Temperatura: Treinta y un grados Celsius.
Sensación ambiental: Treinta y tres.
Humedad ambiental: Sofocantes, ochenta y ocho por ciento.
En cuanto me monto en el taxi, los impresionantes datos hacen que me falte el aire. El cambio ha sido grande; de un gélido Seattle a un Río tropical.
En mi rudimentario portugués, le indico al chofer que me lleve a Ipanema, que es donde queda ubicado el centro de operaciones de mi alocada misión. El taxista se abre paso por las calles de Río, atravesando un enorme puente entre las bahías, brindándome una privilegiada y verde vista del Corcovado; estoico e igualito como lo veo en las novelas que me hacen alucinar. Esas que dan en el canal brasileño del cable, el que contraté especialmente.
¿Por qué? Simple.
Los hombres que salen en sus telenovelas son jodidamente sexys, lo más sexy que he visto en mi vida. Me encanta imaginar que los personajes de mis libros son alguno de ellos, con esos cuerpos perfectos y bronceados, y esa personalidad de macho posesivo, pero a la vez alegre. Por esa misma razón, ahora estoy aquí. ¿Qué mejor lugar para comenzar mis aventuras?
A pesar que aún es temprano, se ve mucha gente en la calle, trotando por la costanera de la playa o quizá, dirigiéndose a sus trabajos; todos con semblante desinteresado y feliz, vestidos realmente con muy poca ropa. Ahora, puedo decir de primera mano, que esto no es exhibicionismo puro, ya que con la humedad ambiental que hay, hasta yo comienzo a tener una imperiosa necesidad de andar desnuda, cual Eva en el paraíso. Aunque ellos, ya deberían estar acostumbrados, ¿no?
Justo en este momento, deseo con todas mis fuerzas estar en el paraíso, así, sería mucho más fácil mi búsqueda del miembro perfecto. Aunque a decir verdad, con la poca ropa que llevan, tampoco creo que me cueste mucho.
Apenas llego al hotel, me instalo a la velocidad el rayo.
Casi no reparo en los detalles de mi habitación, solo en la gran y cómoda cama con vaporoso dosel, y en el elegante living que hay fuera de esta, que da a un balcón enorme con vista a la playa. Me quito la molesta y calurosa ropa que traigo, me doy una ducha rápida y busco un lindo atuendo dentro de la maleta: un corto vestido azul de tiritas, mi diminuto bikini blanco y unas flip flop.
Una vez vestida, tomo mi bolso con los implementos necesarios para el día. Bloqueador solar, lentes de sol, billetera, evalúo por un momento llevar mi cuaderno de manuscritos, pero ¡qué va! ¡Estoy en una importante misión! ¿Mi celular? Definitivamente, no. Ese se quedará guardado por tiempo indefinido en esta habitación. ¿Lentes larga vista? De acuerdo, eso es mucho. Cual Lady Di, me pongo un sobrero de ala ancha a juego con mi vestido, mis gafas y salgo en busca de mi hombre perfecto; perdón, del «miembro perfecto».
Ya recostada en una de las reposeras —que el hotel tiene destinadas para los pasajeros en la playa—, me dispongo a comenzar a recrear la vista caipiriña en mano y el desfile de cuerpazos comienza en todo su esplendor, justo cuando el sol está en todo lo alto, resplandeciendo en el cálido mar azul turquesa.
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Cuatro horas después...
Definitivamente no estoy en el paraíso, estoy en el mismo cielo.
El espectáculo que tengo frente a mis ojos, es algo digno de describir y aseguro, que casi imposible de plasmar en todas las palabras que quiero decir. Mejor, es simple y claro señalar, que estoy con la boca abierta, prácticamente babeando.
Cuerpos magníficos y asoleados, ataviados en pequeños trajes de baño, si es que a esa ínfima porción de tela, se le puede llamar así. Abdominales definidos, pectorales de hierro, brazos fuertes, ojos de ensueño y si a eso le sumamos gotas de sudor mezcladas con agua salada, con claridad el calor que siento, no proviene de los treinta y seis grados Celsius, sino más bien, comienzo a tener un inmenso y húmedo calor entre las piernas.
Sí, mil veces mejor que en las telenovelas. Indiscutiblemente, la playa de Ipanema, es el cielo.
Después de la cuarta caipiriña —traída por el adorable chico que trabaja en el bar del hotel que hay en la playa— y con ojos de águila al acecho, comienzo mi exhaustiva búsqueda, mientras me balanceo al ritmo de una alegre y brasileña canción.
Primera parada: El grupo de guapos chicos que juega voleibol.
Altos y como es de esperar, también esculturales. Vestidos con aquel traje de baño más parecido a un bóxer, que me brinda una privilegiada vista de la parte de su anatomía que más me interesa. De hecho, debo reconocer, que ni siquiera les miro los ojos.
«Muy ancho, muy chico, mediano, ínfimo, largo y flaco, corto y grueso. ¡Madre santa! ¡Si hasta puedo regodearme con los portes!», al parecer, esto será más difícil de lo que pensaba, tal vez, estoy exigiendo mucho, ¿o, no? Bueno, es mi fantasía y quiero que sea perfecta. Además, no tengo límite de tiempo para estar aquí o al menos, hasta que llame mi abogado y me avise que los papeles para divorciarme del «hombre maní», ya están listos.
Mis pupilas están puestas en todas direcciones, primer día y ya no sé para dónde mirar. Todo aquí exuda sexo y calor, creo que mis ojos hasta un par de vueltas en sus propias orbitas dieron y precisamente, no los puse blancos. ¡Y Dios! Como muero porque aparezca el miembro soñado que logre ponerlos en blanco, mientras encojo mis pies, retorciéndome del más puro y carnal placer.
Tomo el bloqueador solar para untarme otra vez, el sol está muy fuerte y mi nívea piel comienza a tornarse roja. Me esparzo el blanco ungüento en las líneas del bikini de mis pechos cuando...
—Não está bem, uma menina gata como você não deveria pôr sozinha o bronzeador.¹
Una sexy voz y una enorme mano extendida hacia mí, me habla algo sobre untarme bronceador o qué sé yo, ya que al escuchar ese sensual ronronear que invita a pecar, mi vista primero que todo, se clava más interesada en cumplir su vital misión.
«¡Por todos cielos!», eso..., eso..., eso que tiene ahí, paseándose con descaro frente a mis ojos, es..., es...un arma mortal... ¡No! ¡Qué arma mortal! Aquello es un misil. ¡Sí! Un tremendo, grueso y descomunal misil, que amenaza con mucho más que partirme en dos.
Me saco los lentes de sol, ese pedazo de miembro, tengo que observarlo mejor. Ladeo la cabeza hacia un lado y luego hacia el otro, para corroborar que su tamaño es real. Muerdo mi labio inferior de la más pura incredulidad y juro que no es de remilgada, ¡pero el porte me da pavor!
«¡Eso me atravesará hasta la garganta!», junto mis piernas como acto reflejo, por mera protección y miro al portador de la colosal arma de destrucción.
Es un chico guapo, negro y escultural, que me sonríe mostrando todos sus blancos y relucientes dientes, su manota está a punto de quitar el bronceador de la mía.
«¡Ay, no, no, no, no!», soldado que arranca sirve para otra guerra y yo, ni siquiera he librado la primera batalla. Me paro de un salto, tomo mis cosas como puedo y, como la cobarde que soy, huyo a toda velocidad en dirección al hotel.
Mañana será otro día y con todo lo que pude ver hoy, ya tengo una idea bastante clara de lo que quiero...
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Nota del autor:
1. No está bien, una chica tan sexy como tú no debería broncearse sola.
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El chico de Ipanema
RomanceIsabella Black, escritora erótica, sexualmente frustrada, decide dejar a su marido para emprender una desvergonzada misión: "Encontrar al hombre más perfecto del mundo que la haga gritar de placer". Lo que no imaginó, es que en esa loca aventura no...