En el lenguaje, en la palabra, en las canciones o en la prosa ausente. En los tactos que no dicen nada, en las formas de transitar los caminos que siempre pretendían llegar a alguna parte, en los ojos de todo lo que no tenía incumbencia. En las citas descolocadas en bares o cafés repletos de lo inúltimente hermoso, de lo prolijo, en las charlas que hablaban de nosotros con gentes que nunca conoceríamos o que encontraríamos casi casualmente para forzar disgustos. Buscar, en donde todo lo mundano encuentra curiosamente mundo; y ahí, no había nada. ¿Pero cómo convencernos de que toda respuesta estaba en el silencio, en los escalofríos, en los ruidos primitivos casi imperceptibles en la noche? Cómo buscar un pacto en la vergüenza, cómo hablar sin ningún medio definido, cómo hallar una manera inexistente e inexplicable de comunicarnos, y cómo asumir que de alguna forma ésta llena. Y un punto cercano al alba da con el instinto, con lo más primitivo e informal de toda la existencia, se descubre de nuevo el fuego y la nieve, y ahora no queman ni helan tanto. Había algo que nadie podía contarnos de ninguna forma, porque todo lo que se contaba estaba en el idioma, uno que florece en toda plaza, en toda calle, esquina o bar, y a pesar de que podemos usarlo, replicarlo, entenderlo, no somos ni seremos (sin saber si en privilegio o en pena) capaces de utilizarlo.