NARRA X.
El olor de la humedad me llegaba como si de un aliento frío, o un largo suspiro emitido por la más bella de todas las ninfas se tratase. El viento mecía las hojas del gran sereno y de vez en cuando mandaba corrientes atrevidas a azotar mi rostro. Desde el negro cielo me observaba madre plata. Me enviaba los susurros de mi propio ser que, al no ser escuchados por nadie, se transformaban en un eco que acababa por fundirse con el sonido del silencio.
La madera del escritorio crujía bajo mi peso.
Mi cara, posada en la ventana, divisaba a través de esta el mundo que se extendía a mis pies.
Se veía todo tan desolado... Pero sin embargo, tan tranquilo y enormemente hermoso, que mi alma solo podía sentirse en la más profunda paz.
El tiempo se había detenido en aquella noche de verano y repentinamente, lo entendí todo.
A pesar de ello me sentía calmado. Solo me permití que un par de lágrimas saladas brotaran de mis infantiles ojos. Estaba triste, pero al mismo tiempo me encontraba extrañamente sosegado y feliz.
Había aprendido. Bajé de mi improvisado asiento y me recosté sobre la cama. Seguidamente me dormí.
Cuando desperté al día siguiente y eché un vistazo al paisaje de nuevo, no podía creer que ese lugar lleno de suciedad y pasto fuera el mismo que el de hacía unas horas.
<< Definitivamente, la noche hace milagros >> pensé.
Bajé a desayunar y me preparé más galletas con chocolate de lo habitual. Eso, junto con un libro de tapas gruesas, fue mi autoregalo por mi decimotercer cumpleaños. Me las comí en el porche debido a que la estúpida de Anna me echó del comedor en cuanto llegó a cumplir con sus cuidados hacia mi abuela.
Si es que se le puede llamar cuidados a "quiero robarte todo el dinero que pueda y este niño es una piedra en mi camino". Realmente esa idiota me enfadaba. Decidí dar un paseo. Caminé durante bastante rato y paré en varias librerías.
Más tarde, fui a la biblioteca y cuando salí, ya estaba atardeciendo.
Aún no quería ir a casa, de modo que opté por dirigirme al Daruma (mi callejón favorito). Allí esperaría a que anocheciera y contemplaría las estrellas hasta hartarme. Llegué muy rápidamente al lugar.
Tras ponerme cómodo, cogí mi libro nuevo e instantáneamente inicié mi lectura. Leí durante un rato y poco después, unos gritos me sobresaltaron.
Al ser mi casa la más próxima al callejón y oírse el ruido tan cerca, por un momento, creí que el jaleo provenía de mi hogar. Por consecuente me asusté, pues pensé que algo pasaba entre mi abuela y Anna.
Pronto comprendí que el asunto se estaba sucediendo en la vivienda contigua. Podía respirar tranquilo.
Una vez concluidas mis cavilaciones, me dispuse a escuchar.- Cariño, perdóname, sé que no debería haber dejado que pasara esto. Vuelve aquí, por favor - chilló una voz femenina.
Y entonces, tras unos dos minutos, apareció ante mí un chico de aproximadamente mi edad con un golpe en la mejilla y lágrimas en el rostro. Era el vecino.
En cuanto se percató de mi presencia se limpió los ojos e imprimió una sonrisa en su cara.- Oh, eres tú - dijo en tono amable - ¿Qué haces aquí?
Me pareció que se veía lindo cuando sonreía.
- Leer - respondí secamente.
- No eres muy hablador - mencionó pensativo - Oye, ¿cómo te llamas? Aunque somos vecinos nunca he sabido tu nombre - añadió.
- Eso no es de tu incumbencia - contesté.
- Sí lo es, necesito saber de qué forma llamarte ahora que vamos a vernos más a menudo.
- ¿Vernos más a menudo? ¿Por qué se supone que nos veremos más?
- Pues porque ambos hemos escogido el Daruma como sitio para pasar el rato. ¿Me equivoco? De hecho me sorprende que no hayamos coincidido aquí antes. Ah, y yo no sé tú, pero por mi parte no hay intención de abandonar este lugar - explicó con aire solemne.