Y quizás toda la fe la deposité por detrás de lo que siempre nos dije, en alguna instancia muy íntima nos mentí todo el tiempo.
Es verdad, dije no ser creyente unas cuantas veces, no creía en algo ajeno, tampoco en vos, menos en mí; y los engaños se me fueron de las manos, sino fijate en todo esto – mirá, che -, toda la fe que nunca tuve se manejo por la espalda, vil traición, una pesada ingenuidad que en realidad denotaba lo infiel, lo desgraciado, lo cínico y mentiroso. Yo estaba acá, viviéndote, posado en tus muros, en tus estructuras, sembrando entre las fallas tan torpemente que dejaba caer semillas desde mis bolsillos al espacio entre tus muros, y jamás, pensé por dentro, jamás intenté pasar.
Vi a mi fe por primera vez a la cara, recibiéndome (a mí mismo) en la partida, y una cachetada casi religiosa me volteó de frente hasta tu recuerdo, una estructura endeble, golpeada, agrietada y florecida por toda falla, por todo quiebre, por todo muro.
Deposité, mi fe, en algo más que jamás iría a ver, como si encontrase la cura a una enfermedad, que ya me habría condenado a esta altura, pero que no condenaría, ni fulminaría, a nadie más. Y sólo te pido entonces, querida fe, que después de esto, y a su vez antes de mi muerte, me saques las lapiceras, los lápices y anotadores, porque muy probablemente, cometa un asesinato.