XIV. Heridas abiertas

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Granat, Territorio Rojo, 24 de julio de 870 D

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Granat, Territorio Rojo, 24 de julio de 870 D.F.M.

Seteh escupió un diente e hizo una mueca que quiso ser una sonrisa. La boca le sabía al metal de la sangre, y sentía el cuerpo entumecido por los golpes. Pasó la lengua por el hueco en la encía y sintió que le salía un canino nuevo, con la magia recorriéndole la piel en un leve cosquilleo. Le encantaría poder usar esa magia, pero el Cubo se limitaba a las cosas automáticas: curarlo y mantenerlo sobrio. 

Levantó las cejas y miró directamente al tipo fortachón que le había dando un puñetazo, sacándolo del bar a empujones. 

—Una mierda de Dios, ¿eh? —le murmuró, repitiendo las palabras que le había dirigido—. No eres un rojo, ¿verdad? Para faltarme el respeto de esa forma...

—Usted está faltándome el respeto viniendo aquí. Le dije a la señora Carmine que no causaría problemas, que tengo todo en regla y que no tiene motivos para deportarme o asesinarme. —El hombre, dueño del bar, se tronó los nudillos con una mueca de ira deformando su rostro—. Pero llegaste y trajiste desgracia para mi familia. 

Seteh se sentó en el suelo, con el dorso de la mano presionando los labios para mitigar el dolor. El Cubo lo curaba, sí, pero seguía doliendo como la mierda. Había estado los últimos meses evitando estar en el Castillo el mayor tiempo posible, esquivaba a Carmine y ella seguía ignorándolo como lo había hecho durante toda su vida. 

Seguía siendo un niño sin rumbo ni límites. Un vagabundo con el destino truncado.

—¿Desgracia? —preguntó, entrecerrando los párpados y preguntándose de qué hablaba.

El hombre se acercó a él con una expresión furibunda y lo sujetó por el cuello de la campera de cuero, izándolo al vilo con una fuerza descomunal. Tenía la expresión tan furiosa que se había vuelto rojo, con la vena de la sien palpitando visible. 

—¡La desgracia de mi hija, maldito miserable! —gritó, escupiéndole en la cara mientras gesticulaba—. ¡La conocen como tu puta personal!

El muchacho rojo soltó una risita que le sacudió los hombros. 

—Ah, la morenita de cabello revuelto… —murmuró, sin dejar de sonreír—. Que conste que ella está contenta con eso, así que no lo veo el problema.  

Sintió entonces el impacto de los nudillos otra vez contra su mandíbula, esta vez dejándolo desorientado. El hombre volvió a golpearlo, una y otra vez, hasta que se detuvo de repente. La magia del Cubo se había ausentado, dejándolo a la merced de sus heridas. Estaba tendido en el suelo, con un pitido en los oídos y la vista nublada, pero aún así podía sentir voces con tono de urgencia y luego el silencio que se le hizo mortuorio. Levantó con esfuerzo la cabeza y pudo divisar el cuerpo ensangrentado del dueño del bar y a varios soldados rojos espantando a los ojos chismosos y rebuscando en los alrededores. 

Los colores de la rivalidad - Saga Dioses del Cubo 0.5Donde viven las historias. Descúbrelo ahora