Miércoles 10 de septiembre de 1980

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Estoy teñido de rojo, todo mi cuerpo lo está. Por la ventana diviso claramente las letras C e I, hechas de tubos de vidrio rellenos de un neón color granadina que ilumina el escritorio, la cama, las sábanas y mis manos. Como no hay tráfico y he corrido las gruesas cortinas para absorber el rojo que penetra, el rugido constante del neón taladra el silencio del toque de queda, ya por terminar.
Son las cinco cuarenta de la madrugada. Y estoy despierto. A medias. Pero he dormido un poco, gracias al Valium y a la necesidad de cambiar de tono. No he soñado, eso lo tengo claro. Tan solo dormí. Cuando desperté y lo vi todo rojo, supe de inmediato dónde estaba.

No me asusté ni dudé por un segundo. Estaba en el City Hotel, en la habitación 506, en pleno centro de la ciudad, no lo suficientemente lejos aún de todo lo que me trajo hasta aquí en primer lugar.
Este lugar es de lo mejor, pienso mientras trato de domesticar esta almohada ajena e inmensa. El hotel posee un aire atemporal: el ropero de madera, redondo y con panza; un viejo televisor Grundig con radio inclui-
da; el inmenso baño tapizado de azulejos negros y blancos como un tablero de ajedrez, con un bidet inútil que sobresale como una estatua y un espejo tan redondo como las ventanas de un transatlántico.
Resuelvo darme un baño de tina, hirviendo: algo que jamás podría hacer en mi casa a estas horas. Me levanto, voy al baño y abro la llave del agua caliente. Intento sintonizar algo en la Grundig pero a esta hora no hay FM. Pongo, muy despacio, la onda corta y encuentro una estación de una base militar norteamericana que toca jazz. Abro la ventana y me asomo: desolación absoluta y completa.
Vuelvo al baño. La tina está casi llena y humeante. Apago la luz. Hay otro neón, verde, que incide en la ventana del baño y el agua adquiere un tono verde espeso. Me meto al agua y es como si me sumergiera en varios litros de licor de menta recalentado. Cierro los ojos pero da lo mismo: igual está oscuro. Es mejor tenerlos abiertos. El verde le da al lugar un toque extra y el jazz —Thelonius Monk, anuncian— lo envuelve todo. Pienso: esto no lo puedes olvidar, esto es lo que andabas buscando.
El ascensor es enrejado, como en las películas de gangsters y detectives privados.
—Buenos días —me dice el botones, que viste un uniforme verde y un sombrero como una taza de café sin oreja.
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—Hola, qué tal.
Cierra las rejas y el ascensor comienza a bajar.
—Disculpe —le digo—, pero, ¿de dónde sacó ese sombrero?
—No sé, es del hotel. Es parte del uniforme.
—Pero si yo quisiera uno parecido, ¿dónde podría ir? ¿Quién los hace?
—Realmente no sé. Pero el mejor lugar para encargar sombreros es Donde Golpea el Monito. En 21 de Mayo. No está lejos de aquí. Es la continuación de la calle Estado. Todo el mundo ubica la tienda. Basta preguntar.
—Gracias por el dato.
—Para servirle.
Salgo del ascensor, cruzo la galería que divide los dos edificios, veo que hace más frío de lo esperado y entro al lobby. Entrego mi llave al tipo del mesón, que no es el mismo de anoche. Miro la hora: diez y media de la mañana. Ahora estaría en clases de castellano. Con la Flora Montenegro.
—¿Dónde puedo desayunar? —le pregunto al tipo, que está concentradísimo leyendo La Tercera. —Al frente. En el mismo edificio donde está su habitación.
—Ya veo.
Cruzo la galería y entro al comedor que realmente parece sacado de alguna película en blanco y negro. Hay poca gente desayunando; todos leen diarios. No uno sino dos y hasta tres distintos. Incluso toman apuntes. Me siento en una mesa redonda en una esquina, que da a una especie de patio interior con árboles.
Desde mi mesa veo los campanarios de la Catedral. —Buenos días, joven. —Buenos días. Quiero desayuno. —¿Continental? ¿Americano? Me acuerdo de los brunches de mi casa. —Continental no más. Disculpe, pero, ¿por qué tanta gente lee el diario?
—Son corresponsales extranjeros. Periodistas. Es por lo de mañana, ¿no?
El mozo se aleja y quedo solo. Aburridísimo. Esto me incomoda porque no tengo nada que hacer, me doy cuenta. Excepto pensar. O recordar. Comer es solo uno de los efectos secundarios de vivir solo, siento. Mejor que vaya acostumbrándome. Pero cuesta.
Extraigo el cheque de mi billetera: decido llenarlo. El mozo regresa con una bandeja donde hay varias cafeteras de plata, con leche, café y té.
—Señor, disculpe, ¿me presta un lápiz? —Cómo no.

MALA ONDA -alberto fuguetDonde viven las historias. Descúbrelo ahora