Hojas

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El chico pateó una lata, que resonó al golpear contra una pila de chatarra. Con las manos en los bolsillos, siguió caminando entre las montañas de desechos metálicos que amenazaban con derrumbarse. Había figurado que habría más gente, hurgando entre la basura, pero el sitio estaba desierto. Supuso que sería por la hora, en la que los rayos del sol lograban pasar entre el humo de Arriba, quemando la piel desnuda. Sonrió al pensar que él no tenía que preocuparse por eso.

Miró alrededor, buscando algo interesante para revisar. Se decidió por un montón a su derecha, lo suficientemente alto para que escalarlo se sintiera como una hazaña, pero lo suficientemente bajo para subir sin problemas ni miedo. Al llegar a la cima se sentó, satisfecho y mirando todo desde las alturas. Empezó a tomar artículos de su trono improvisado y a observarlos, curioso, sólo para tirarlos lo más lejos posible contra otros montículos. Encontró un escáner obsoleto sin el lente, una banda magnética suelta, una lata oxidada de una compañía de refrescos de la que no había oído en su vida, un volante de automóvil (éste lo entusiasmó especialmente) y una caja musical rota. Empezaba aburrirse cuando, entre las piezas descartadas, encontró la caja.

Parecía más moderna, más limpia y en mejor estado que el resto de la chatarra. Era grande, lo suficiente para contener una unidad de limpieza sin problemas. Tenía lo que parecía un cierre anhermético, lo cual era algo extraño para encontrar en un depósito. El chico la levantó. Pesaba más de lo que esperaba.

La abrió para examinar su contenido, imaginando qué sonido haría una caja metálica con algo en su interior al caer, y estuvo a punto de soltarla. La dejó a sus pies y la miró otra vez, curioso pero asustado. Dentro había una pila de una especie de polvo marrón oscuro, de aspecto granulado y húmedo, que parecía tierra, y arriba de todo algo verde y extraño. Al verlo más de cerca, lo reconoció; lo había visto en dibujos en los libros viejos que leía su madre.

Era un 'planta', también llamados 'hierbas' o 'brotes'. Era pequeño, y tenía sólo dos 'hojas' como las llamaban los libros. En ellos también se decía que producían oxígeno, pero eso era imposible. El oxígeno limpio era un bien muy importante; ¿cómo sería posible entonces que no hubiera plantas en los hogares de la gente como él? Pensó en los implantes que tenía insertados en sus fosas nasales, y en las máscaras baratas de los que probablemente venían al vertedero más seguido. En vez de oxígeno, los plantas probablemente liberaran toxinas para envenenar el aire. Por eso no había más de ellos; era necesario eliminarlos.

Se centró de nuevo en el planta. Reconoció, orgullosamente, un 'capullo' en su punta. Los libros viejos decían que los 'capullos' crecían y se abrían para transformarse en flores, todas distintas y con aromas exquisitos, pero eso no podía ser, pensó el chico. Las flores estaban hechas de plástico, no de planta, y no había manera de que el hierba hiciera perfume por su cuenta. Lo más probable era que el capullo creciera y siguiera hinchándose hasta explotar y salpicara líquido baboso y venenoso en todas direcciones. Apenas podía imaginar que otros horrores podría esconder ese espantoso planta.

Al mirarlo más de cerca, notó también unas espinas sobresaliendo a los costados del hierba. Eran grandes, feas y puntiagudas, y se veían lo suficientemente afiladas como para atravesarle el dedo de lado a lado. El chico hizo una mueca. Quería matar ese brote repulsivo, pero tenía miedo de tocarlo. Con una sola mano, agarró la caja, la alzó y arrojó su contenido al suelo del montón de chatarra.

El polvo marrón se desparramó entre los desechos, y el planta cayó junto a él. Ahora el chico podía ver unos tentáculos, finos y repugnantes y de un color blanquecino, saliendo de la base del planta. Arrojó la caja a un lado con cara de disgusto. Pateó el hierba un par de veces y lo aplastó y sacudió con una espátula doblada hasta que decidió que, definitivamente, ya estaba muerto.

Bajó el montículo descuidadamente, tirando un par de objetos por la cuesta en su camino. Se limpió los zapatos contra el suelo de tierra y cemento. Ya no quería volver a jugar en el depósito.

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Alis miró el reloj en la pared, que ya marcaba la hora que su madre le había indicado. Se colocó la máscara, salió contento de la casa y se dirigió al vertedero, donde ya no había peligro de quemaduras ultravioletas. Medio trotando, llegó hacia el montículo en el que había escondido la Caja. Sin embargo, notó una mancha de tierra fértil en el suelo, contrastando contra el gris del cemento y el marrón pálido de la tierra seca. Asustado, trepó velozmente la pila de chatarra, hasta llegar a la cima donde se encontraba su tesoro. Vio el montón de tierra desperdigado entre los desperdicios, y vio las hojas rotas y rajadas, y vio el tallo ya seco por el sol abrasador del mediodía. Lágrimas humedecieron el metal oxidado cuando Alis bajó la cabeza, destrozado, para llorar la pérdida de su brote de rosa.

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