Eran apenas las 16:30 de la tarde cuando Tara y Fiona salían de la vieja biblioteca municipal con un libro entre manos.
-¿Qué piensas hacer ahora?.- Preguntó un tanto incrédula.
- No sé.- dijo con ironía.- Mi padre és el policía que lleva a cargo el caso, ¿Qué crees que vamos a hacer?
Tras una corta caminata debatiendo sobre qué hacer y con qué, se percataron de un pequeño, insignificante, pero molesto detalle.
Un gran colibrí las seguía.
Siguieron su camino sin decir ni palabra hasta que su presencia fue inminente.
Se detuvieron en seco, se pusieron en contra del viento, pero el colibrí no se detuvo, voló hasta las palmas de Fiona. Las dos se miraron incrédulas ante el espectáculo.
El colibrí tenía sus pequeños ojos de color rubí, algo un tanto inusual, al igual que el pequeño cordel rojo que portaba en la pata consigo. Fiona trató de quitárselo, pero el pequeño la picó.
- ¡AU!.- Exclamó Fiona.- Vale, tu ganas, no te lo quito.
-¿Que hacemos con él?.-Preguntó Tara.
-Tal vez deberíamos de llevarlo a la caseta.
El viento las envolvió y acarició con un breve mensaje:
-"GRACIAS POR ACEPTAR MI HUMILDE REGALO"
Un escalofrío recorrió las espaldas de ambas chicas.
-Has... ¿Has sentido eso?. Preguntó con inquietud Tara.
- Creo... Que sí. - completó Fiona.
No le dieron mucha importáncia, pues siguieron su recorrido con el pájaro entre las manos.
Al cabo del tiempo ya estaban en las afueras, territorio de leyendas.
Allí, sólo, plantada como mala hierba, y entre ellas, se alzaba la imponente figura de la señora Brennan.
Sus susurro llegaron a los oídos de las jóvenes.
- Ya no tenéis escapatoria... Sois como zorros entrelazados con sus amados zarzales.
Las pobres chicas aceleraron el paso. Pero conforme más se alejaban, más gritaba aquella mujer, con una amarillenta sonrisa en su cara.
- ¡YA NO TENÉIS ESCAPATORIA! ¡¿ME OÍS?! ¡ACABÁIS DE SENTENCIAROS!.
Un macabra risa yacía de entre las entrañas de la mujer, que resonaba entre farolas y muros caídos.
A esas alturas, Tara y Fiona corrían como poseas por la calle, temiendo que aquella mujer, poseída, las estuviera persiguiendo.
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La noche empezaba a caer, los últimos rayos de sol se habían marchado hacía cosa de una hora, pero ellas seguían despiertas, tratando de llegar a su remoto destino.
Ante los primeros rayos de luna, consiguieron llegar a una pequeña arboleda. Allí les esperaba una pequeña caseta de árbol, en la que crecieron jugando.
Sus recuerdos más claros eran los de las tardes veraniegas, esas que erduraban hasta los perezosos atardeceres, los que perecían hasta la noche, cuando subían a la copa del árbol que sujetaba su pequeña casita.
Aquellas tardes, Tara corría por el bosque, con su cabello dorado ondeando ante su inminente movimiento, su pálida cara, con su pequeña naríz y labios, siendo iluminados por la luz que dejaba entrever las copas de los árboles, y sus ojos color esmeralda, que reflejaban alegría.