Martes 9 de septiembre de 1980

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Al Paz lo estoy llamando de un teléfono público que está en El Faro de Apoquindo. Son las diez de la mañana. Debería estar en el colegio, pero tengo demasiado en la mente como para prestar atención a cosas que no me interesan ni me sirven. Lo único que deseo es hablar con dos o tres personas claves. Necesito averiguar si todo lo que me está pasando es verdad. Hay cosas, por ejemplo, que uno vive a solas pero que solo cobran vida cuando logra compartirlas con alguien que también está interesado, que engancha. Eso es lo que me

sucede ahora. Quiero contarle al Alejandro Paz sobre Holden y agradecerle que me haya prestado el libro. Es raro: hoy, a esta hora de la mañana, me siento mucho más cerca del Paz que antes. Y llamo de nuevo. El Paz no está. Pero así es el mundo: inversamente proporcional a las necesidades y deseos de uno. Por eso cuesta tanto estar en él, creo.
Camino por las tiendas del sector y entro a la heladería que está justo debajo del Faro. No compro nada. Después doy vueltas y me saco la corbata, la escondo en el bolsillo de mi chaqueta y me abro el cuello y los
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primeros dos botones de la camisa. Así y todo, conservo una imagen de colegial que no me la quita nadie. El estacionamiento de El Faro está repleto de autos y camionetas de la legión de madres que a esta hora aprovechan de ir de compras o al Almac que está enfrente. En una tienda de deportes miro unas zapatillas y accesorios para bicicletas que acaban de llegar de Italia. Justo al lado hay una boutique de ésas que han surgido por toda la ciudad, especializada en arte chino. Entro, un gong suena en alguna parte y una mina un poco mayor que yo, con una pinta de china que no se la puede, me saluda: —Hola, soy Jessica, ¿te puedo servir en algo? Me dan ganas de responderle algo divertido o medio caliente pero mi mente me traiciona y le digo:
—Estoy buscando algo para mi madre. Ella adora China. Y todo el Oriente, la verdad. Excepto Japón, claro. Yo incluso nací en Hong Kong.
—¿Sí? —me dice esta Jessica disfrazada con un kimono rojizo que le aprieta todo el cuerpo.
—Mis padres son chilenos, eso sí. Lo que pasa es que el papá tiene un banco y todos los negocios importantes ahora se hacen en Oriente.
La mina, que tiene los ojos achinados, abre sus párpados hasta el límite de sus posibilidades. La he impresionado, veo.
—¿Y tú? —le digo—. ¿Qué origen tienes? —No, yo soy chilena no más. De Renca. Claro que mis abuelos son del sur. Cerca de Osorno.
—Increíble. Yo pensaba que tenías sangre mandarina. Ella se sonroja y pienso en los camarones a la mandarina del restorán Danubio Azul. Mejor cambio de te-
nía, pienso, porque hasta ahí no más llegan mis conocimientos chinos.
—Bueno, Jessica, el motivo de mi visita es que tengo que comprarle un buen regalo a mi madre. Algo simbólico. Y caro. Nada falso ni armado en Chile.

Jessica me mira sorprendida.
—¿Qué le hace falta? Un bonito florero, por ejemplo, es un buen regalo de cumpleaños.
—No, si ella no está de cumpleaños. El que lo está soy yo. Por eso le voy a obsequiar algo. Es una vieja tradición oriental: que el hijo le regale un presente a la madre como señal de agradecimiento por haberle dado la vida. Y como a mí me ha ido bien, creo que lo justo es comprarle algo inolvidable. No es una cuestión de precios, Jessica, sino de honor.
—Veamos —me dice—. Creo que entonces lo mejor serían estas porcelanas.
Las miro y me parecen realmente horribles, picantes, esencialmente horrorosas.
—No, Jessica, algo de buen gusto.
—Lo siento, joven, pero éstas tienen muy buena salida.
—Me has decepcionado. Yo pensaba que podías distinguir lo que era bueno y fino de lo que es rasca, chulo, cuma, qué sé yo.
Ahora sí que la mina está enojada. También me fijo que, tras un biombo dorado con unos dragones pintarrajeados, hay un viejo con las orejas muy peludas que nos está mirando fijo.
—Bueno, Jessica, nada personal pero creo que deberé conformarme con el típico Rolex. Gusto de conocerte.
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Feliz once de septiembre. Espero que votes correctamente. Hasta luego.
No me responde.
Abandono la tienda, escucho el gong y me largo a correr a la velocidad de quien ha robado algo. Me he vuelto un mentiroso, pienso. Y me da risa. Sigo caminando por Apoquindo en dirección a Providencia, pensando en Jessica y en mi pequeña actuación. Y me doy cuenta de que sí, quizás es verdad, quizás Holden, o su voz, o su forma de ser, sí pueden ser

MALA ONDA -alberto fuguetDonde viven las historias. Descúbrelo ahora