelo y ascendieron como el tronco de un árbol, formando copas curvadas y prolijas. El aire se calentó tanto que se volvió insoportable, quemó la hierba y las plantas, y a toda la vida a su alcance.

—¿Y ahí fue cuando el mundo cambió?

—Sí, y lo hizo para siempre.

La abuela y su nieto dieron media vuelta y continuaron su camino entre árboles que apenas florecían por un terreno ascendente con rocas y polvo que albergaba los huesos de animales muertos.

—¿Cómo era tu mundo, nona?

—Muy distinto. Todo estaba más controlado, ahora rige la anarquía.

—¿Anarquía?

—La ley de la selva, Daniel. Sobrevivir a la naturaleza y a sus monstruos.

—¿Así era la selva?

—Sí, en lo brutal. También era hermosa, con brotes verdes y aves que cantaban. El ruido del agua era quizás lo más hermoso: un río que corría o una tormenta que caía.

—¿La conoceré alguna vez?

—Quizás ya no existe. Se han perdido muchas cosas, pero por suerte no la familia.

Hacía rato el sol había empezado su viaje de regreso al horizonte, y detrás de él se escondió llegada la hora. La oscuridad cubrió el páramo por el que viajaban y ellos se refugiaron bajo una tienda de frazadas que la nona armó sobre dos árboles secos. Estaban en un punto alto, y el frío se colaba por las paredes de su frágil refugio.

—¿No tienes frío, nona? —le preguntó el niño que se guarecía bajo un tumulto de mantas.

—No, Daniel, estoy bien —le contestó, y luego volteó para tomar una cantimplora. Un escalofrío le recorrió la espina cuando la sintió demasiado liviana—. Bebe un poco, no has bebido desde la mañana.

El niño se humedeció la boca, pero enseguida volvió a secarse.

—Tú no has bebido nada hoy, nona.

La planta en la macetaWhere stories live. Discover now