Pudiste preguntar, pero no

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Más tardó Miguel Rivera en llegar llorando al departamento que compartía con Marco De la Cruz en San Fransokyo, embarrándole de mocos el hombro al pedir consuelo, que Marco en exigir el nombre del causante de sus pesares para ocasionarle el peor de los sufrimientos.

Lo sabía. Sabía que iba a pasar desde el primer momento en que conoció a Miguel. Sabía que ese chico no iba a aguantar en una ciudad tan grande y tan llena de personas como lo era San Fransokyo y que iban a terminar haciéndole algo si seguía siendo un ser tan lleno de luz como lo era.

Y pasó. Claro que pasó.

Lo último que supo fue que su roomie, que era un angelito encarnado de los que boleaba sus zapatos todos los días, y todo pendejo al que un día de estos le iban a robar el celular sin darse cuenta, había ido a dedicarle serenata a alguien que conoció en un café y quien lo traía de un ala desde hacía varios meses.

Y ahora estaba aquí sollozando algo sobre de que, justo cuando estaba por llegar, le había visto llegar montado en la motocicleta de alguien mayor, más fornido, más en forma, más adulto y atractivo, de chaqueta de cuero negra y pinta de bandido, y por supuesto, abrazado a su cintura para no caer del vehículo.

Miguel no tuvo el corazón de interponerse ni pedir explicaciones, por lo cual había optado por retroceder de vuelta a su departamento para llorar y lamerse las heridas en silencio. Porque "ay, duele muchísimo de todos modos, Marco".

Y Marco sabía que no había mucho que pudiera hacer más que seguir su camino y encontrar otras personas.

Pero aún así, algo tenía Miguel, quizás el hecho de que fuera tan genuino, tan sincero y tan puro en su cariño en medio de una ciudad donde todo mundo buscaba con quien acostarse para pasar el rato, que fuera del tipo de persona que mantiene limpia la casa y lava los platos que usó nada más terminar de cocinar, el hecho de que se había levantado temprano y practicado por semanas para poder llevar esa serenata en medio de un mundo plagado de tinder, el hecho de que él mismo se había ocupado de tener en la mejor condición su traje rojo y dorado de mariachi para ir a ver a ese muchacho, que hacía que Marco quisiera agarrar a garrotazos al osado que intentara tirar por la borda los esfuerzos más sinceros de su corazoncito de cantautor.

No había mucha gente en el mundo como Miguel como para que la gente se diera el lujo de, encima, estarles haciendo daño y destrozarles la alegría.

Es que Miguel es tan buen chico que le despierta el instinto de protección, es como tener un pug todo pendejo que no sabe nada de la vida y se golpea él solo con todo.

Quizás no debería de ser tan cabeza-dura. Porque además, él vino aquí a estudiar música, no a hacerla de pedo ni a buscar problemas gratis (cosa en la que es experto). Y porque, además, puede que Miguel viera mal, y estuviera malinterpretando todo.

Pero ese no era Marco: Marco era apasionado, cabezota, metiche, de decisiones rápidas que no pensaba bien antes de hacerlas pero que saltaba a la acción y a la defensa de la gente que le importaba porque él no era como su difunto tatarabuelo, no señor, y aquí mismo nos agarramos a putazos si quieres y te lo demuestro.

En resumen:

Hiro Hamada recibió un cubetazo de agua fría en toda la cara nada más salir de casa.

—¡AGH! ¡¿Pero qué...?! ¡Oye tú! ¡¿Cuál es tu problema?! —Preguntó, temblando de frío cual perro, al misterioso mariachi azul con máscara de calavera y guantes de huesos que parecía haberle estado esperando en el exterior el tiempo entero y quien acababa de lanzarle el agua.

—Aléjate de Miguel Rivera. —Escupió el otro con veneno para luego irse de ahí.

—¡¿Y-y-y-y ese quién es?! —Preguntó Hiro, mientras intentaba darse calor inútilmente.

Tantita madreWhere stories live. Discover now