Capítulo II: La institución

4 0 0
                                    

Siempre me había preguntado cómo había logrado evadir un día como este. Me consolaba pensando que mis problemas y mi dolor no eran lo suficientemente grandes como para generar episodios implosivos o expansivos, pero parece que me equivoqué.

Creo que es bastante vergonzoso que los demás me vean como una especie de falla. Estoy rota y eso me hace peligrosa. Me hace poderosa. Me hace incontrolable. Y eso es algo que el sistema no puede tolerar.

Luego del episodio en el salón de clases, ocurrió lo esperado: la universidad notificó inmediatamente a la policía y al gobierno municipal acerca de lo sucedido. También tuvieron que venir algunas ambulancias ya que algunos alumnos fueron golpeados por los pedazos de cemento que formaban parte del techo.

Nunca fui buena jugando a las escondidas, así que fue fácil para los oficiales encontrarme: no tuvieron que hacer más que buscar en los baños del primer piso. Intentaba calmarme, pero no podía dejar de pensar en que el hecho de haber dejado mi estereotipo de chica silenciosa, tímida y serena me haría ver aún más peligrosa; podrían sospechar que ya tendría un buen tiempo ocultando mis problemas y definitivamente eso no era conveniente para mí. La aparición de los oficiales me sacó de mis cavilaciones y mi ensimismamiento. Luego, me escoltaron hasta el patrullero para llevarme al edificio de rehabilitación y reclusión en el cual debería vivir los próximos meses.

Cada vez que alguien mostraba algún indicio de ser capaz de desencadenar un episodio expansivo o implosivo, debía ser interrogado. En mi caso no había especulación alguna: yo había implotado ante sesenta espectadores, a quienes otros oficiales ya les deberían estar tomado declaración acerca de lo sucedido y acerca de mi persona.

La verdad es que no sabía cómo sentirme. Por un lado, me reconfortaba la idea de dejar de fingir y de recibir ayuda, pero, por otro lado, me asustaba pensar en los métodos que podrían llegar a utilizar para conseguirlo. Había escuchado muchos rumores acerca de los centros de rehabilitación: terapias extrañas, excesos de medicamentos, y... muerte. Algunos sostenían que, si el personal de salud que trabajaba en esos lugares consideraba que no había certeza de cura para algún paciente, el paciente era ejecutado ya que representaba un peligro inminente para sí y para otros. Por supuesto que el estado no reconocía aquellas muertes, que obviamente nunca podían demostrarse como tales ya que ese tipo de personas simplemente desaparecía. Sin embargo, los rumores existían porque no era muy difícil pensar que el gobierno no malgastaría sus recursos en aquellas personas que no representaban una inversión segura, es decir, en aquellos que no pudieran disminuir o suprimir su dolor y con ello, reducir y desaparecer su capacidad expansiva o implosiva. Asimismo, tampoco permitirían que los tratamientos se prolongaran más de lo debido o que los poderes de alguien sobrepasaran cierto límite. De este modo, el paso por el centro de rehabilitación aseguraba una cierta purga: o te liberas de tu dolor, o el estado se libera de ti.

Me encontraba tan absorta en esos pensamientos que no me había dado cuenta de que ya habíamos llegado a destino. Un extenso edificio blanco se alzaba ante mí. Su increíble simetría y pulcritud podría ser admirada por cualquiera, pero a mí me asustaba tanto que se me formó un nudo en el estómago. La construcción era sumamente alargada (se extendía más allá de donde podía llegar ver) ya que no tenía ningún otro piso más que la planta baja. Las ventanas eran muy pequeñas y los vidrios de éstas tenían una textura extraña: se veía en ellos una especie de zigzag cuyas líneas se intercalaban entre un tono marrón grisáceo más claro y otro más oscuro. Agradecí no tener mucho más tiempo para seguir contemplando la estructura, ya que estaba segura de que, si seguía haciéndolo, no haría más que continuar reforzando todos las creencias y temores que ya tenía acerca de este lugar.

Entramos por unas puertas dobles a lo que parecía ser la recepción del centro. Una chica de unos veinte años en un perfecto uniforme blanco me indicó que debía tomarme una foto; los oficiales se encargarían luego junto con ella del resto del papeleo, ya que tenían el resto de mis datos. Una vez concluido el trámite, dos hombres vestidos con el mismo uniforme blanco me escoltaron a través de un laberinto de pasillos repleto de puertas, y por supuesto, todo seguía igual de pulcro y blanco. Nos detuvimos frente a una puerta que uno de mis acompañantes abrió utilizando unas llaves, tras lo cual me ordenaron entrar. Una vez dentro, escuché cómo la puerta se cerraba y me dediqué a observar lo que entendí que sería mi habitación. Frente a mí se encontraban los pies de una cama cuya estructura era una prolongación de la blanca pared, más que una cama parecía un montículo de cemento con un colchón. En la pared de enfrente había unas vacías estanterías (también hechas de cemento) y entre estas dos estructuras se hallaba una especie de escritorio con su respectivo asiento, y de nuevo se trataba sobre una prolongación de la pared, excepto por la silla, que provenía del suelo. Noté que sobre la mesa o escritorio había una pequeña ventana, exactamente igual a las que había visto al llegar.

Luego de un rato largo, me encontraba sentada en el banquito de cemento, pues no tenía otra cosa qué hacer y no quería humedecer la cama. Repentinamente, escuché unos golpes en la puerta, la cual fue abierta inmediatamente después por una joven que se asomó a través de ella. Vestía el blanco uniforme de la institución y traía en sus brazos una gran caja de cartón.

—Hola Anastasia. Mi nombre es Vanesa, soy enfermera en esta institución —dijo con una leve sonrisa—. Te traje algunas cosas que vas a necesitar y una en particular que podría gustarte. Pruébate la ropa, pasaré más tarde para ver cómo te ha ido, si necesitas otro talle podré traértelo y ya tendrás todo listo para la cena. —Se despidió con la mano y antes de cerrar la puerta, se giró, como recordando algo— ah y, bienvenida al centro —me guiñó un ojo, me sonrió nuevamente y se fue.

Bueno, tenía que admitir que al menos parecía amable. Tal vez este lugarno fuera tan malo después de todo. La curiosidad hizo que abandonara cualquiertipo de pensamiento, así que me acerqué a la caja que Vanesa había dejado sobrela mesa. Lo primero que se veía eran Agradecí poder secarme, ya que estaba empezando a tener frío. Me vestícon la ropa que me habían traído; todo me quedaba perfecto. El mono se pegaba amí como una segunda piel. No dejaba nada a la imaginación, apenas si lograbaesconder algo de mi cuerpo. Tal vez ese era elpunto: evitar que lográramos esconder algo entre nuestra ropa. Pero ¿por quénecesitaríamos esconder algo? ¿Sucedían aquí cosas tan malas? Estabaintentando dejar de ser tan paranoica, debía ser prudente hasta averiguar quéera lo que realmente sucedía en estos lugares y para ello, necesitaba estar máscalmada. Ubiqué la ropa y los artículos de higiene en los estantes y luegocontemplé lo que yacía en el fondo la caja: algunas hojas algo grisáceas, unbote de plástico lleno de tinta y una pluma de ave. Esto era raro, ¿por qué elpapel tenía ese color? ¿Por qué no me habían dado simplemente algún lápiz o bolígrafo? En cierta medida, todo en este sitio era algo extraño... ¿por qué notendría muebles normales? ¿Por qué el edificio no tenía pisos superiores enlugar de ser tan alargado? ¿Por qué me daban aquellos extraños instrumentospara escribir? ¿Por qué las ventanas tenían ese extraño zigzag? No tenía aúnrespuestas para esto, pero me propuse averiguarlo.

Estimada AnastasiaWhere stories live. Discover now