Tomioka Giyuu vive en el presente... pero su corazón no es capaz de dejar ir el pasado.
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• Posibles spoilers de los capítulos 130-131 del manga.
• Crédito a Koyoharu Gotōge por Kimetsu no Yaiba.
• Crédito a @2fPU2vdz6OBQOzD (Twitter) por el fana...
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Tomioka Giyuu recuerda el olor de las tardes en la montaña.
No es un olor que pueda describir con palabras, pero él lo intenta. Se ha calado tan a fondo en su olfato que ya no es capaz de olvidarlo. Incluso si lo intenta. Pero no es como si quisiera intentarlo.
La montaña tenía distintos olores, dependiendo de la hora del día y la estación. En primavera olía a glicinias y rocío fresco; en verano, al cobrizo aroma de las pieles acaloradas y el vapor de las aguas termales más calientes de lo normal; en otoño huele a tranquilidad, pero también un poco a tierra seca por los vientos que azotan por las fechas.
En invierno huele a la nieve. Sí, nieve. Tiene un olor tan fuerte que es capaz hasta de congelar tus fosas nasales, que se entremezclan con el humo de la chimenea de Urokodaki montaña abajo.
Pero para Giyuu, no importa qué estación sea... la montaña siempre lleva impregnada el aroma de Sabito.
Giyuu lo conoce. Lo conocía de memoria, desde siempre. Le avergüenza admitir que lo conoce más que a su propia esencia; a veces, incluso, siente como si Sabito fuese más parte de él que sí mismo. Y es extraño, y no sabe ponerlo tampoco en palabras, pero eso no le importa.
No necesita que nadie más lo entienda.
Si alguien más se lo preguntara, seguro pensaría que Giyuu está loco. O que es solo un tonto enamorado que no consigue dejar de ver a su amado en todas partes.
Todavía se acuerda, aun ya con veintiún años, de esa primera tarde juntos luego de que Urokodaki les arrastrara a pasar tiempo de calidad.
Makomo todavía era un bebé que apenas lograba pararse sobre sus dos piernas regordetas. Sabito no era ningún bebé, incluso si tenía la misma edad que Giyuu.
Y Giyuu sí que se veía a sí mismo como un bebé. Uno torpe, y también muy llorón. Desde que Urokodaki le encontró deambulando por las calles de su antigua villa, tras el asesinato de su dulce y hermosa hermana —con el correr de los años, Giyuu olvidaba el aroma de Tsutako; a un suave aceite de rosas y nardo, entremezclado con el vapor del arroz que se impregnaba a aquellas personas que cocinaban a menudo—, Giyuu solía prenderse de la túnica del anciano con una mano y se secaba las lágrimas con la otra.
Sabito, no.
El chico era todo lo opuesto. Pese a tener poco menos de diez años, Sabito ya tenía el porte de un joven hombre: hombros firmes y anchos, mirada dura, semblante de acero.
Y aunque Giyuu podría haber desvariado una eternidad sobre la manera en que Sabito se veía —y eso vendría más adelante, con los años—, ese primer recuerdo de la manera en que el otro muchacho olía es lo que se quedaría con él para siempre.
—¿Qué pasa? —le pregunta Sabito sin una pizca indulgencia y sus graciosas cejas fruncidas—. ¿Acaso no sabes hablar?
Giyuu lo recuerda con dulzura, y puede que una sonrisa se le escape de los labios al pensar en Sabito de esa manera. El chico que siempre parecía enojado, pero que nunca lo estaba realmente. Aquella solo era su coraza para sobrevivir en un duro mundo infestado de demonios.