Parte 22

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  Me desperté tarde para lo que soy yo. A la una. Pero recién me pude dormir como a las ocho y media. Tampoco es que había dormido tanto. Por un momento pensé si no había tomado un poco de más la noche anterior, me dolía la cabeza y tenía una sensación resacosa. Pero no había tomado casi nada. Me había comido todo. Eso sí. Vi el pote de helado vacío sobre el escritorio. Imposible negarlo. Me sentía un globo aerostático. Además me estoy por indisponer. Todo junto. Antes de bajar pasé por delante del espejo y me puse de perfil. Saqué un poco de panza, tengo un embarazo de cuatro meses por lo menos. Me prometí mientras bajaba la escalera no comer casi nada en todo el día. Mates y fruta, bueno, alguna tostada a la tarde. A lo mejor a la noche hasta cenar liviano. En el último escalón me di cuenta de que no lo iba a poder sostener.

  Hasta ahí, la vida misma. Hasta la barra desayunadora. 

  Porque cuando giré para buscar la pava para los mates, lo vi.

  Arriba de la barra. Un sobre blanco.

  Un sobre blanco, con mi nombre escrito en negro.

  Unas letras ondulantes que decían Rafaela Rivera.

  Me quedé helada, como en el juego de la estatua. Igual. Mientras mi mano se acercaba al sobre pensé en Simón. Tenía que ser Simón. ¿Quién iba a mandarme una carta?

  Y así, con el pantalón piyama a rayas, la remera vieja blanca de mangas largas que uso para dormir, descalza, giré el sobre.

  Rte.: Manuel Rivera.

  Papá.

  Mi papá.

  Lo primero que pensé fue "¿qué onda?" Porque sí, ¿una carta?

  Leí el nombre y sentí como una patada en el pecho. Feo.

  Feo también pensar que era Simón y que fuera papá. El regreso de los muertos vivos. Claro, cómo no asociarlos, si cuando las cosas se complican los dos tienen la fragilidad de desaparecer. Y hasta me dan ganas de desaparecer a mí. Esa es la cagada.

  Me gusta tu corte. Carta. Qué liviano parecía. Qué fácil.

  Y ahí me di cuenta de que estaba parada en la cocina, mirando un sobre con mi nombre, en el silencio de la siesta de domingo. Imaginé que mamá y Aitana habían ido al club. ¿Quién había dejado ese sobre para mí? Porque tal vez papá lo había llevado hasta casa, pero ¿quién lo había dejado esperando a que yo me despertara?

  Lo tiré sobre la barra. Y caminé hasta la bacha, llené la pava, la puse al fuego, y me lo quedé mirando apoyada contra la mesada. Como si estuviera vivo y pudiera emitir algún sonido o iniciar un movimiento. Pero ahí estaba, inmóvil.

  Abrí el tacho de basura para tirar la yerba del mate y me encontré con otro sobre blanco. Parecía una búsqueda del tesoro. Lo agarré y, sí, tampoco había que ser Sherlock. La misma letra ondulante. Aitana Rivera. Ni siquiera lo había abierto. No me imaginaba un universo donde Aitana le diera una chance a papá. Ni media. Nada. Para Aitana papá está muerto. Pensé en rescatarlo, solo por si algún día Aitana llegaba a querer leerlo, y decidí que no. Que esa era su decisión. Cada una que hiciera lo que le fuera orgánico. Preparé mate y me senté con el termo en la barra. Contrariamente a lo que hubiera esperado cuando todavía esperaba algo, no había alegría, no había alivio. Era amargo. Que apareciera así era porque un día había desaparecido. Y se sentía triste. No tenía la menor idea de qué podía decir. Podía ser una invitación de casamiento, una carta explicando lo que para mí no tenía mucha explicación, pidiendo disculpas, culpando a mamá, dejándonos la herencia de su fortuna conseguida una vez que se había ido, podía ser cualquier cosa. Pero mirándolo era plenamente consciente de que iba a cambiar mi vida. Y me parecía bastante violento que él desapareciera y la cambiara y apareciera y volviera a cambiarla, todo cuando a él se le cantaba. Y lo que nosotras tres habíamos necesitado, cada vez que lo habíamos necesitado, ahí brillaba su ausencia como una estrella feroz. 

  Me volvió a la cocina un mensaje. Pensé que podía ser Rosario queriendo novedades de la noche anterior pero era Aitana. 

  ¿Te levantaste?, me escribía. 

  Sí. Feliz Navidad, Año Nuevo, Reyes, cumpleaños y domingo, le respondí irónica. 

  Perdón que no me pude quedar, tenía partido con las chicas y no podía dejarlas en banda. ¿Estás bien?, me preguntó.

  No tengo ni idea qué quiere, le respondí. 

  No pienso leerlo. Es un extraño. No lo conozco. No lo puedo creer, ¿quién se cree que es?, vomitó en otro mensaje. 

  Me quedé en silencio y volvió a tipear, veloz: 

  ¿Sabés cuál era el tema de mamá? Cómo aparece en domingo, sabiendo que ella tiene que ir al club, ¿quién va a contener a Rafaela? Obvio que se autoconvenció de que vos vas a estar bien. 

  Me mordí el labio. Los dilemas de mamá.

  Se autoconvenció de que ella está bien y es feliz, escribí.

  Emoticón de Aitana, de ojos redondos. 

  Nos vemos más tarde, te quiero, le mandé y cerré el chat.

  Y ahí, el sobre. No lo pensaba abrir. No lo pensaba tirar pero no tenía ganas de saber.

  Y a la vez siempre supe que este momento iba a llegar, un día u otro, a mis veinticinco, a mis treinta o a mis diecisiete como está pasando, un día de esos que parecen como todos los demás iba a aparecer papá. Y se iba a abrir otro mundo. Jamás supe qué iba a hacer cuando eso sucediera. Aitana lo tenía clarísimo. Yo no. A veces pensaba que después de algunas charlas adultas y muy despacio podría acercarme a él. Y otras, no quería saber nada. 

  Lo que sí tengo claro es que lo que hizo papá habla de quién es él, aunque mil veces había pensado que la culpa la teníamos nosotras, mamá, Aitana y yo. Lo que había hecho hablaba de él, no de nosotras. 

  Lo mismo, exacto, aplica a Simón.

  Sonrío entre las lágrimas, me seco la cara. Muy infeliz coincidencia.

  Y no puedo parar de llorar.

Intermitente Rafaela - Mariana FuriasseWhere stories live. Discover now