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Su boca está peligrosamente cerca de la mía. Su mirada brilla indomable y me hipnotiza una vez
más.
—Me has llamado Katie —murmuro con una sonrisa nerviosa en los labios.
—Lo sé. —Él también sonríe—. Ni siquiera entiendo por qué, pero algo dentro de mí sólo
quiere que quieras complacerme.
Mi sonrisa se ensancha. El corazón me late de prisa y un anhelo hecho de pura electricidad me
recorre entera. Suspiro con fuerza. Quiero que me bese, aunque sea la idea más temeraria y kamikaze
que he tenido en todos los días de mi vida.
—Veintiuno, setenta y dos, ciento tres —susurra y, ¡por el amor de Dios!, ha sonado
increíblemente sensual—. Prométeme que irás al ático.
—Te lo prometo.
Respondo sin ni siquiera pensar, pero lo cierto es que ahora mismo no quiero ir a ningún otro
lugar.
Donovan cierra los ojos y, cuando vuelve a abrirlos, su determinación ha regresado y sé que no
me besará. Se separa suavemente y desbloquea el ascensor. Las puertas se abren al instante.
—Tienes trabajo que hacer —me recuerda y, en realidad, es más bien una suave orden.
Yo asiento y, rezando para que las piernas me respondan, salgo del ascensor. Me doy cuenta de
que, sin quererlo, me he encontrado demasiadas veces en situaciones de este tipo desde que lo conocí.
Situaciones en las que queda claro cuánto le deseo.
A solas en el despacho, respiro hondo. Ha sido uno de los momentos más intensos de toda mi
vida.
A las seis, minuto arriba, minuto abajo, salgo de la oficina. He ido a buscar varias veces a Lola,
pero Mackenzie me ha dicho que hoy tenía reuniones con el señor Seseña por toda la ciudad y me
sería difícil localizarla.
Voy hasta el ático en metro. En la puerta tengo un último ataque de dudas. Si subo, ya no habrá
vuelta atrás. Me estaré mudando con Donovan, el hombre que esta tarde ha conseguido que me
enfadase como nunca y, casi al mismo tiempo, lo desease como no había deseado a nadie en toda mi
vida. Mi sentido común me dice que es una auténtica locura, pero una parte de mí, esa que brilla con
fuerza cada vez que él está cerca, me pide, casi me suplica, que entre.
Resoplo y, antes de que la decisión se cristalice en mi mente, estoy empujando la enorme puerta
de cristal del número 778 de Park Avenue.
—Buenas noches —me saluda el portero amablemente.
—Buenas noches.
Me sonríe pero no aparta su profesional mirada de mí. Supongo que quiere saber adónde voy.
No es el mismo que me vio salir con Donovan esta mañana.
—Voy al ático del señor Brent —le aclaro.
—¿Es usted la señorita Conrad?
Frunzo el ceño.
—Sí —respondo confusa.
—Han dejado esto para usted.
El portero rodea el mostrador y sale a mi encuentro con la maleta y la mochila que le dejé al
chófer. Había olvidado que las traería hasta aquí.
—Muchas gracias.
Hago el ademán de cogerlas, pero él insiste en llevarlas hasta el ascensor.
—Gracias —repito esperando a que salga del elevador para entrar yo.
—El señor Brent me pidió que le recordara «tres huecos, tres números».
Sonrío y asiento.
Donovan Brent, eres un capullo. Aunque, mal que me pese, mi indisimulable sonrisa sigue ahí.
Marco los números en un pequeño panel digital y las puertas se cierran automáticamente.
Cuando se abren, estoy en el vestíbulo del ático.
En el apartamento no hay rastro de Donovan, pero todo parece más limpio y ordenado. Supongo
que tiene servicio y viene por las mañanas.
Llevo mi maleta y mi mochila a la habitación, pero no las deshago. Soy plenamente consciente
de que es una estupidez, ya estoy viviendo aquí, pero prefiero darme un poco más de tiempo antes de
instalarme con todas las letras.
Aún estoy acomodando mi maleta en un rincón del inmenso dormitorio para que moleste lo
menos posible cuando llaman por teléfono. Es el fijo. Corro hasta el salón y descuelgo.
—¿Diga?
Automáticamente me pongo los ojos en blanco. Otra vez he descolgado sin preguntarle a
Donovan si quiere que lo haga o prefiere que deje saltar el contestador.
—¿Diga? —repito—. ¿Hola? —Espero unos segundos—. ¿Hola?
Supongo que se habrán equivocado o quizá sea un ligue de Donovan que ahora mismo está
llorando subida a sus altísimos tacones de marca pensando que él está casado. Sin darme cuenta
vuelvo a sonreír, pero en cuanto comprendo que lo estoy haciendo paro de golpe. Tengo que dejar de
alegrarme con estas cosas.
Regreso a la habitación, me pongo uno de mis pijamas, pantalón corto y camiseta, nada de
franela para mi desgracia, y monto de nuevo mi cama en el sofá esperando pasar la noche en ella.
Antes de acostarme me tomo las pastillas y gracias a ellas y a lo cansada que estoy, apenas aguanto
despierta unos minutos. Otra vez me duermo contemplando las vistas. Son espectaculares.
Noto unos brazos alzarme del sofá. Adormilada, hundo la cabeza en su cuello. Huele
maravillosamente bien, como siempre, sólo que ahora ese olor a suavizante caro y gel aún más caro
se ha mezclado con otro suave y dulzón, a whisky creo, y la combinación lo hace todavía más
irresistible. Más aún cuando me trae recuerdos de nuestra noche en el club.
Donovan me deja con cuidado sobre la cama y me cubre con el nórdico. Involuntariamente
lanzo un suspiro al sentirme entre tantas almohadas en esta cama tan cómoda. Lo noto sonreír y tras
unos segundos alejarse de la cama.
Disimuladamente abro los ojos. Contemplo cómo se quita el reloj y lo deja sobre la cómoda. De
los bolsillos del pantalón se saca la cartera, el dinero y lo que parece una servilleta, y del interior de
la chaqueta, el móvil.
Se desviste e inconscientemente mi mirada se agudiza. Es terriblemente atractivo. Alto y
delgado, exactamente el cuerpo de uno de esos dioses griegos esculpidos en mármol. Se pone el
pantalón del pijama y con el movimiento los músculos de su espalda se tensan y armonizan. Una
visión abrumadora.
Rápidamente cierro los ojos al verle girarse y pocos segundos después noto el peso de su
cuerpo en la cama. Fingiéndome dormida, tengo que esforzarme en no suspirar o sonreír cuando
rodea mi cintura con sus brazos y estrecha mi espalda contra su pecho. Me acomoda contra él y sus
labios rozan mi pelo. Ahora mismo el corazón me late tan de prisa que por un momento temo que él
vaya a notarlo.
Me duermo pensando en lo bien que me siento y en cuánto me asusta eso.
Humm. Adoro esta cama. Me giro e inconscientemente busco a Donovan, pero no está. Suspiro.
Creo que adorar esta cama me traerá problemas.
Abro los ojos despacio y frunzo el ceño casi al momento al comprobar que todavía es de noche.
Me incorporo adormilada y doy un interminable bostezo. No sé la hora exacta, pero la noche está aún
completamente cerrada.
Me bajo de la cama y, al poner los pies en el parqué, encantadísima, suspiro otra vez. Adorar
este suelo a veinticinco perfectos grados creo que también me traerá problemas.
Me dirijo a la puerta del salón y, nada más abrirla, Donovan roba toda mi atención. Está sentado
en el suelo, con la espalda apoyada en el sofá. Juega con un vaso, con lo que imagino que es whisky y
hielo, entre las manos. Le da un largo trago y pierde la mirada en el inmenso ventanal.
No sé por qué, pero no parece el Donovan Brent de siempre.
Alza la mano y despacio se la lleva al costado a la vez que pronuncia algo, un susurro que no
logro entender. Después se toca el brazo izquierdo en dos sitios, el hombro derecho y la cicatriz
sobre la ceja. No es algo arbitrario. Sabe perfectamente dónde está dirigiendo sus dedos. Todos sus
movimientos son muy lentos, incluso muy tristes. Con cada uno, vuelve a pronunciar algo que no
puedo entender. El dolor se hace más patente en cada susurro, pero al mismo tiempo se llena de rabia
y, sobre todo, de una cristalina soledad. Le da un nuevo trago a su whisky y simplemente se queda ahí
sentado.
Quiero acercarme, comprobar si está bien o simplemente hacerle compañía, pero lo cierto es
que no sé cómo reaccionaría. ¿Qué le habrá ocurrido? Cuando salió de la oficina, no parecía estar
preocupado por nada.
Durante un par de minutos sigo debatiéndome sobre si acercarme o no. Finalmente niego con la
cabeza y giro sigilosa sobre mis talones. No quiero que piense que, porque esté aquí, ha perdido por
completo la intimidad de su casa, incluyendo la de su salón a las tantas de la madrugada.
Además, Donovan Brent no necesita a nadie.
Me duermo sin que haya regresado a la cama.
Me despierto de nuevo sola en la inmensa cama. Ya es de día. Ruedo por el colchón hasta hundir
mi cabeza en la almohada y bostezo. Humm... es la almohada de Donovan y huele exactamente como
Donovan. Soy patética, pero no me importa.
En mitad de mi éxtasis olfativo, pienso en él y en lo que vi de madrugada en el salón. Quizá
debería preguntarle con naturalidad. Tal vez le venga bien hablar de ello. Puede que Donovan Brent sí
necesite a alguien.
—Pecosa, qué tierno —comenta socarrón y odioso desde la puerta—. De todas las estupideces que te he visto hacer, que huelas mi almohada me parece la más adorable.
Automáticamente levanto la cabeza y me bajo de la cama de un salto. Lo fulmino con la mirada y
él sonríe encantadísimo con la situación. El cabronazo no podía estar más guapo con ese traje azul
oscuro y la camisa blanca. Mick Jagger iba empezar a cantar, pero mi mirada le ha frenado en seco.
Me meto en el baño y cierro de un portazo. Quizá Donovan Brent sea gilipollas, y soy
plenamente consciente de que puedo ahorrarme el «quizá».
Me doy una ducha rápida y me pongo mis vaqueros favoritos. Están algo viejos, pero me
encanta cómo me quedan. Una parte de mí me odia por no haber elegido cualquiera de los vestidos
que he traído, pero, después de cómo me sentí durmiendo ayer con él, los vestidos se quedan bajo
llave hasta nueva orden.
Mientras me peino, me pregunto si habrá algún tipo de maquillaje para tapar las pecas, pero tras
un microsegundo tuerzo el gesto.
—Qué estupidez —me riño en voz alta frente al espejo.
Mis pecas no van a moverse de ahí.
—Buenos días —lo saludo caminando hasta la isla de la cocina.
Trato de no mirarlo demasiado. Estoy enfadada y no pienso darme la oportunidad de recrearme
con lo bien que le queda la ropa o ese pelo a lo actor de Hollywood.
—Buenos días —responde dándole un trago a su taza de café—. Vaqueros, interesante —afirma
socarrón.
—Soy una chica con recursos —me defiendo.
Y, sin quererlo, en mi voz ya no hay rastro alguno de mal humor. No puedo evitar que en el
fondo ese bastardo me parezca divertido.
—¿Sabes? Ésa es una de las pocas cosas que siempre he tenido claro de ti, Pecosa.
Sonríe y yo también lo hago.
—Hoy tendré que pasar la mañana en la universidad —le anuncio.
—Muy bien, diviértete y haz muchos amiguitos.
Le hago un mohín que provoca que su sonrisa se ensanche mientras se dirige a su estudio al
fondo del pasillo. Verle alejarse me da la oportunidad de contemplar una vez más su manera de andar
tan masculina. Suspiro discreta a la vez que mi sonrisa también se ensancha. Al margen de todo, es
una visión muy agradable por las mañanas.
Los profesores de cada asignatura me hacen un enorme favor, supongo que obligados por el
rector Nolan, y me reciben a primera hora. Me explican el programa y la mejor bibliografía para
ponerme al día. Así que me paso el resto de la mañana en la biblioteca de la universidad, rodeada de
libros y aprendiendo conceptos como gestión macroeconómica del flujo de inversiones. Exactamente
tan divertido como suena.
Mi iPhone vibra sobre la mesa de madera. Miro la pantalla. Es un WhatsApp de Lola.

Manhattan Crazy Love - Cristina Prada Donde viven las historias. Descúbrelo ahora