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Tenía el presentimiento de que estaba a punto de encontrar algo —o que algo estaba a punto de encontrarle a él—

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Tenía el presentimiento de que estaba a punto de encontrar algo —o que algo estaba a punto de encontrarle a él—. Dejó las maletas al pie de la cama a la espera de abrirlas en otro momento o quizás otro día; fue hasta la cocina y allí estaba la mujer por la que tantas veces había dado la cara.
—Oye, Rocío —comenzó a hablarle a su madre. Ella ni siquiera apartó la vista de la nevera mientras la ordenaba.
—Deja de llamarme por mi nombre.
Su hijo se rió sin muchos ánimos, con las manos en los bolsillos de la sudadera. Volver a aquella casa le había dejado sin fuerzas, como cuando era un niño.
—Creo que voy a bajarme un rato. A tomar el aire.
—O a fumarte la cajetilla entera —bromeó su madre—. Tú haz lo que quieras, que yo no me voy a mover de aquí.
Se mantuvo quieto durante unos segundos más, observando a aquella mujercita que parecía menguar con los días, de mirada cansada pero casi siempre con una sonrisa afable en el rostro. Dio media vuelta y se marchó escaleras abajo hasta llegar a la puerta del portal. El tiempo ahí no parecía haber pasado: la misma grieta en el cristal, las mismas pintadas en la pared y la misma gente viviendo. Bueno, en realidad eso era lo que ponía en los buzones, pero aquel edificio había quedado más solitario que él en los últimos años.
Se aproximó a una pared del exterior, con el frío calando por la ropa y una mano ya buscando en su bolsillo un cigarro que llevarse a los labios. El humo le hizo entrecerrar los ojos y se sintió momentáneamente más cálido y acogido con aquel sabor en su boca; por un momento pensó que su hogar podría ser cualquiera mientras tuviese tabaco a su alcance.
Entonces unas voces llegaron hasta sus oídos para sacarle de sus pensamientos, cercanas, conocidas, pero algo distintas. Se acercó con cautela hasta el origen de la conversación y allí vio a un pequeño grupo de cuatro personas pronunciando comentarios de vez en cuando.
—No puede ser —dijo uno—. ¡No puede ser! El mismísimo Adrià.
El joven no pudo evitar sonreír incluso con dientes, dejando escapar el humo por las comisuras de su boca. Sujetó el cigarro con su media sonrisa y se abrió de brazos.
Para entonces ya todos se habían parado a verle y sonreír al confirmar que era él: el mismísimo Adrià.
—Has vuelto —comentó entusiasmada una gitana de pelo negro, sentada en el regazo de otro de los presentes. Se levantó con ganas, acomodándose por encima de la cintura los pantalones ajustados que llevaba, enmarcando esas bonitas piernas que él tan bien conocía. Se lanzó a sus brazos y dejó que le estrechara como si fuese una despedida para no volver a verse en lugar de un reencuentro. Eso fue lo mismo que le faltó hacía años, cuando se marchó de su hogar; ese abrazo era el que habría necesitado para irse con más fuerzas o para destrozarle del todo, pero, fuera como fuese, lo había necesitado durante todo el tiempo que estuvo desaparecido por lugares nuevos, huyendo de su pasado junto a su madre.
A él le dio tiempo de olerle el pelo con sólo dos inspiraciones y sonreír; cuántos momentos se habían quedado grabados en su almohada junto a ese aroma de frutas y menta.
—Pensé que habías desaparecido para siempre.
—No tendréis esa suerte conmigo.

Se separó de ella sin ganas disimuladas y fue a saludar al resto de aquellos amigos que había dejado atrás.
—Tío, no cambias ni aunque te paguen —le soltó el primero que le había visto, con trenzas en la cabeza y un porro a medio liar en sus manos. Ricardo.
—Lo mismo te digo —respondió Adrià, dejando caer la dirección de su dedo índice sobre las manualidades que hacía el otro.
—Sí que ha cambiado —intervino Martina—: está más guapo ahora que ha engordado un poco.
Adrià sonrió con orgullo y se palmeó el estómago sobre la chaqueta. Era verdad que había conseguido ganar peso, pero aún estaba por debajo de la media ideal.
Se giró con los ojos encendidos en alegría y estrechó la mano de aquél que había tenido sentada a Martina encima.
—Tío, nos has hecho mucha falta todo este tiempo —comentó el joven, con el pelo rapado a los costados de la cabeza, recogido el resto en un moño.
—Sí. —Ricardo se llevó el porro a los labios mientras asentía—. Nos hemos fumado tu parte siempre con mucha pena.
El aludido se rió, acercándose hasta la otra joven allí presente, Camila, y besándole la mejilla derecha con una sonrisa. Ella parecía un poco más distinta: se había cortado su larga melena rubia, de la cintura hasta por encima de los hombros, un pelo liso artificial. Pero aun así ninguno parecía haber cambiado lo suficiente, y es que él creía que llegaba un período de edades en el que no existía tanta diferencia de una a otra. Todavía parecían esos adolescentes que pasaban el día en las calles fumando sin preocupaciones y desafiando a la vida, pero algo había cambiado sin querer: habían madurado un poco más. No recordaban haber tenido ninguno de ellos una infancia memorable, pero sí habían sido unos jóvenes problemáticos o simplemente despreocupados de los asuntos que les rodeaban, a menos que fuesen sus propias vidas. Habían sobrevivido durante ese tiempo y era lo que importaba.
—¿Dónde has estado? —preguntó en nombre de todos Camila.

Un cielo color vinoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora