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París se derrumbaba a pedazos
Las calles de París estaban más vacías que de costumbre. El aire era más frío, tanto así que entumecía hasta lo más profundo de los huesos, y Charles, mordiendo su cigarrillo, entró en un café. Extrañaba el aire parisino que antes emanaba de los rincones de la ciudad, de los Champs-Elysées de antaño, o de la Tour Eiffel y sus parques con gente merendando sendos baguettes, entre risas y los cotilleos de la última farándula vigente. Podía sentir el olor a chocolate, o a croissant, envolver todo el lugar; un olor cálido, de algún modo, hogareño y dulzón. Pero en ese momento, era distinto.
La cafetería a la que entró también estaba fría. Y solitaria. Y oscura como boca de lobo.
—¿Tiene el Le Monde? — preguntó Charles al mesero, un hombre calvo y esmirriado. Éste apuntó con la expresión hacia la mesa, donde el diario de ayer, medio arrugado, se encontraba a medio leer y a medio manchar por una taza de café a medio tomar.
Charles Becàud sabía que el mesero, la única alma aparte de él en ese café mugriento, lo miraba con cierta desconfianza. Demasiado alto, demasiado rudo de maneras y andares, demasiado sucio y desgarbado tal vez, aunque a esas alturas ya poco importaba. La guerra, ese era el maldito problema que asolaba a todos, la guerra. Los otros habían tomado gran parte de Francia, y según decían, de Bélgica e Italia, y hasta la península Ibérica habían llegado. ¿Y quiénes eran esos otros?, se preguntaba la gente. Fácil es nombrar de forma misteriosa a aquello que se desconoce, pero lo realmente difícil es entrar a descubrir su verdadera esencia, su origen, la procedencia de aquello que está destruyendo hasta el último resabio de humanidad. Eso Charles lo había visto. Había visto a los otros con sus propios ojos.
Tomó el periódico.
DESCUBREN RESTOS IMPORTANTES DE LA TORRE EIFFEL
Según expertos, es posible restaurarla en un lapso breve, en caso de que las condiciones sean favorables.
Charles soltó una risotada. Aquello era tan absurdo como pretender que los otros se alejen de este mundo con solo pedirlo a un Dios imaginario. Pero él los había visto, volvió a recordar. Y en su mente se esbozó de nuevo esa imagen horrorosa que a toda costa quería apartar de sí.
Apretó los dientes, y clavó las uñas en las palmas de sus manos.
—Monsieur, ¿está usted bien?
Charles miró al mesero. Parecía genuinamente preocupado.
—Sí, sí. No hay ningún problema, descuide.
Pero otra vez, en su cabeza, brillaban esos ojos sin pupila, y ese cráneo que parecía que iba a salírseles de la piel venosa, piel que borboteaba algún líquido en su interior, mientras devoraban viva a una mujer. A su mujer. Y el pequeño Emmanuel estaba ahí, de pie frente a ellos, temblando de pies a cabeza, con su cuerpecito aterrorizado.
—¡Mamá! —había gritado, o balbuceado, o algo entre medio. Traía una camisa estampada con ositos, que estaba empapada con la sangre de su madre.
Charles no fue capaz de hacer nada. Una de esas criaturas deformes extendió sus extremidades y sostuvo al pequeño a pocos centímetros del suelo. Su padre, a partir de ese entonces, no fue capaz de mirar.
—¡Papá! —chilló Emmanuel.
Tenía cuatro años. Cuatro. Le gustaba jugar a las escondidas y a armar legos para construir un castillo tan grande, que podrían en él vivir todos y refugiarse de aquellos malvados que los estaban fastidiando. "Y quizá", decía, con su vocecita infantil, "quizá los otros se dan cuenta de que en realidad somos los buenos, y no nos fastidian más. Quizá puedan vivir en nuestro castillo también, ¿no sería buena idea?"
—¿Monsieur, necesita algo? ¿Un vaso de agua?
Charles miró al mesero con los ojos empañados y el rostro distorsionado en una mueca.
—Nada. Estoy bien.
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El último juicio de Dios
AdventureGott ist tot, Dios ha muerto. Eso decía la gente a viva voz, antes de que el mundo colapsara. Antes de que las criaturas ocuparan las calles de la ciudad, y desmoronaran el mundo antes conocido. Charles Becàud es un fugitivo de guerra, un proscrit...