Prólogo

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Violetas

En una casa de un solo piso, con una puerta de madera y de un color azul pastel, habitaba una pequeña familia.

Un padre. De tez canela, cabello negro algo largo, ojos azules, de estatura media con una personalidad amable y desinteresada. Una mirada algo escalofriante, seductora y con un toque de locura.

Una madre. De tez blanca y cremosa, cabello rojizo oscuro, ojos verdes y afilados, estatura media, contextura delgada. Su rostro derrochaba amor, comprensión, belleza y perseverancia.

Y una hija. De contextura delgada, alta para su edad, cabello negro como su padre, hasta los hombros le llegaba. Ojos verdes como su madre y piel algo tostada en una perfecta mezcla entre ambos progenitores. Una mirada inocente, vivaz, expectante y curiosa. Y a la vez una actitud altanera, callada y perspicaz.

Aquella vez era una tarde de invierno, la pequeña niña de 6 años aún estaba triste por la muerte de su madre dos semanas atrás, si antes era callada ahora estaba casi en un voto de silencio. Miraba por la ventana de su cuarto hacia el jardín, abrazando a su pequeño peluche de tigre. Miraba con nostalgia el arbusto de violetas que se lograba ver desde aquel vidrio que la separaba de la llovizna.

A Carol, su madre, le encantaban esas flores, las cuidaba con mucho esmero a pesar de tener poco tiempo gracias al trabajo. Aquellas flores estaban hermosas, de un color oscuro, y al mismo tiempo, colorido. Eran las flores favoritas de ambas.

Aún podía escuchar a su madre cantar aquella melodía que rondaba en la cabecita de la niña. La voz un poco desafinada de su progenitora la cantaba con la dulzura en que le cantaba a ella por las noches.

En un pequeño impulso por la tristeza y de ya no poder sentir los abrazos de su madre, la pequeña se levantó descalza hacia el jardín.

Se acercó a aquel arbusto y con cuidado se acuclilló frente a las flores, olían a humedad, tierra mojada y un característico olor dulce, y en estos momentos, un poco agrio.

– ¿Ustedes también están tristes? –Les pregunto a las flores, aunque supiera que no le iban a contestar.

De un momento a otro un violento aire sopló en el jardín. La puerta que conectaba a la casa se cerró de golpe y al momento siguiente cayó un rayo tan ponente que hizo temblar el suelo y las ventanas.

La pequeña niña se volteó, confirmando que la puerta se había cerrado. Corrió hasta ella solo para darse cuenta de que estaba bloqueada y no la lograría abrir ni aunque quisiese.

Corrió a refugiarse al lado de lo último que le había dejado su madre: sus violetas.

La pequeña estaba hecha un ovillo y temblando más de lo que alguna vez pudo haber templado, su padre estaba en su cuarto cuando vio por la ventana que comenzaba a llover fuerte así que fue a buscar a su hija a su cuarto para ver si ella estaba ahí, sin embargo Elena no estaba ahí.

Y otro rayo cayó.

La niña gritó.

El padre corrió.

La lluvia arreció.

La niña se encogió.

El arbusto tembló.

El padre llegó

Y con impotencia miró.

Que un rayo la alcanzó.

Otro la tocó.

Y el último la electrificó.

Las violetas de ElenaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora