II

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El sonido del agua, y lo relajante de ella hizo que Agasha abriese los ojos con cierta calma. Escuchar voces femeninas hablando a su alrededor le provocó un despertar... tranquilo.

Ara —expresó una chica con sorpresa—, ya despertarse.

—¿Quiénes son ustedes? —masculló Agasha inhalando un aroma dulce. ¿Sería aceite de vainilla?

—Mi nombre es Calisto —se presentó una rubia de ojos color miel.

—El mío, Ava —se presentó la otra de cabello negro y ojos oscuros.

—¿Y...?

—Somos doncellas del Santuario —respondió Ava como si fuese lo más obvio—, sufriste una caída y el señor Albafica pidió que te atendiésemos. Al parecer has estado excediéndote en el trabajo.

Cuando Agasha cayó en cuenta de que las doncellas estaban lavando su cabello y pies, casi le da un ataque, porque las tres estaban desnudas adentro de una enorme piscina blanca en medio de un espacio increíblemente limpio que jamás había visto.

—¿Dónde estoy? —alarmada, movió la cabeza un lado al otro tratando de no dejarse relajar tanto por el vapor que salía del agua y ese dulce aroma.

—Estás en la Sala Blanca —respondió Ava, retomando lavar el cabello de Agasha—. Aquí sólo los santos pueden venir —le informó en susurro como si debiese guardar el secreto.

—¿Y el señor Albafica les pidió que me trajeran aquí? —se sorprendió Agasha.

—Sí —asintió Calisto—. Dijo que te cuidásemos hasta que te sintieses mejor.

—Lo que me sorprende es que su primera llamada fuese para esto —dijo Ava.

—¿A qué te refieres?

Agasha, a pesar de que consideraba esto... extraño, no quería que el masaje sobre su cabeza se detuviese por nada del mundo.

—El señor Albafica nunca ha llamado para recibir nuestra asistencia —se rio Calisto—, durante todo este tiempo, él ha insistido en que nadie de nosotras toque sus cosas o siquiera le hable. Pero supongo que has de ser una buena amiga suya para que haga una excepción.

Con la duda implantada en su corazón, Agasha no supo cómo responder.

—Aunque tengo que decírtelo —interrumpió Ava con el aire de misterio—. Eres afortunada, chica. Mira que tener como amigo a ese hombre.

—Ava —reprendió Calisto sin dejar de pasar sus dedos por entre las plantas de los pies de Agasha—. Sabes que debes mantener distancia de todos los Santos Dorados, no sólo de él. Recuerda cuál es tu posición.

Ava soltó un suspiro de desacuerdo.

—Ya lo sé.

La plática quedó ahí. Una vez que ella estuvo limpia y las doncellas también se hubiesen bañado rápido y puesto otras togas, la ayudaron a ella a salir de la enorme piscina.

La secaron con toallas blancas para luego darle una toga que, definitivamente no era suya. En vez de su raída toga gris con agujeros, le dieron una toga color melón con un solo tirante que cubría su hombro derecho, la falda ondeaba por debajo de sus rodillas y sus sandalias viejas seguían ahí pero estaban lavadas.

Mientras le cepillaban el cabello, luego de ponerle un aceite por todo su cuerpo, Agasha pensó en pedirles que la dejasen ahí para siempre, pero al enterarse de que ya habían pasado 2 horas desde que se desmayó, no quiso perder más el tiempo pues su padre debería estarla esperando en casa.

Luego de darle de beber un relajante té tibio, que supuestamente le elevaría las energías, mientras su cabello se secaba, Ava y Calisto se fueron una vez terminado su trabajo pero antes le explicaron qué camino debía tomar para salir del Santuario, que era donde se encontraba la Sala Blanca, para volver a la Casa de Piscis.

𝓐𝓶𝓪𝓶𝓮 𝓮𝓷 𝓢𝓲𝓵𝓮𝓷𝓬𝓲𝓸Donde viven las historias. Descúbrelo ahora