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Genial, ¿por qué todo tiene que pasarme a mí? ¡Joder, joder, joder! La maldita puerta está
atrancada y me ha dejado atrapada en un cuartucho inmundo. ¡Pensaba que era el acceso a las malditas
escaleras!
Pruebo a empujar la puerta con una mano, con dos, mano y pierna, las dos manos y la pierna,
sólo pierna, patadas. ¡Joder!
Me paso las manos por el pelo casi al borde de la desesperación. Quizá pueda llamar a alguien.
Sí, eso es. Tal vez Lola pueda venir a sacarme. Al fin y al cabo, estoy aquí por su culpa. Si ella no
hubiese cerrado su apartamento con las llaves dentro, yo no habría tenido que cruzar toda la isla de
Manhattan y traerle las de repuesto.
Pongo el bolso en el suelo y comienzo a buscar frenética. ¿Dónde está el maldito móvil? Cuando
por fin lo encuentro, bajo dos chocolatinas y un paquete de clínex, marco el número de mi amiga.
—No puede realizar llamadas. Su línea se ha desactivado temporalmente por falta de pago.
Gimoteo y apoyo mi frente contra la ventana de cristal larga y delgada. Me han cortado el
teléfono otra vez. Pensé que tendría línea hasta el lunes.
Abro los ojos y creo que hubiese sido mejor que los hubiera dejado cerrados, porque sólo me
sirve para comprobar cómo el autobús número cinco, el que debería estar cogiendo en estos mismos
instantes, se marcha de la parada de la 56 Oeste con la Sexta sin mí. ¡Voy a llegar tarde al trabajo!
—Mi vida es un asco —me quejo.
Tiro el móvil de nuevo en el bolso y dirijo mi renovada rabia hacia la puerta. Vas a abrirte
maldito trozo de acero. Tengo muchas cosas que hacer. Tiro con fuerza, le doy una última patada y,
aunque me hago polvo el pie, parece funcionar porque oigo un chasquido y la puerta finalmente cede
y se abre.
Sí, sí, sí. Pego un saltito de alegría y me arrepiento de inmediato. ¡Qué daño! El tobillo me duele
horrores. Suspiro hondo. Ahora no tengo tiempo. Recojo mi bolso y salgo de allí.
Espero el ascensor, como debí haber hecho desde un principio, y subo a la planta sesenta del
edificio. Está desierta. Nunca había estado en las oficinas de una gran empresa, y no me las imaginaba
así. Esperaba ajetreo, cubículos, gente tomando café. Desde luego la tele te da una visión muy
distorsionada de la realidad.
—Buenos días —saludo a la chica de detrás del mostrador.
Ella me mira de arriba abajo preguntándose qué hago aquí. No la culpo. Debo de tener un
aspecto horrible. Me estiro el vestido y me coloco mejor el bolso. Cuando salí de casa hace una hora,
pensé que sería algo rápido. Subiría, le dejaría las llaves a Lola y volvería a mi apartamento antes de
irme a trabajar. Y ahora estoy delante de esta chica con mi vestido marrón de pequeños lunares
blancos, mis botas de media caña y mi inmensa rebeca a juego con el vestido. Ni siquiera me he maquillado y llevo el pelo de cualquier manera, recogido en una cola de caballo que me he rehecho
exasperada en plena batalla con la puerta. Vamos, que debo de estar hecha un auténtico desastre.
—Buenos días, ¿en qué puedo ayudarla?
Mi sonrisa le obliga a sonreír. Eso es, empatía, bendita cualidad.
«La pena va más con esta situación.»
—Estoy buscando a la señorita Lola Cruz, una de las secretarias de Michael Seseña.
—Se ha equivocado de oficina —me responde amable—. Lola trabaja justo enfrente.
Sonrío nerviosa. Soy estúpida.
—Lo siento —me disculpo.
—No se preocupe.
Salgo de las oficinas y cruzo un ancho pasillo enmoquetado. Ya a unos pasos de la puerta de
cristal, puedo ver a Lola sentada a su mesa. Suspiro aliviada y empujo la puerta.
—Por fin llegas —se queja mi amiga al verme.
—No sabes lo que me ha pasado...
El teléfono de su mesa comienza a sonar. Ella me chista y me señala el sofá para que me siente.
Intento protestar, tengo muchísima prisa, pero Lola frunce el ceño y vuelve a señalarme el tresillo. Yo
pongo los ojos en blanco y finalmente me siento.
Prisa. Prisa. Prisa.
En el sofá ya hay dos chicas. Van impecablemente vestidas y se sonríen cómplices. Yo reviso
mentalmente mi aspecto y me revuelvo incómoda mientras me paso con disimulo los dedos por mi
pelo castaño rojizo. Tendría que habérmelo cortado. El flequillo casi me tapa los ojos y, teniendo en
cuenta que son azules y grandes, los considero mi única arma.
Lola sigue al teléfono. En ese momento oigo de nuevo la puerta y entra un chico con paso
decidido, leyendo unas carpetas.
—Lola, ¿has seleccionado ya a la chica?
La verdad es que es guapísimo. Debe de rondar los treinta. Alto, delgado, pero con el cuerpo
perfectamente musculado. Tiene el pelo castaño y unos ojos impresionantes, aunque no soy capaz de
distinguir el color.
Alza la mirada de las carpetas y la centra en Lola, que sumida en su conversación telefónica no
le ha hecho el más mínimo caso. Él suspira brusco, da un paso hacia la mesa y le cuelga el teléfono.
Lola mira sorprendida el aparato y después a él.
—Sé que tiene que ser muy trabajoso contarle a todos tus amigos del barrio gay lo emocionado
que estás por tener al fin vagina —comenta mordaz—, pero yo tengo cosas que hacer.
Lola le dedica una furibunda mirada, él una sonrisa, breve y falsa, y yo no puedo evitar sonreír y
en realidad no sé por qué. No parece tener muy buen carácter.
—Las chicas seleccionadas le están esperando —comenta Lola arisca señalando el tresillo.
Sospecho que a mi amiga le gustaría lanzarle la grapadora a la cabeza, pero, por cómo se
comporta, tan exigente e impaciente, debe de ser uno de los jefes.
El chico en cuestión se gira hacia el sofá. Ambas rubias le esperan con la sonrisa preparada en
los labios y él se la devuelve. Es una sonrisa sexy y dura. Da la impresión de saber exactamente lo
que esa sonrisa provoca en las mujeres.
Creo que las dos chicas están a punto de desmayarse y yo me siento claramente de más. Además,
no quiero meter a Lola en un lío, así que me levanto dispuesta a marcharme.
—Espera un momento, ¿tú quién eres?
Alzo la cabeza y me encuentro con esos ojos claros de un color indefinido. Me mira de arriba
abajo con descaro. Por algún extraño motivo consigue que resulte tan atractivo como impertinente.
Finalmente sonríe de esa forma diseñada para fulminar lencería y me mira a los ojos.
—¿También vienes a la entrevista? —me apremia.
Pienso en una excusa que no comprometa a Lola.
—Sí, señor Brent —me interrumpe ella.
Pero ¿qué demonios está haciendo?
Aprovechando que él se gira hacia ella, abro los ojos como platos y farfullo un «¿qué coño
haces?» que mi amiga ignora por completo.
—Además, se la recomiendo personalmente —añade con una sonrisa.
—Ya, bueno, que tú me la recomiendes no sé si juega exactamente a su favor —replica
volviendo su vista hacia mí.
La sonrisa de Lola desaparece de golpe. Desde luego el señor Brent es un encanto.
—No puedo perder más el tiempo —continúa—. Vamos a mi despacho —me ordena.
Gira sobre sus talones y comienza a caminar. Yo miro a Lola y ella me hace un gesto para que lo
siga. ¿De qué va todo esto? Además, no puedo quedarme. Voy a llegar tarde a mi verdadero trabajo.
Mi amiga entorna los ojos y yo suspiro bruscamente justo antes de comenzar a andar.
Camina muy rápido. No es que corra, pero tiene unas largas piernas que le proporcionan unas
grandes y elegantes zancadas. Es un andar muy masculino. No me puedo creer que me esté fijando en
eso.
«Elegante manera de decir que le estabas mirando el culo.»
Cruza el pasillo y volvemos a la otra oficina, a la que entré por equivocación. Saludo a la
recepcionista, aunque él parece que ni siquiera la ve. Pasa varias puertas hasta que finalmente abre
una y entra sin mirar atrás o preocuparse de si lo sigo.
Cuando entro yo, él ya está sentado a una exclusiva mesa de diseño de acero blanco y cristal
templado. Toda la habitación trasmite ese aire de pura sofisticación y acento cosmopolita. Hay un
enorme sofá blanco y, encima de él, un fantástico cuadro lleno de color y fuerza. No sé de qué artista
es, pero parece de la escuela callejera del Nueva York de los ochenta. Junto a la mesa hay una
estantería repleta de libros, revistas catalogadas y coches de colección. Hay al menos tres y no
parecen de esos que vienen en fascículos de kiosco, más bien son de los que hizo un artesano en
Centroeuropa y cincuenta años después se venden en una subasta en la televisión por cincuenta mil
dólares.
A su espalda se levanta un inmenso ventanal con unas vistas increíbles. Central Park, mi lugar
favorito de toda la ciudad, se rinde a sus pies y, a su lado, los rascacielos más asombrosos.
—Si ya ha dejado de admirar las vistas de mi ventana como si acabara de llegar del sur
profundo y fuese la primera vez que ve un rascacielos, me gustaría empezar con la entrevista. No
quiero perder más tiempo del necesario.
Su comentario me hace clavar de nuevo la vista en él. Observa unos papeles sin darle la mayor
importancia a las palabras que acaba de decirme.
Es un auténtico capullo.
Lo miro y abro la boca dispuesta a llamarlo de todo, pero entonces él alza la vista y me observa
fijamente. Tiene unos ojos impresionantes. Son de un verde diferente, casi azul. Creo que son los ojos
más bonitos que he visto nunca.
Hace un gesto exigente con las manos apremiándome a decir lo que quisiera que fuese a decir,
pero yo estoy conmocionada. No entiendo qué demonios me está pasando. Sólo quiero mandarlo al
infierno y seguir con mi vida, pero mi cuerpo se niega a cooperar.
—Desde luego no eres muy espabilada, Pecosa.
¿Qué?
—¿Acaba de llamarme Pecosa? —pregunto con un tono de voz tan atónito como visiblemente
molesto.
—Tienes pecas, así que te llamo Pecosa —responde como si fuera obvio—. A cada uno se nos
conoce por nuestro rasgo más distintivo. A mí puedes llamarme señor increíblemente atractivo —
sentencia de nuevo con esa maldita sonrisa.
Río escandalizada y furiosa, muy furiosa.
—Si te sientas y acabamos la entrevista, te dejo que te quedes en el sofá y me mires embobada
desde allí mientras trabajo.
—Es…
Llaman a la puerta y otra vez vuelven a interrumpirme. Ahora mismo sólo quiero llamarlo de
todo. Bastardo engreído y presuntuoso.
Da paso y su sonrisa se ensancha como si supiese exactamente lo que me sucede.
Lola abre la puerta, camina decidida y le entrega un papel.
—El currículum de la señorita Conrad. Lo había traspapelado.
El señor Brent coge el papel sin dar las gracias y comienza a revisarlo. Yo miro a Lola inquieta
en demasiados sentidos. Estoy nerviosa y quiero marcharme de aquí. Además, apostaría los veintiséis
dólares que tengo en la cartera, y en mi vida en general, a que ese currículum acaba de escribirlo
ahora mismo. Ella me mira y respira hondo, invitándome a hacer lo mismo. Al ver que no se marcha,
el señor Brent alza la vista del documento y clava su mirada en ella hasta que Lola se da por aludida,
se disculpa y se va.
Cuando oigo la puerta cerrarse a mi espalda, estoy preparada para llamarle gilipollas y
largarme.
—Bueno, señorita Katie Conrad —comenta ojeando mi hoja de vida—. ¿Nadie le ha dicho que
los currículum sin foto no van a ninguna parte? Además, no es demasiado fea... hay quien la
contrataría sólo por eso.
Eso ya ha sido la gota que ha colmado el vaso. Estoy demasiado cabreada. Apoyo las palmas de
las manos en la mesa y me levanto como un resorte. Él alza la mirada.
—¿Adónde cree que va? —pregunta arisco.
—¿Sabe? Prefiero cortarme todos los dedos de las manos antes que trabajar para usted.
Me giro concienciándome de que no puedo asesinarlo en su despacho y camino hasta la puerta.
Pero entonces le noto sonreír a mi espalda y definitivamente no entiendo nada. Sin saber ni siquiera
por qué, y a pesar de no haberla visto, me doy cuenta de que es una sonrisa completamente diferente a
las que le he presenciado hasta ahora. Suena sincera, como si realmente le divirtiese.
—Cobrarás unos setecientos a la semana.
Esas seis palabras me dejan clavada en el elegante parqué. Es casi el doble de lo que gano ahora
y solucionaría todos mis problemas de un plumazo. Ah, pero no quiero trabajar para él. Es odioso y
está como un tren, una combinación horrible.
—Trabajarás para Dillon Colby. Bueno, imagino que Lola ya te lo habrá explicado. Por cierto,
en el trabajo vístete un poco mejor, Pecosa; por ejemplo, con ropa que no parezca salida del armario
de una universitaria con dificultades económicas.
Si sustituimos «universitaria» por «ex universitaria porque no tuvo dinero para pagar la
matrícula del siguiente semestre», ha dado en el clavo.
Suspiro discretamente y me tomo un momento para analizar la situación. Si técnicamente no
trabajaré para él, sólo tengo que asentir, tragarme temporalmente mi orgullo y no volver a verlo
más. Lo pienso un segundo. Este trabajo me haría la vida infinitamente más fácil. No hay nada más
que analizar.
Vuelvo a suspirar, me giro, asiento y me encamino de nuevo hacia la puerta.
—Y otra cosa —vuelve a intervenir.
No sé por qué, me detengo de nuevo. Creo que es su voz. Es grave, muy masculina y sensual.
Suelto el pomo que ya había agarrado y me giro una vez más. Él deja los papeles sobre el
escritorio, se levanta, rodea su mesa y se apoya hasta casi sentarse en ella. Tiene sus ojos posados en
los míos. No me había dado cuenta hasta ahora de que tiene una pequeña cicatriz sobre la ceja
derecha.
—Lo de que te podías quedar a mirarme mientras trabajo, iba en serio. Después puedo llevarte a
tomar algo.
¿Cómo se puede ser tan presuntuoso, tan arrogante, y además tener esa mirada que parece decir
que encima debería sentirme afortunada? ¿A quién pretendo engañar? Es tan condenadamente
atractivo que imagino que normalmente las chicas se le tiran a los pies y puede permitirse no tener
que ser simpático.
—Señor Brent, como voy a trabajar para el señor... —hago memoria rápidamente —... Colby y
no para usted, puedo ser sincera y decirle que es un capullo engreído con el que no compartiría ni un
vaso de agua en un desierto a cincuenta grados.
—Qué específica.
—Lo que se merecía.
Qué relajada me he quedado.
Él sonríe arrogante, se incorpora de un elegante paso y da otro más para estar peligrosamente
cerca de mí.
—El señor Colby trabaja para mí.
¡Mierda!
El señor Brent se queda mirándome con esa maldita sonrisa y ahora mismo yo sólo quiero que
la tierra me trague. ¿Por qué siempre tengo que tener la boca tan grande?
—Empezará mañana y en esta oficina.
No. No puede ser.
Sin dejar de sonreír, vuelve a sentarse en su sillón de ejecutivo y yo salgo disparada de su
despacho antes de que acabe diciendo otra estupidez.
No me lo puedo creer. ¿Qué acaba de pasar? Es un imbécil y un capullo y no puedo creer que,
sin ni siquiera entender todavía cómo, acabe de convertirse en mi jefe, ¡mi jefe! Esto es una auténtica
locura.
Desde el pasillo agito las manos hasta que Lola me ve. Con una sonrisa de oreja a oreja corre
hasta mí. Me gustaría saber cómo lo hace subida a semejantes tacones.
—¿Qué tal ha ido? —pregunta interrumpiendo mi inminente bronca.
—Bien, tengo el trabajo, pero…
—¡Tienes el trabajo! ¡Genial! —vuelve a interrumpirme abrazándome.
—Lola, cálmate un segundo y explícame de qué va todo esto, porque no entiendo nada. Para
empezar, ¿quién es ese tío?
Lola frunce los labios y se alisa su interminable melena negra recogida en una perfecta cola.
Claramente no le cae nada bien.
—Es Donovan Brent, uno de los socios de Colton, Fitzgerald y Brent —dice señalando, como si
fuera la azafata de la lotería, un discreto rótulo blanco sobre la puerta de cristal de la oficina de la
que acabo de salir—. Tan increíblemente capullo como atractivo. Es uno de los mejores en lo suyo.
Eficacia germana garantizada.
—¿Es alemán? —pregunto sorprendida. No le he notado el más mínimo acento.
—Sí, pero lleva viviendo aquí desde crío. Es muy guapo, ¿verdad? —pregunta pícara.
Asiento. La verdad es que sí y, sin quererlo, me concentro sólo en eso y se me olvida todo lo
demás.
—Parece que, al final, vas a tener que agradecerme más cosas aparte del trabajo —comenta perspicaz sacándome de mi ensoñación.
Yo la fulmino con la mirada para ocultar que estoy a punto de ruborizarme.
—No digas tonterías. Es odioso —me defiendo.
—No te preocupes —intenta calmarme—. Trabajarás para Dillon Colby en el edificio Pisano, a
unas calles de distancia.
—Me ha dicho que empezaré a trabajar mañana y que lo haré aquí —la corrijo.
Lola me mira confusa.
—No sé, a lo mejor quiere enviarte con los conceptos básicos aprendidos.
—Pero ¿qué conceptos? —Estoy empezando a agobiarme un poco—. Ni siquiera sé cuál es el
trabajo.
—Serás el enlace entre Dillon Colby y estas oficinas. Él se encarga de supervisar ciertos
negocios para Colton, Fitzgerald y Brent, y tú estarás entre las dos oficinas, asistiéndole.
Mi amiga pronuncia cada palabra como si fuera el trabajo más sencillo del mundo, pero yo no
lo veo así en absoluto. Mi agobio va en aumento.
—¿Y cómo se supone que voy a hacerlo? —vuelvo a quejarme—. No he trabajado en una
oficina en mi vida.
—Es muy sencillo, Katie. Eres organizada y muy inteligente. Tú concéntrate en aprender rápido.
Esta noche, cuando vuelvas del trabajo en la cafetería, busca en Google nociones básicas de
contabilidad y listo —concluye con una voz fabricada a base de reposiciones de «La casa de la
pradera» y pastillas de la felicidad.
—Lola.
Acaba de volverse completamente loca. ¿Nociones básicas de contabilidad en Google?
—Vamos, Katie —me arenga—. El dinero te va a venir de miedo. Te servirá para pagar esas
malditas facturas.
Lola conoce perfectamente la situación por la que estoy pasando y sabe que esa premisa pesa
más que cualquier otra, incluida la posibilidad de trabajar para alguien tan odioso como Donovan
Brent.
—Está bien, acepto, pero no sé cómo va a salir.
—Saldrá genial —sentencia sin ningún tipo de dudas con una sonrisa.
Me hago la enfurruñada, pero no puedo evitar acabar devolviéndosela. Si de verdad sale genial,
sería el fin de todos mis problemas. Sin embargo, en ese preciso instante caigo en la cuenta de la hora
que es. ¡Llegaré tardísimo al trabajo!
—Toma tus llaves —digo sacando unas de mi bolso y tendiéndoselas.
—Me salvas la vida.
—No te preocupes, y ahora me voy o Sal me matará.
Cruzo la ciudad en autobús, afortunadamente más rápido de lo que pensaba. Cuando entro en la
cafetería, Sal me mira con la pala de madera en la mano y refunfuña justo antes de meterse de nuevo
en la cocina.
—Lo siento, Sal —gimoteo pasando al otro lado de la barra y anudándome el mandil que mi
amiga Cleo me tiende.
—No te preocupes. No se ha enfadado mucho —murmura con una sonrisa.
Se la devuelvo a la vez que me recojo el pelo en un moño alto. La campanita suena, avisándonos
de que entra un cliente, y las dos miramos hacia la puerta. Cleo me toca el brazo para indicarme que
se ocupa ella.
Este pequeño gastropub se ha puesto muy de moda entre los ejecutivos de los edificios
colindantes. No me extraña en absoluto. La comida de Sal es deliciosa y, tras la última reforma, el
local ha quedado de miedo.
Me aliso el mandil, guardo mi bolso bajo la barra y suspiro hondo. Lista para trabajar.
A las cuatro todo está de lo más tranquilo. Sal está en el despacho, enredado en facturas, y Cleo y
yo nos dedicamos a secar y colocar los vasos.
—¿Y ya le has dicho a Sal que te marchas? —pregunta Cleo.
—¿Por qué iba a marcharme? —inquiero a mi vez confusa.
Cleo, embarazadísima de ocho meses, se lleva la mano a la espalda y hace una mueca de dolor.
Yo dejo el vaso que secaba sobre la barra y la llevo hasta uno de los taburetes al otro lado. No deja de
protestar en todo el camino.
—Necesitas descansar —le recuerdo.
Ella sonríe pero, cuando apenas me he girado, veo de reojo cómo ya está poniendo un pie en el
suelo dispuesta a levantarse. Me vuelvo y la señalo amenazante a la vez que le hago un mohín de lo
más absurdo. Una especie de mezcla entre el De Niro de las películas de mafiosos y Alec Baldwin en
«Rockefeller Plaza».
Al final las dos nos echamos a reír y ella deja su trapo encima de la barra en señal inequívoca de
rendición.
—Lo dicho —dice retomando la conversación—. Pensé que, ahora que Lola te había conseguido
ese trabajo, te marcharías de aquí.
—Cleo, no puedo dejar este trabajo. Con lo que gano aquí pago el alquiler y las facturas y con el
otro trabajo podré devolver el dinero al banco.
Asiente y me mira con empatía.
Lo cierto es que mi vida no es precisamente como me la había imaginado. Creí que, con
veinticuatro años, estaría recién licenciada, haciendo un máster o viajando por Europa... y no
pensando en cómo compaginar dos trabajos y llena de deudas hasta las cejas.
Mientras regreso a casa, pienso en la locura de día que he tenido y, lo que es peor aún, en el que
me espera mañana. Afortunadamente, Lola parece haber escuchado los mensajes telepáticos que le he
estado mandando toda la tarde y, cuando llego a su apartamento, tiene preparada una jarra de
margaritas heladas y a Harper, nuestra otra compañera de aventuras, sentada en el sofá.
A la mañana siguiente, cuando suena el despertador, ya estoy nerviosa. En la ducha me arengo
recordándome que he salido de situaciones peores, mucho peores en realidad. Sólo tengo que tener
los ojos bien abiertos y pasar desapercibida los primeros días hasta que me haga con el trabajo.
Delante del armario rememoro las palabras del odioso señor Brent y realmente no sé qué
ponerme. Recuerdo la premisa de pasar desapercibida, así que elijo un vestido azul marino muy
sencillo y mis botines marrones. Me hacen ganar unos centímetros y son muy cómodos.
Sentada en el sofá donde Eve, la recepcionista, me ha indicado que debo esperar al señor Brent,
estoy aún más inquieta. Lola no fue capaz de explicarme cuál sería mi trabajo más allá de repetir unas
cuatrocientas veces la palabra asistir.
Jugueteo nerviosa con la identificación que Eve me ha indicado que siempre debo llevar
colgada. Debería marcharme, aún estoy a tiempo, pero en ese mismo instante oigo una puerta abrirse
y a alguien caminar hacia el vestíbulo. Está guapísimo. Exactamente como lo recordaba y
exactamente como llevo negándome a admitir desde ayer. Lleva un traje de corte italiano azul oscuro
y una camisa blanca inmaculada, con los primeros botones desabrochados, sin corbata. Se para frente
al mostrador de Eve y le da unos papeles.
—Pecosa —dice reparando en mi presencia. Juraría que ha sonreído—, llegas tarde.
Genial. Justo tan agradable como ayer.
—Señor Brent —lo saludo levantándome y esforzándome sobremanera en no llamarlo capullo.
—Veo que has decidido obviar lo que te dije sobre el vestuario.
Inconscientemente llevo mi vista hacia mi vestido. No lo veo mal. De acuerdo que no es del tipo
look oficinista, pero no tiene nada de inapropiado.
—Ya tendrás tiempo de compadecerte en tu hora del almuerzo. A trabajar.
Su comentario me hace alzar la vista de golpe. Maldito gilipollas.
No le digo nada, pero lo fulmino con la mirada. Él ni se inmuta, gira sobre sus talones y regresa
a su despacho. Interpreto que tengo que seguirlo y así lo hago.
Ya en su oficina, rodea su mesa y se sienta. Yo me quedo de pie frente a él.
—Quiero que revises las facturas de los dos últimos trimestres para que sepas lo que hacemos
en el edificio Pisano.
Asiento. Eso no parece muy difícil, sobre todo en cuanto sepa dónde guardan esas facturas. El
señor Brent se levanta, se dirige a la estantería y coge varias carpetas.
—Hazme una comparativa de balance, beneficio y target con las dos principales competidoras
de Colby. No quiero que se duerma en los laureles. Ese viejo gordo se está volviendo perezoso —
continúa.
Vale, balance, beneficio y target. Balance, beneficio y target. El truco está en recordar las
palabras clave y preguntarle a Lola en cuanto tenga oportunidad. Vuelvo a asentir.
—Cuando termines, revisa toda la información de la constructora de Nikon —comenta
regresando a su mesa—. La última vez que le eché un vistazo, las solicitudes 326 y 328 estaban mal.
No estoy contento con las cuentas del asunto Moore. Repásalas y hazme una perspectiva de depósito a
dos años en vez de a cuatro, pero variable, no fija, y aplica una tasa de interés del cinco por ciento.
No me gustaría que nos quedáramos cortos.
¿Qué? ¿Y esto es la contabilidad básica que según mi queridísima amiga podría haber aprendido
en Google en una noche? Creo que estoy empezando a tener sudores fríos.
El señor Brent me mira. Tengo que decir algo.
—¿Dónde está mi mesa? —pregunto indiferente.
Sí, señor. Ha quedado muy profesional, como diciendo «ya quiero ponerme a trabajar y todo lo
que me ha pedido no me supone el más mínimo problema».
—Trabajaras aquí conmigo hasta que te enviemos definitivamente con Colby. Tienes la tablet en
la mesa, junto al sofá.
Suspiro hondo y me dirijo hacia el tresillo. Me siento y cojo el iPad que me espera en la elegante
mesita de centro de Philippe Starck.
—Dos, dos, siete, uno, cero.
—¿Perdón?
—La clave para desbloquear la tablet —me aclara alzando la vista.
Asiento e involuntariamente sonrío. Ahora mismo estoy demasiado nerviosa. Él se queda
observándome y yo tengo que acabar apartando la mirada.
¿Qué demonios voy a hacer? ¿Y por qué es tan increíblemente guapo? Desde luego eso no va a
ayudar a mi nivel de concentración.
Me autocompadezco mentalmente un par de segundos, pero en seguida sacudo con discreción la
cabeza y cojo el iPad con fuerza. He salido de situaciones peores. Además, las facturas son lo mío.
Llego a fin de mes con el salario mínimo. Lo que hago es contabilidad de alto nivel.
Trasteo en la tablet hasta que encuentro los archivos de Colby. Comienzo a revisarlos y, como
me temía, a pesar de mis frases motivacionales, no entiendo una sola palabra. Suspiro discretamente.
Esto no está saliendo como esperaba.
—Pecosa, ven aquí.
El señor Brent se levanta y me hace un gesto para que me acerque. Dejo el iPad sobre el sofá y camino hasta colocarme a su lado. Sonrío y no sé por qué. Creo que es su proximidad. Huele muy
bien, a ropa recién lavada, a suavizante caro y a gel aún más caro. Es suave y muy fresco.
—Tienes que firmar esto —dice señalando unos papeles sobre su elegante escritorio.
Asiento mirando los documentos. Él no dice nada. Por un momento sólo me observa.
Inconscientemente me muerdo el labio inferior y, otra vez sin saber por qué, alzo la mirada y dejo
que la suya me atrape.
—Es un acuerdo de confidencialidad para todo lo referente a la empresa. —Su voz se ha vuelto
más ronca.
Yo asiento de nuevo. Tiene unos ojos espectaculares. Ahora mismo me es imposible distinguir si
son azules o verdes. Finalmente suspira brusco y aparta su mirada de la mía.
—Léelo, fírmalo y entrégaselo a Eve —me anuncia mecánico—. Tengo una reunión.
Sin darme oportunidad a responder, tira un bolígrafo sobre los papeles y se dirige a la puerta del
despacho. De pronto me siento como si me hubiesen sacado de una burbuja.
—Pecosa, lo quiero todo listo para cuando vuelva. Después de comer tenemos una reunión.
Tan pronto como la puerta se cierra tras él, suspiro hondo. ¿Qué acaba de pasar?
Decido hacer como si nada hubiese ocurrido y eso incluye que me prohíbo volver a pensar en lo
bien que huele, en lo guapo que es o en los ojos tan increíblemente bonitos que tiene. Ahora necesito
ser profesional, muy muy profesional.
Sopeso mis opciones. Está claro que no voy a poder hacer todo esto sola. Una luz se enciende en
el fondo de mi cerebro. Él está en una reunión y mi querida y eficientísima amiga Lola está a un par
de pasillos de distancia. Sin dudarlo, cojo la tablet y cruzo la oficina como una exhalación mientras
intento recordar todas las cosas que me ha pedido.
Observo a Lola a través de la puerta de cristal y le hago un gesto para que salga. Ella me
devuelve la misma seña diciéndome que entre. Imagino que está sola y, en realidad, prefiero que
tratemos esto aquí. Tengo menos probabilidades de que me pillen siendo una total incompetente
escondida en la oficina de enfrente.
—Lola, tengo un problema —me quejo caminando hasta su mesa—. Lo que tú llamas
contabilidad básica, me da la sensación de que es quinto de económicas. No entiendo nada.
—No será para tanto.
—Sí lo es. —Callo un segundo—. ¿Quedaría muy mal que le tirara algo a la cabeza cada vez que
me llama Pecosa?
Lola sonríe y oigo otra risa tras de mí. Me giro y me sorprendo al encontrar sentada en un
escritorio, a mi espalda, el único que no se ve desde la puerta, a una chica más o menos de mi edad,
rubia, muy guapa y con unos enormes pendientes de aro.
—Me apuesto un millón de dólares a que hablas de Donovan Brent.
Sonrío algo inquieta. ¿Lo conoce? Lola parece tranquila, así que supongo que no debo
preocuparme.
—Me llamo Mackenzie —dice levantándose y tendiéndome la mano.
—Mackenzie fue recepcionista para los chicos —apunta Lola.
—¿Los chicos? —pregunto estrechándosela—. ¿Colton, Fitzgerald y Brent?
—Sí, fue hace unos meses. La verdad es que me gustaba trabajar para ellos —me explica con una
sonrisa.
No puedo creer el lío en el que mi enorme bocaza acaba de meterme.
—Pero encontré este trabajo como secretaria de Michael Seseña y no lo dudé —continúa—. Me
gustaría ser publicista, y trabajar en la empresa de Charlie Cunningham es el mejor paso.
Sé a qué se refiere. Lola me ha contado muchísimas veces que el jefe de su jefe, Charlie
Cunningham, es algo así como un mito en la publicidad y las relaciones públicas. Fue él quien convirtió Times Square en lo que es hoy, y también corre el rumor de que fue quien convenció a la
familia Rockefeller de que no se deshiciera de la pista de patinaje sobre hielo en su complejo
comercial.
—Algún día seré una ejecutiva de armas tomar —sentencia.
Ambas ríen y yo lo hago por inercia. Todavía no sé si acabo de ganarme un despido fulminante.
Quizá todavía tenga relación con ellos o incluso sean amigos.
—Yo soy Katie —me apresuro a decir.
Mejor caerle bien y volver a mostrarme profesional.
—¿En que querías que te ayudase? —pregunta Lola.
—En nada —me apresuro a responder.
Mi amiga me observa perspicaz.
—Mackenzie es de confianza —me asegura.
—Y opino que no, no quedaría nada mal que le tirases algo a la cabeza cada vez que te llama... —
hace una pequeña pausa intentando recordar mi apodo—... ¿Pecosa?
Sonríe. Yo finalmente me relajo y hago lo mismo a la vez que asiento.
—No me ha llamado por mi nombre ni una sola vez.
—Donovan es así, pero, en el fondo, muy en el fondo, casi cuando estás a punto de tirar la toalla,
es un buen tío.
Las tres sonreímos.
—¿Eres su nueva secretaria? —pregunta—. ¿Sandra ya se ha rendido?
—No; trabajaré para Dillon Colby —le aclaro—, pero parece que aprenderé lo necesario aquí
con él.
Ahora es Mackenzie la que me mira perspicaz, como si no terminara de encajarle o le encajara
demasiado bien, no lo sé.
—El caso es que todo está siendo más complicado de lo que creía —confieso.
—¿Qué te ha pedido que hagas? —inquiere Lola.
Intento hacer memoria y mi mente perversa me regala el perfecto recuerdo de su olor y esa
espectacular sensación de tenerlo tan cerca.
Mala idea, mala idea.
—Quiere que repase las facturas de los dos últimos trimestres de Dillon Colby y que estudie a su
competencia directa —me obligo a explicar. Las dos asienten—. Además de algo de las constructoras
de… —trato de hacer memoria—… ¿Nikon? Unas solicitudes estaban mal y algo de un tal Moore,
pero ni siquiera recuerdo el qué.
Oficialmente estoy agobiada.
—¿Algo más? —pregunta Mackenzie socarrona.
—Tengo que tenerlo todo listo para la hora del almuerzo.
Vuelven a sonreír, pero esta vez con cierta ironía. Lola incluso se permite agitar la mano.
—Bueno, vamos por partes —comenta Mackenzie—. Lo primero sería saber exactamente lo que
tienes que hacer.
—Creo que lo primero sería resaltar que Donovan no ha firmado la abolición de la esclavitud
—bromea Lola y por fin sonrío.
—Este truco te va a salvar la vida y también te va a servir para torturar a Donovan —continúa
Mackenzie quitándome el iPad de las manos.
¿Torturar al señor Brent? Acaba de conseguir toda mi atención.
—Donovan es un obseso del control.
—Un rasgo muy característico al otro lado del pasillo —puntualiza Lola socarrona.
Las dos vuelven a sonreír y se miran cómplices. Deben conocer un secreto de lo más jugoso. Parece que tengo que ponerme al día con según qué cotilleos.
—El caso es que apunta en su tablet todo lo que quiere que se haga —reconduce Mackenzie la
conversación—, hasta el más mínimo detalle. Y todas las iPad están conectadas por la intranet, así que
puedes ver su agenda y su plan de trabajo desde la tuya.
Mackenzie toquetea mi tablet y accede a una lista casi interminable. Al verla, las chicas deciden
apiadarse de mí y entre las tres conseguimos hacer todo el trabajo.
Cuando terminamos los informes y los subimos a la intranet, bajamos a comer algo a un
pequeño restaurante a unas manzanas de la oficina.
—Era absolutamente imposible que pudieras hacerlo todo tú sola —comenta Mackenzie —.
Donovan se va a llevar una sorpresa —sentencia.
—Muchas gracias, chicas.
Literalmente me han salvado.
—¿Qué sabes de gestión alternativa de patrimonios? —me pregunta mi nueva amiga clavando su
tenedor en la ensalada.
—Nada.
—Según tu currículum, tienes un máster —apunta Lola como quien no quiere la cosa.
—¿Qué? —La sensación de agobio vuelve como un ciclón—. Pero ¿qué escribiste en ese
maldito papel? —inquiero alarmada.
Ella sonríe intentando parecer despreocupada. No lo consigue y automáticamente eso me
preocupa a mí.
—Que estás licenciada en Económicas por Columbia y tienes un máster en Gestión alternativa de
patrimonio y otro en Inversiones de riesgo capitalizadas.
—¿Qué? —vuelvo a repetir atónita—. Lola, ¡por Dios!
—Quería asegurarme de que te contratara —se disculpa—. Eres muy buena y, de haber tenido la
oportunidad, habrías podido hacer todos esos másteres. Estoy segura.
Cruzo los brazos sobre la mesa y hundo mi cabeza en ellos. Tengo que dejar este trabajo.
—¿Hay algo en ese currículum que sea verdad? —inquiere Mackenzie.
—En el fondo todo puede ser verdad —se excusa Lola.
—Dejé la universidad el segundo año —replico saliendo de mi nido de avestruz particular— y
estudiaba para ser bióloga —añado exasperada, casi desesperada.
—Ciencias —sentencia Lola como si esa palabra englobara cualquier cosa que no se estudie en
latín.
—Tengo que decir una cosa buena y otra mala —apunta Mackenzie—. ¿Por cuál quieres que
empiece? —me pregunta.
Lo pienso un segundo.
—La mala.
—Donovan es muy inteligente, y también muy listo y muy desconfiado. No es nada fácil
engañarlo.
Genial.
—¿Y la buena?
—Que, precisamente por eso, si te contrató, es porque vio algo en ti.
Recapacito sobre las palabras de Mackenzie y curiosamente me siento un poco reconfortada. A
lo mejor Donovan ha encontrado algo en mí que ni siquiera yo he sido capaz de ver. Por un momento
esa idea, la sensación de que él sea capaz de leer en mí incluso mejor que yo misma, me gusta más de
lo que me atrevería a reconocer. Sacudo la cabeza. No me interesa que Donovan Brent me vea de
ninguna manera.
De vuelta en la oficina, mientras espero a que mi jefe regrese, me doy cuenta de que lo que tengo que hacer es adelantarme a cada paso y así tener tiempo de prepararme. Miro en el iPad y la reunión
será con un tal Ben Foster. No encuentro más información sobre él en la tablet, así que decido ir hasta
recepción y preguntar a Eve dónde encontrar ese tipo de archivos.
La encuentro charlando con una mujer de unos cuarenta años, muy simpática y con pinta de
hablar por los codos. Resulta ser Sandra, la secretaria del señor Brent. Ella me ayuda a encontrar la
información que necesito.
En los cuarenta y tres minutos siguientes memorizo hasta el último detalle de ese hombre, su
empresa y lo que Colton, Fitzgerald y Brent han hecho para él.
Cuando la puerta del despacho se abre, me levanto como un resorte y cuadro los hombros. El
señor Brent entra y, sin ni siquiera mirarme, se sienta a su mesa. Yo me quedo de pie esperando a que
se levante y nos marchemos a la reunión.
—Pecosa, sé que soy guapo —comenta sin alzar la vista de la pantalla de su reluciente Mac
último modelo—, pero ¿qué tal si, aparte de mirarme embobada, terminas todo lo que te he pedido?
Por el amor de Dios, ¿se puede ser más engreído?
—Ya lo he terminado todo —respondo insolente.
Él me mira sorprendido y yo luzco mi sonrisa más arrogante. Sí, señor. Ahora entiendo a
Mackenzie. Esa cara vale millones.
—Era lo que tenías que hacer —contesta recuperando el control de la situación y poniendo su
expresión más displicente—. En la tablet tienes la agenda de mañana. Tenemos tres reuniones,
prepáralas. Sandra tiene la documentación.
—¿Y qué pasa con la reunión de hoy con Ben Foster? —pregunto confusa.
—Aplazada. Las reuniones de mañana —me apremia.
Salgo del despacho y me permito dedicarle mi mejor mohín cuando me aseguro de que, ya de
espaldas a su escritorio, no puede verme. Lola tenía razón. Es tan atractivo como gilipollas; quiero
decir, tan gilipollas como atractivo.
Maldita sea.
Sandra me da todo lo que necesito y regreso al despacho. Es encantadora. Creo que me va a
resultar muy fácil trabajar con ella.
No sé exactamente lo que incluye preparar una reunión, pero imagino que se refiere a conocer
toda la información y tener previsto cualquier problema que pueda surgir.
Después de una hora sentada en el sofá, comienza a resultarme de lo más incómodo y me siento
en el suelo. El señor Brent me mira de reojo, sonríe pero no dice nada, así que doy por sentado que
no le parece mal.
Miro el reloj. Dentro de cuatro horas comienza mi turno en el restaurante. Espero
acostumbrarme rápido a este ritmo o morir en el intento, pero, sea lo que sea, que ocurra pronto.
Tengo sueño sólo con imaginar lo poco que podré dormir.
El señor Brent parece muy concentrado. Repasa papeles, responde emails, lee gráficos... Es muy
eficiente y las palabras de Mackenzie acuden a mi mente: muy inteligente y muy listo. Desde luego da
esa impresión. Casa perfectamente con el ambiente sofisticado y elegante que se respira aquí.
Se levanta sacándome de mi ensoñación. ¿Cuánto tiempo llevo mirándolo? Espero que no haya
sido mucho y que no se haya dado cuenta.
Intento mantener mi vista centrada en el iPad, pero no me lo está poniendo fácil. Se ha quitado la
chaqueta y se ha remangado la camisa hasta el antebrazo. Es una absoluta locura lo sexy que le caen
los pantalones sobre las caderas.
Va hasta la estantería, regresa a la mesa y vuelve a la estantería. ¿Así cómo voy a dejar de
mirarlo? Si no fuera completamente imposible, diría que lo hace a propósito.
Concéntrate en las reuniones, Katie Conrad. Sé profesional.
Preparo todo lo que creo que podrá sernos útil mañana. Memorizo los perfiles de las personas
con las que nos reuniremos. Repaso todo el material que hay sobre ellos e incluso pienso el itinerario
más corto para llegar a cada una de las citas.
Alzo la mirada para descansar los ojos de la tablet unos segundos y, sin quererlo, nuevamente
vuelvo a quedarme hipnotizada por Donovan Brent. Me pregunto de qué será esa pequeña cicatriz que
tiene sobre la ceja derecha. ¿Una pelea en un bar, un accidente de coche?
Me mira y automáticamente clavo mis ojos en el iPad. Ha sonreído. ¡Mierda! Eso sólo puede
significar que me ha pillado contemplándolo embobada.
—Pecosa, ven aquí.
Mentalmente me pongo los ojos en blanco. ¿Por qué no he podido mirar al techo?
Mientras camino hacia su escritorio, se levanta, coge una carpeta y se inclina para teclear algo
en el ordenador.
—No has firmado el acuerdo de confidencialidad —me comenta apoyándose, casi sentándose,
en la mesa y quedando frente a mí.
Es cierto. Salí escopetada para pedirle ayuda a Lola y no lo hice. Sonrío y me inclino para
firmarlo.
—Léelos —me ordena suavemente y por algún extraño motivo me siento incapaz de
desobedecerlo.
Cojo los papeles y comienzo a leerlos. Él no se mueve y tampoco aparta esos increíbles ojos de
mí. Otra vez, casi sin quererlo, levanto la mirada de los documentos y dejo que la suya me atrape.
Con el sol de la tarde atravesando el enorme ventanal, parecen casi verdes. Pero rápidamente me
obligo a apartar mi vista. No quiero volver a quedarme admirándolo embobada.
Lo noto sonreír; es un sonrisa arrogante pero increíblemente atractiva, muy muy sexy.
—¿Qué tal el primer día de trabajo? —pregunta con su voz grave y masculina.
—Bien, muy bien —musito volviendo a alzar imprudente la cabeza.
Su mirada se clava de nuevo en la mía y, robándome cualquier tipo de reacción, se inclina sobre
mí hasta que su cálido aliento acaricia mi mejilla.
—Me alegro, porque no quiero que tengas que cortarte esos dedos. —Su voz se agrava aún más
sensual y yo tengo que concentrarme en no suspirar—. Apuesto a que estuviste toda la noche
pintándote las uñas para que te hicieran juego con ese vestidito.

Manhattan Crazy Love - Cristina Prada Donde viven las historias. Descúbrelo ahora