Capítulo 2: Mirando hacia dentro

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Alicia contempló el rostro lívido de su novio y resignada, se mordió el labio inferior. Se levantó de la cama, se dirigió al armario y comenzó a buscar entre las perchas. El se había sentado en el colchón, cabizbajo, se frotaba la cara con ambas manos mientras ella se cambiaba los pantalones del pijama por unos vaqueros descoloridos. 

-¿Vas a salir?

-Si, he quedado con mi hermana, te lo dije ayer. Vamos a buscarle un regalo a mamá, la semana que viene es su cumpleaños, ¿Recuerdas?- Elías asintió en silencio. -¿Tú que vas a hacer? ¿Vas a salir también?

-No sé...

-Deberías, te vendría bien. Espero que no dediques todo el día a estar ahí...con esos juegos, te embotan la mente. 

-Ya, ya bueno, ya veré. ¿Desayunas fuera entonces?

-Claro.

Elías tomó aire y lo expulsó lentamente. Luego comenzó a cambiarse de ropa él también, ella, de espaldas, sonrió. Abrió el estuche de maquillaje, se pintó los labios, repasó las líneas de sus grandes ojos negros, observando, de reojo, como Elías se colocaba una sudadera negra, con una calavera blanca, que ella reconoció de inmediato por una serie de acción que habían visto juntos, pero cuyo nombre no conseguía recordar. 

-Bueno, me voy.- dijo ella, le dio un beso en los labios. El se giró, la miró salir por la puerta de la habitación, exhausto todavía por el sueño, y cuando escuchó la puerta cerrarse tras ella, bajó la cabeza abochornado. Abrió el último cajón de su armario, rebuscó entre varias prendas de ropa arrugadas, sobrepuestas de forma desordenada sobre varios pantalones vaqueros doblados, y extrajo un jersey blanco. Lo levantó, lo estiró, vislumbró la salpicadura rojiza que cruzaba la parte del costado derecho y suspiró. Miró de reojo la puerta de la habitación, y a grandes zancadas se dirigió a la lavadora. Tenía media hora para él, antes de que aquella prenda pudiera volver a ser guardada, si acaso escondida. 

Justo cuando la lavadora empezaba a girar salió del piso. Abajo, en la calle, corría una brisa de aire fresco, que acariciaba con suavidad el mechón de pelo sobre su frente, mientras avanzaba por la Gran Vía. Las manos en los bolsillos de los vaqueros, la mirada baja, se sentía aliviado: salir de aquel lugar en el que cobraban vida todas sus pesadillas suponía un importante primer paso para superarlas. Daría un largo paseo por el centro de Madrid, uno descuidado, sin prisas ni destino marcado, se sentaría en una terraza, se tomaría un café sólo, con hielo, miraría a las chicas pasar, a los niños jugar, en aquella dulce mañana de sábado. Se detuvo, ante un semáforo que se había puesto rojo a su paso, y un tirón en el brazo le incitó a girar la cabeza.

-¿Perdona me das un euro para desayunar?- Elías miró al tipo que hablaba, se trataba de un hombre alto, debía medir un metro ochenta. De complexión fuerte y mandíbula cuadrada, aquel hombre no tenía apariencia de estar pasando hambre, por eso negó con la cabeza, y volvió la vista al semáforo,que permanecía en rojo.-Venga tío, sé que tienes un pavo por ahí para darme, enróllate.

-No tengo nada.- contestó él.

-Mira tío...-contestó el otro. Se inclinó hacia él. Su aliento apestaba a vino, con cada movimiento de la boca que hacía al hablar, Elías podía distinguir las múltiples ausencias de piezas dentales de su boca. Tenía las pupilas dilatadas, las mejillas hundidas. -No me jodas, no tengo ganas de bronca. Dame un puto pavo y te dejo en paz con tus mierdas.

Elías suspiró. ¿Qué diablos estaba pasando?, le había dicho que no, ¿Por qué insistía?. "Dáselo- pensó- dale el euro y te dejará tranquilo. Como saques la cartera te la roba y sale corriendo. Va escuchar las monedas, va saber que llevas más dinero, no se va a conformar. Se va a poner en verde enseguida, aguántale un poco, dale conversación, ponle alguna excusa. Si por lo menos hubiera alguien más esperando al semáforo, joder, la hora que es, Gran vía, y yo solo aquí, en este cruce, es tan raro..."

-Pff si es que voy a ver a mi madre, que vive aquí al lado, tiene una enfermedad y...

-No me cuentes historias- contestó el otro. Se inclinó un poco más sobre él. Tenía la nariz del tipo a un palmo de la suya. Veía su mirada rabiosa tan cerca de la suya que sus pestañas casi podían entrelazarse. El semáforo permanecía en rojo, la gente ajena a lo que ocurría, caminaba indiferente a su espalda. -Mira tío, salí ayer de la cárcel, he estado once años allí, dame todo el dinero que llevas y el móvil, rápido, sin tonterías. 

-¿Pero qué...?- Elías abrió los ojos de forma desmesurada, retrocedió. Pero el otro avanzó hacia él. Podía ver las venas inflamadas de su cuello, sus grandes puños cerrados, en su cabeza completamente rasurada distinguió una cicatriz de unos diez centímetros sobre su oreja derecha. Elías balbuceó durante un momento, el semáforo ya debería haberse puesto en verde, ¿Pero y si le seguía? ¿Y si le perseguía hacia un lugar oscuro y apartado y le sacaba un arma? ¿Qué podía hacer? ¿Ir a la policía? El tipo se iría, pero se lo podría encontrar cualquier otro día. Apretó los puños, infló los pulmones, el sudor había comenzado a resbalar por los pelos de su nuca, se sentía superado.- Jódete...-dijo. 

Sorprendido ante el improperio que él mismo había pronunciado, desvió la cabeza hacia la carretera, esperando de forma idiota que el desconocido se marchara resignado. Pero seguía allí, de pie, a escasos centímetros de él. Cuando volvió a mirarle, el tipo, con la boca desdentada sonreía, los ojos hundidos en su cara se habían encogido, pero brillaban. Elías volvió a mirar a la carretera, no tenía nada más que decir. A pesar de haber pasado una eternidad para él, el semáforo permanecía en rojo, miró la acera, pensó en continuar caminando por aquella calle, luego observó a lo lejos aproximarse un Audi a gran velocidad. Por el rabillo del ojo vio que el tipo miraba también el coche, que se movía rápido, que era más fuerte todavía de lo que parecía, y que había contraído los brazos, encogiéndolos, replegándolos a cada lado de los costados, para estirarlos después, para empujarle, para colocarle trastabillando frente al Audi que lo embistió inevitablemente haciéndole saltar, despedido por los aires mientras las ruedas se clavaban de forma salvaje en el asfalto, y el chirrido resonaba en aquella calle, como el aullido de un lobo encolerizado. Desde el suelo, con la nariz sangrando, contusionado y dolorido, con una de las piernas dispuesta en una posición imposible sobre el asfalto, Elías, se retorció temiendo que el extraño fuera hacia él y lo rematara a base de puñaladas. 

Miró la acera, un anciano y dos mujeres corrían hacia él para ayudarle, pero el tipo no estaba allí. ¿Se había ido? Había sido rápido, ojalá hubiera sido tan rápido para marcharse antes de hacerle aquello. "¿Estás bien?" "Uff, creo que esa pierna..." "Voy a llamar una ambulancia, ¿la llamas tú?" "Si, la estoy llamando yo" Las voces se cruzaban, desconocidas, amables, en su mente, mientras sus ojos, posados en la acera parecían haberse quedado clavados en ella. Veía una figura, una mujer, pálida, con el semblante serio, alta, delgada, le observaba, sin mostrar expresividad alguna en su rostro. Podría haber sido una sádica, una mujer que simplemente disfrutara contemplando el dolor ajeno, o una que fuera muy sensible, que se hubiera quedado paralizada, horrorizada al contemplar aquella escena atroz: podría haber sido una mujer normal, sino fuera, porque por más tiempo que Elías la miraba, por más esfuerzo que hacía, era incapaz de distinguir donde acababan sus piernas, como flotando, aquella mujer extraña le miraba. 


La maldición de Elías ByrchDonde viven las historias. Descúbrelo ahora