La partida

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Ha llegado el momento de dar a conocer lo acontecido, algún tiempo atrás, en esas vastas y misteriosas llanuras conocidas como Sad-Land , verdadero desierto en realidad, y cuyos secretos pocos conocen, pues las exploraciones llevadas a cabo, o hasta la fecha, y con tal objeto, practicadas, no han satisfecho, ni a aventureros, ni a curiosos.

A esos, por su incapacidad para arrojar alguna luz donde tantos hallan tinieblas; a éstos, por encontrar los datos contenidos, insuficientes para saciar su ardor de descubrimiento.

En ningún caso fueron las tierras de Sad conocidas por el populacho, ni sus misterios, penetrados por las gentes.

Las tierras de Sad comprenden la totalidad de parajes emplazados entre los lagos de Ox, y de Stent, y el montículo conocido como Promontorio de Vern. Su extensión es, por tanto, considerable, y alguno de nuestros grandes sabios de antiguo hubiera podido decir de ellas:

"En verdad que se trata de un mundo aparte, de tierras y aguas, de pasiones e indolencias, de vida, y de muerte. Sus rocas poseen el ardor de las grandes creaciones con que el forjador de toda conciencia regala a los hombres, y en sus bosques, la mirada se pierde, en busca de algún indicio de nobleza, o de algún extraño sonido."

Realmente, estas tierras no son tan ricas, ni tan fértiles, como se las pretende; pero esto es algo que importa bien poco, cuando el poeta abandona este mundo, y se arma de pluma y tintero, contagiándose luego los hombres de fantásticas ensoñaciones, que tienen como resultado una opinión mal formada, y una apreciación errónea sobre su fuente de inspiración.

Como se ha dicho, esta narración no pretende sino ser el testigo fiel de todo lo acontecido en tales regiones, por lo que, a medida que avance aquella, se irán facilitando nuevos aspectos sobre la configuración de estos suelos, que a tantas y tantas personalidades han fascinado, y a no pocas, sobrecogido.

Tras muchos años de total desconocimiento, una comisión, en un mes de abril, aprobó, y por amplia mayoría, la inminente partida de un grupo de expedicionarios, y aventureros, hacia Sad-Land, para calmar la pública opinión, y formar un juicio correcto ante tanta, y tan vaga, opinión.

Dicho grupo estaba constituido por el señor P, de Tremendt, encargado del aspecto más formal del asunto; los señores M y M, de Zend, y que debieran acompañarnos solo una parte del viaje en calidad de orientadores; el joven L, valeroso personaje, cuyo temple y adhesión ya se conocían de antiguo; y mi propia persona, como director de la marcha, y portador de instrucciones; cargo este que me era reconocido por la totalidad.

Llevábamos, además, dos grandes sacas de vituallas y aprovisionamiento, y otra más que contenía armas de asalto, y munición suficiente, para resistir algunos días, en caso de peligro, o de invasión.


De este modo, y con lo que parecía un excelente provisión, se efectuó la partida, sin más incidente que el retumbar de algún trueno lejano, que nos heló el ánimo durante algunos instantes.


Tal como se había acordado, el grupo tomó, como más prudente, la ruta del norte, que ofrecía mayor seguridad, por estar más transitados sus parajes, y hacia el promontorio Vern orientamos nuestros pasos.


Referir aquí, en las condiciones en que me hallo, la fatiga del viaje, resulta del todo inútil, tanto más, cuanto que esta no era sino pasajera, pues, a menudo, nos deteníamos para tomar algún alimento, o reposar brevemente. La convivencia en nuestras filas era aceptable, y, hasta diría que ejemplar, observando los incidentes producidos en otras salidas.

Llegados al cruce de Ox con Stent, la comitiva se separó, y los señores M y M, de Zend, luego de recomendarnos prudencia, y de prometer elevar su oración por el éxito de la empresa. Fue la última vez que vimos a estos excelentes personajes.


Los tres osados que aún quedábamos, continuamos con la sangre fría, y el ánimo sereno. Nadie antes había intentado llegar tan lejos como nosotros, y, lo que unos llamarían hazaña, otros lo tacharían de loca imprudencia. Para mí no era ni lo uno, ni lo otro; sencillamente, estábamos allí porque la fatalidad, aquella suerte de providencia, que tanto, y con tanta frecuencia, ha arrebatado, a unos y a otros, así lo quiso.


Al acercarnos a las veinticuatro horas de marcha, comenzamos a experimentar alguna fatiga, por lo que decidimos pernoctar allí mismo, tras encender algún fuego, y desentumecer los miembros. Apenas sí se habló en la cena, bastante sencilla, y, al poco, todos dormían, con un ojo abierto.


Sería poco más de la medianoche cuando, en mi insomnio, creí escuchar ruidos de voces y gemidos, posiblemente de algún animal salvaje. Conocedor de las costumbres de tales "personajes", no le di más importancia, y ya iba yo también acostarme, cuando los ruidos persistieron, y las voces redoblaron su alcance.


El señor P dormía; el joven L, despertóse con el estruendo. Ambos nos miramos en silencio, aunque nada dijimos.


Volvimos a recostarnos, no sin algún temor, que, como después se vería, estaba bien fundado.

Sobre la una, el estallido volvió a comenzar, y en esta ocasión, hasta el señor P se levantó de un salto prodigioso. Los tres permanecimos de pie, largamente influidos por el recuerdo de temores y supersticiones por todos conocidas.


Hacia las dos, nuestro temor se convirtió en terror, cuando los gritos se escuchaban a pocos pasos de nuestra acampada, y su intensidad era tal, que nos vimos obligados a cubrirnos los oídos con las manos, a riesgo de perder su correspondiente sentido.

Me resulta imposible describir lo que pasó a continuación. El cielo estaba sombrío: no se vislumbraba una estrella. Era una noche apropiada para orgías, y aquelarres de brujas y espectros. A eso debieron entregarse tales monstruos, pues llovieron, de pronto, relámpagos, y entraron los cielos en contienda.

Una voz, grave y precisa, que no podría afirmar como natural, se dirigió a nosotros. Puedo confirmar este punto por la proximidad del sonido, y la ausencia de toda humana figura, salvo la nuestra.

El señor P, el joven L, y yo mismo, nos volvimos a para ver.

Nadie.

A continuación miramos hacia el promontorio Vern, del que nos separaban dos horas de marcha.

Nadie.

De pronto, el señor P, asiéndome por el brazo, tiró de mi con violencia, intentando que volviera con él a desandar lo andado.

El joven L se apresuró a armarse con todo lo que encontró.

El silencio volvió a reinar.

Esperamos en vano sin saber qué, pero he aquí que, ¡oh, milagro de la naturaleza!, una fenomenal descarga cruza el cielo, y se posa sobre la tranquila superficie del lago Stent, esparciendo a su alrededor, cuanto de líquido contuviera éste en su haber.


Hombres de fuego, alados, y terribles, criaturas que nunca tomé como reales, estaban allí, sobre nosotros, descargando sus llamas sobre las alturas, y, en poco tiempo, todo lo que nos rodea, bosque, árboles, maleza, es presa de las llamas, y nos vemos encerrados en un círculo fatal del que ya no esperábamos salir.


Aún puedo escuchar a mis compañeros, blancos como yo, arrastrados por el miedo.


-Mírame, L, mírame. ¡Mírame! ¿No eres, como yo, un cadáver?


-¿Un cadáver? ¿Yo, un cadáver?


-¡Lo eres!


Al señor L. le fue imposible, durante minutos, y a despecho de su fatiga, escuchar atentamente. Su cerebro era víctima de esas extravagantes visiones que surgen de la turbación del insomnio.

¿Qué quería ver en aquellas espesuras?

Todo y nada.

Las indecisas formas de los objetos que les rodeaban; los jirones de nube, que atravesaban el cielo; y la masa, apenas perceptible, del promontorio.


Parecíale que las rocas de la meseta bailaban infernal zarabanda.


Sí: iban a caer; iban a rodar sobre lo largo del talud, sobre los tres imprudentes. Iban a aplastarlos a las puertas de aquella tierra, cuya entrada les estaba prohibida.

El desgraciado sujeto se había incorporado del todo, y escuchaba los ruidos que se propagaban en las alturas: murmullos inquietantes, mezcla del susurro, del gemido, y del suspiro. Oía también los frenéticos golpes que, sobre las rocas, daban los monstruos ígneos con sus alas, los antriagos revoloteando en su nocturno paseo, dos o tres parejas de esos fúnebres búhos, cuyo graznido resonaba como una queja.

Entonces, los músculos del señor P se contrayeron, y su cuerpo temblaba, anegado en un sudor frío.

Y así transcurrieron horas enteras desde la medianoche. Si el Señor P hubiese podido cambiar, de cuando en cuando, alguna frase con alguien, dar libre curso a sus quejas, se hubiera sentido menos atemorizado; pero tanto el joven L, como yo mismo, éramos presa de idénticos temores, por lo que nada pudimos hacer por calmarle.

Finalmente, y con gran alborozo por parte de todos, recibimos dichosos la llegada del nuevo día, y las brasas que antaño nos sofocaran, no eran ya sino débiles llamas, sin ningún alimento, pues todo, a nuestro alrededor, había sido devorado.

Decidimos, tras serio debate, que lo sucedido era el resultado de una sorprendente, y colectiva, alucinación, uno de esos curiosísimos fenómenos que envuelven a varias personas a la vez, haciéndolas participar de iguales visiones, que luego ellos creen haber experimentado. Sin embargo, ninguno de nosotros creía a ciencia cierta la solución propuesta, y cuando el señor P anunció su retirada, hubimos de ceder, y permitir el retorno, al que se lanzó, aún lívido, como un galgo en carrera. Quedábamos, pues, el joven L, y yo, pero, felízmente, no me vi en la necesidad de interrogar a mi acompañante sobre sus propósitos, pues no había dado el señor P unos pasos, cuando se acercó hasta mí, y, en tono de gran solemnidad, me dijo:

-Nada tema; donde usted vaya, iré yo.

Estas palabras probaban el valor y coraje del buen hombre.

Recogimos lo que quedaba de nuestra provisional morada, y, dividiéndonos en dos partes las posesiones del señor P, que le resultaban prescindibles para su vuelta, y que nos había entregado sin pesar, proseguimos el camino hasta el promontorio Vern, al que, si Dios no lo impedía, debiéramos llegar antes del mediodía. La marcha fue, al contrario que la noche, rápida, y ágil, y se desarrolló en buenas condiciones, considerando lo agitado de nuestros nervios.

Divisamos el montículo antes de lo esperado, y paramos a sus faldas para hacer un último alto en el camino.

Tras media hora de calma, comenzó la escalada, bastante penosa, dado lo elevada de la cima, y la imposibilidad de atacar ésta sin otros medios que el vigor de manos y pies.

No obstante, lo resuelto de nuestro temple nos condujo hasta la mitad sin demasiadas dificultades.

En este punto, nos detuvimos por segunda vez, pero sólo para echar una ojeada, y comprobar nuestra posición. Me situé en un recodo, asiéndome a un saliente, y coloqué sobre mis ojos un par de gruesos cristales de aumento, instrumento que poco me aportó, pues la vista era confusa, y poco precisa. Cuando me volví para informar a mi compañero, ya no se hallaba junto a mí. La fatalidad, de nuevo, habíase cebado con nosotros, permitiendo al joven L que apoyara mal uno de sus pies, y emprendiera la bajada por la más rápida de las vías.

Gritó, traté de agarrarle, y estuve a punto de lograrlo, pero fue ya inútil. Rodó sobre su cuerpo varias veces, antes de estrellarlo, irremediablemente, contra el abismo.

Un sentimiento de angustia, y desazón, se apoderó de mí, ya reducido al estado más consumido que pueda concebirse.

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⏰ Última actualización: Oct 05, 2019 ⏰

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Los hombres de las tierras de SadDonde viven las historias. Descúbrelo ahora