HIJOS DE DIOS

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Recuerdo con nostalgia cuando, una tarde de sol, en la esquina de un parque cerca a mi casa, y con el gran Misti como testigo, un auto negro estacionado hacia retumbar toda la cuadra con un inefable ruido puesto a toda potencia; sonaba Good Bunny a full, con su voz de retrasado mental deleitando a tres imbéciles que libaban cerveza. Estaba yo arribando a mi casa, y al entrar pregunté:

–­­­¿Y esos desgraciados, desde qué hora están ahí?

–Hace dos horas están ahí, haciendo bulla –dice mi hermana.

–Esto es intolerable, este es un barrio decente, de gente de bien, hay que hacer algo pronto.

–Llamaré al serenazgo.

–No, espera; llamaré al Roberto, al Fermín y al Hansel. Vamos a ajusticiar a esos malnacidos que osan perturbar la tranquilidad de este vecindario con su ruido infame. Pagarán caro su atrevimiento.

–Haces bien hermano. Pero sé prudente.

Después de quince minutos llegaron mis amigos, Roberto traía una escopeta, herencia de su abuelo; Fermín traía un palo, envuelto en alambre con púas; Hansel trajo un combo grande, de esos para tumbar paredes. Saqué mi revolver, un baldecito con gasolina y un fósforo y salí a su encuentro.

A cada paso que dábamos el ruido aumentaba y con él nuestras ganas de hacer justicia. La gente nos veía pasar, adivinando nuestras intenciones, el brillo de sus ojos parecía aprobar nuestra resolución. Siguieron de lejos nuestros pasos.

Llegamos; una mujer se había unido al grupo de imbéciles y bailaba obscenamente al ritmo de una zorra llamada Marol G, según la letra pudimos entender que a la perra le gustaba que le metan vergas grandes en la boca. Me ofusqué y corrí furioso con mi balde en mano y arrojé la gasolina sobre uno de esos hijos de mala entraña, y rápidamente le prendí fuego.

–¡Muere perro! –dije.

–¡Ahhh! –gritó el perro, y se tiró al piso, revolcándose.

–¡Quia! –gritó de pánico la mujer, si se le puede llamar mujer.

Los otros dos hombres intentaron huir, pero Roberto, siempre audaz, los detuvo.

–¡Alto ahí, hijos de perra! –y apuntó con la escopeta.

–Van a morir, ¡perros! –gritó Fermín, y se abalanzó sobre uno de ellos, dándole con las púas uno, dos, tres, hasta tirarlo al piso y hacerle sangrar.

–No porfavor, ¡ayuda! –gritó el infeliz.

–Nadie te ayudará, malnacido, ¡muere!

Yo tenía apuntado con mi revolver a la mujerzuela, que del miedo se había orinado y estaba llorando. Mientras tanto Hansel arremetía contra el auto, destrozándolo a combazos. La gente miraba el espectáculo, y lo disfrutaba. Una vieja se acercó y escupío a la mujer.

–¿Te gusta que te metan cosas grandes en la boca no? ¡Hija del diablo! –le dijo.

–Señora ayúdeme…

–¡Fuera mierda! –la viejita se dio media vuelta y se fue.

El quemado había dejado de revolcarse, y falleció. Ya debe estar de camino al infierno. Fermín había matado al otro, que yacía en el suelo en un charco de sangre. El otro hombre que quedaba vivo, al igual que la mujer, se había orinado.

–Te orinas del miedo, no tienes honor, ¡canalla! –dijo Roberto.

–Por favor… por lo que más quieran… déjenme vivir…

–Nada; eres mío, yo mismo te mandare al más allá. Fermín, ven toma la escopeta, que ahora me toca a mí.

Roberto se alzó los puños de la camisa, mostrando sus antebrazos velludos, y a puro golpe, como quien dice, le sacó la mierda; y a puro golpe el infeliz se murió.

La mujer que quedaba con vida me rogaba y me lloraba, suplicaba por su vida. Me empezaba a dar pena, y estaba a punto de dejarla ir…

–Esa perra tiene que morir, sí o sí. Si hubieras visto como movía el trasero al son de “mi cama suena y suena tiki, tiki, tiki, tiki”, jamás vi algo tan infrahumano –me dijo mi hermana, que pensé que estaba en la casa ayudando en los quehaceres.

–¿Ya hiciste las cosas?

–Sí.

–Bien, eres una buena mujer, hermana. Ahora te toca ser una buena ciudadana y hacer algo bueno por esta nación. Vamos a acabar con la infeliz existencia de esta mujer.

–Le gusta meterse cosas en el culo y en la boca, tiene que morir en su ley. Sujétala bien, que voy a meterle el palo con púas que trajo Fermín; se lo meteré en el culo hasta que muera.

–¡Dios, como patalea esta perra!, ¡ayuden muchachos!

–¡Ahí va! Mierda, entró con facilidad; esta mujer debe ser la concubina de Satanás ­–dijo mi hermana, algo contrariada–tendré que empujársela hasta  el corazón si es necesario, ¡con tal de que muera!

Al fin la mujer murió. Mi hermana se levantó, satisfecha de su trabajo. Era la primera vez que nos ayudaba a aniquilar a uno de esos lacayos de Lucifer enviados para corromper a los hijos de Dios. Un viento suave acarició su semblante, levantando algunos mechones de su pelo. La virgen de Guadalupe sopló sobre ella.

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