Capitulo 1

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Lochan  

 

Miro las pequeñas carcasas crujientes y quemadas desparramadas a través de la pintura blanca descascarada de las ventanas. Es difícil creer que estuvieron vivas alguna vez. Me pregunto cómo sería ser aprisionado en una caja de cristal sin aire, horneado lentamente por dos largos meses por el despiadado sol, capaz de ver al exterior, el viento agitando los árboles verdes justo enfrente de ti, lanzarte una y otra vez a la pared invisible que sella herméticamente todo lo que es real y vivo y necesario hasta que finalmente sucumbes: chamuscado, exhausto, abrumado por la imposibilidad de la tarea. ¿En qué punto una mosca deja de intentar escapar a través de una ventana cerrada? ¿Son sus instintos de supervivencia los que la mantienen intentando hasta que es no es físicamente capaz de más? O ¿finalmente aprende después de demasiados choques que no hay manera de salir? ¿En qué punto decides que suficiente es suficiente?

 Alejo mis ojos de las pequeñas carcasas y trato de enfocarme en la masa de ecuaciones cuadráticas en el pizarrón. Una delgada capa de sudor cubre mi piel, atrapando mechones de cabello contra mi frente, pegándose a mi camisa de la escuela. El sol ha estado derramándose a través de las ventanas de tamaño industrial toda la tarde y estoy sentado tontamente ante su total resplandor, medio cegado por sus poderosos rayos. La elevación de la silla plástica se entierra dolorosamente en mi espalda, mientras me siento semi reclinado con una pierna extendida y los talones apoyados en contra de un radiador recargado en la pared. Los puños de mi camisa cuelgan sueltos alrededor de mis muñecas, manchadas con tinta y mugre. La página vacía me mira, dolorosamente blanca, mientras trabajo en ecuaciones, escribiendo a mano de manera letárgica y apenas legible. El lápiz se desliza y se resbala en mis dedos pegajosos; despego la lengua de mi paladar y trato de tragar. No puedo. He estado sentado así la mayor parte de una hora, pero sé que tratar de encontrar una posición más cómoda es inútil. Demoro demasiado en las sumas, ladeando la punta de mi lápiz de modo que quede pegada al papel y hace un débil sonido de ralladura; si termino demasiado rápido no tendré nada que hacer además de mirar moscar muertas de nuevo. Me duele la cabeza. El aire está pesado, impregnado con la transpiración de 32 adolescentes abarrotando un acalorado salón de clases. Hay un peso sobre mi pecho que me dificulta respirar. Es algo más que este cuarto árido, este aire rancio. El peso descendió el martes, en el momento en que caminé a través de las puertas de la escuela, de vuelta a encarar otro año escolar. La semana no ha terminado y ya siento que he estado aquí toda la eternidad. Entre estas paredes de la escuela, el tiempo fluye como cemento. Nada ha cambiado. La gente aún es la misma: rostros vacíos, sonrisas desafiantes. Mis ojos se deslizan a través de ellos mientras entro a los salones de clases y sus miradas pasan a través de mí. Estoy aquí pero no aquí. Los maestros me anotan en el registro pero ninguno me ve, porque hace tiempo que he perfeccionando el arte de ser invisible.  

 Hay una nueva profesora de inglés, la señorita Azley. Alguna joven brillante de

Abajo del Todo: un descomunal cabello rizado agarrado por un pañuelo de arcoíris, piel bronceada y enormes aros de oro en sus orejas. Parece alarmantemente fuera de lugar en una escuela llena de profesores cansados, de mediana edad y de rostros delineados con amargura y decepción. Sin duda alguna, como esta australiana regordeta y alegre, ellos entraron a la profesión llenos de esperanza y vigor, determinados a hacer la diferencia, prestar atención a Gandhi y ser el cambio que quieren ver en el mundo. Ahora, después de décadas de políticas, la burocracia de la escuela y control de masas, la mayoría se ha rendido y están esperando el retiro temprano, con crema pastelera y té en la sala de profesores como punto culminante del día. Pero la nueva profesora no ha tenido el beneficio del tiempo. De hecho, no se ve mucho mayor que algunos de sus pupilos en el salón. Un grupo de chicos hacen estallar una cacofonía de silbidos de admiración hasta que ella se gira para encararlos, mirándolos desdeñosamente hasta que comienzan a parecer incómodos y apartan las miradas. No obstante, surge una estampida cuando ella ordena que todos dispongan los escritorios en un semicírculo, y con todos los empujones, juegos de pelea, golpes ruidosos entre escritorios y deslizamiento de sillas, tiene suerte de que nadie salga lastimado.  A pesar del caos, la señorita Azley parece imperturbable; cuando finalmente todos se calman, mira alrededor del ralo círculo y sonríe de alegría.  

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