Esperé tres días antes de marcar su número en mi teléfono móvil.
Tres días en los que no había podido pensar en otra cosa; incluso los sueños me habían acosado con gabardinas detectivescas pasadas de siglo y sus hipnóticos ojos azules. Supuse que debía ser la razón de que me encontrara tan nerviosa mientras esperaba con el móvil en la oreja. O al menos, era una de ellas. La otra seguramente fuera que no había quedado con nadie en casi un año, ni siquiera para tomar un café o ir de compras.
“Que penoso” se burló una vocecilla en mi cabeza.
Un tono. Bueno, nadie contesta al primer tono. Eso sería raro.
Dos tonos.
Tres tonos. Quizás estaba ocupado.
Después de escuchar el sexto pitido me decidí a colgar, aquello era una tontería. No era más que un extraño. Si, un extraño que me atraía más que cualquier hombre que hubiera conocido, pero nada más que eso.
Por algún motivo que ha día de hoy se me escapa, me ignoré a mi misma y continué esperando. El buzón de voz saltó y nadie había contestado. Me mordí el labio inferior, una mala costumbre que siempre me sale a relucir en momentos de ansiedad. Y marqué el botón de re llamada. “La verdad es que soy idiota”.
-¿Diga?- Una voz de mujer preguntó al otro lado de la línea. Me quedé en blanco. Desde luego, esto no lo había previsto. -¿Diga? ¿Hay alguien ahí? – La voz preguntó con un tono de impaciencia. Era aniñada, cantarina y suave, como de chica joven. – Si es una broma, me estoy meando del a risa.- Añadió sarcástica.
Entonces colgué.
Entre el enrevesado nudo de intrigas y conspiraciones que era mi mente en aquel momento logré esclarecer un solo pensamiento, el que gritaba con más fuerza. “Error”, “Estupidez”, “Pérdida de tiempo”. Revisé el número y comprobé que lo hubiera escrito bien, por si acaso.
Era correcto.
Suspiré y tiré el teléfono al sofá. Sabía que era una mala idea, es una pena que raramente hagamos caso de nuestra razón y nos dejemos guiar por irrealidades que nos conducen a este tipo de cosas. Con un sentimiento entre la decepción y la rabia cogí mi chaqueta del perchero, las llaves del recibidor de casa, y cerré la puerta con un dramático portazo que debieron escuchar mis vecinos del quinto. Las expectativas, al fin y al cabo, no son más que mentiras condicionadas por nosotros mismos, por lo que queremos y no por lo que vemos. Podía comprender eso, lo que más me molestaba era darme cuenta de que seguía persiguiéndolas a pesar de todo. Me molestaba no haber aprendido nada.
Pasé todo lo que quedaba de tarde en el parque que había a dos calles de mi barrio, el más grande – y por extensión mejor cuidado, aunque nadie comprenda esa lógica – de la ciudad. Tenía de todo, sus zonas de arena, columpios y esas trampas mortales con forma de castillos para críos, su pequeño lago, una cafetería con terraza en el lado oeste, al lado de un puesto cerrado de helados… Aquel día el parque se había plagado de familias que echaban un mantel sobre la hierba húmeda y sacaban, de su imprescindible cesta de mimbre, bocadillos y bebidas rodeados de niños, perros, y frisbies volando de unos a otros.
Como siempre, me quedé apartada sentada en un banco, observando sin realmente fijarme en nada y masajeándome la rodilla derecha inconscientemente. Un grupo de corredores pasó justo en frente de mí y no pude evitar dejar que se filtrara una mueca de envidia en mi cara. Envidia sana, para entendernos. En mi adolescencia había tenido muchos problemas con una lesión en la rodilla demasiado recurrente. Días enteros en casa sin ir a la escuela, sin salir al parque, sin jugar con el resto o sin poder practicar ningún deporte, ciertamente no había hecho de mi la persona más sociable del planeta. Había crecido acomplejada, siempre me había parecido estar separada del resto por un muro invisible que surgió de la nada, que me hacía un poco más diferente. Ni que decir que uno de mis sueños, ser gimnasta profesional, se vio truncado casi al mismo tiempo de planteármelo. Pero ya sabéis como funciona esto, lo ínfimo que fuera el tiempo que llevaba esa meta implantada en mi cabeza, fue suficiente para hacer crecer en mi la esperanza y la ilusión, esas compañeras traicioneras. Nunca lo llevé bien. Fue un fracaso que me marcó desde muy pequeña y me definió durante mucho tiempo. Y es lamentable, porque fui yo quien lo permitió.
Por suerte, conocí al Doctor Harris. “Ningún niño debería enfrentarse a un sueño roto”, solía decirme durante las consultas. Creo que por eso me convertí en maestra, aparte de por mi evidente incompetencia con las ciencias, claro. Y también creo que a pesar de la envidia las sonrisas de los niños valían la pena
Pasé unas tres horas disfrutando del calor de principios de otoño y una selección de la mejor música de mi mp3 antes de decidirme a volver a casa. Caminé despacio, dando un agradable paseo, admirando como el ocaso pintada de naranjas y rojos la ciudad y las hojas a punto de caerse de los árboles.
Cuando entré estaba mucho más relajada, apenas me había parado a pensar en la fallida llamada de antes. Miré el teléfono, aun tirado de mala manera sobre mi sofá, tentada a recogerlo, pero estaba convencida a no dejar que nada arruinara mi estado de paz, asi que lo dejé donde estaba y llené la bañera.
Después de un placentero baño relajante seguido de una buena cena, por fin me animé a recuperar mi comunicación con el mundo. Tenía seis llamadas perdidas. Una era de mi madre (Di gracias por no haber estado para contestar, mi madre puede ponerse muy pesada). Las otras cinco pertenecían al número que el extraño de la gabardina me había dado y al que había respondido aquella mujer. Me sorprendió, lo reconozco. Una me la podía haber esperado, pero ¿cinco?
Encendí la televisión sin dejar de mirar fijamente la pequeña pantalla de mi teléfono. De pronto, comenzó a vibrar. Estaba recibiendo una llamada. Se me atragantó la tila que estaba bebiendo y tosí escandalosamente. Era su número.
Contesté sin apenas darme cuenta.
-¿Si?
-¿Julia?- “Espera, ¿Cómo sabe que soy yo?” me pregunte algo inquieta.
-¿Quién es?
-Mi nombre es Marcus, Marcus Calaham. Te di mi teléfono el otro día, en la consulta del psicólogo.
“Si, sé quién eres, te he llamado ¿Te acuerdas? A, no, si no contestaste tu”
-¿Cómo sabías que este era mi número?- “Vale, pregunta tonta Julia. “
Él se rió. Al instante mi enfado se desvaneció y fue sustituido por un proyecto de sonrisa tenue.
-¿Cuantas posibilidades había de que fuera otra persona?-
-Claro- admití sin saber que decir- Obviamente.
-¿Tienes algo que hacer mañana?
-Depende- Contesté con un tono ligeramente burlón. Era extraño, pero su voz me inspiraba una confianza instantánea que poca gente había logrado de mí. Y, para más crédito, ninguna lo había conseguido siendo un desconocido y por teléfono. El misterio de la chica respondiendo a su teléfono lo apuntaría en mi lista de cosas pendientes para otro momento. Al fin y al cabo, había más de una explicación posible.
-Vaya, le di mi número a la difícil- Volvió a reír. - ¿Puedo invitarte mañana a un café?-
Me sentí con ganas de bromear.
-¿Es una cita?- pregunte con fingida coquetería.
-Depende- Respondió, y podía imaginármelo sonriéndole ala nada.
-Eres un completo desconocido. ¿Cómo se yo que no me vas a raptar y vender mis órganos a la mafia rusa?- Volvió mi sentido común (Que esa noche también iba de gracioso, por lo visto).
-¿Tienes asuntos con la mafia rusa?
-¿Importa?
-Mmm…- Dudó unos segundos. –No. De momento no.- Negué con la cabeza divertida.- ¿Entonces?
-Mi planteamiento sigue en pie, Señor desconocido.
-Te he dicho mi nombre. Y en realidad soy un desconocido “de momento”, mañana ¿quién sabe?
Me acomodé en el sofá y me dejé vencer, incluso mi voz dejaba escapar mi sonrisa apenas contenida.
-Muy bien, no tengo nada que hacer mañana.
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A través del espejo
Science Fiction-"A veces pierdo la cordura tratando de olvidar que un corazón enamorado no se rinde jamás " Una historia de amor, la consulta de un psicologo y miles de posibilidades. -"Solo soy un reflejo más en el espejo"