Era sábado por la tarde y Diana decidió acercarse a la feria tranquilamente, sola, sin nadie que le acompañase. No es que sea dependiente e insegura, pues tenia sus dieciséis recién cumplidos, pero, la advertencia de Marco le había puesto más tensa y dudosa que nunca. ¿Por qué? Esa pregunta que quedó sin responder hacía que todo le pareciese ambigüo. Tenía miedo pero el ambiente del recinto era precioso y afable.
Había una carpa, que posiblemente fuese un circo; una noria, colorida y con apariencia antigua pero muy bien conservada, un carrusel tan decorado y particular que parecía sacado de la época barroca... En resumen, los alrededores eran básicamente impresionantes.
El gentío le resultaba agradable a Diana, pues era tal el buen ambiente que incluso el nervioso mono que posaba en el hombro de un señor con un traje típico de feriante al que observaba Diana con bastante asombro.
Diana caminó hasta un puesto con algodones de azúcar de un rosa pastel que daba ganas de comerlo hasta que no pudieses tomar siquiera un milímetro de él y unas manzanas del caramelo tan rojas y brillantes que te podías reflejar en ellas fácilmente.
—Vaya, vaya... ¡Has caído en la tentación! —dijo el feriante alegremente— coge la que más te gusta, ¡te hago una oferta especial!
—¡Es usted muy amable! —dijo agradecida Diana.
Ella, después de pensar durante minutos delante del puesto se decidió por comprar la manzana de caramelo con la pinta mas deliciosa que había en todo el largo expositor del amable feriante que le atendió.
Después de esto, se dirigió a la noria que, al ser tan alta, imponía de una forma espeluznante desde la perspectiva suya. Al montarse, tuvo una sensación de que alguien estaba allí, con ella, sentado en frente. Algo extraño, paranormal. Ella se limitó a mirar el paisaje con cierto vértigo, era precioso: las casas empezaban a tener una tenue luz que indicaba el comienzo de la noche, se veían las otras atracciones funcionar al compás de las risas y gritos eufóricos, al horizonte, el agua que calcinaba la costa... Y la noria seguía dando vueltas como las agujas del reloj. Y el reloj iba mas rápido. Y la noria le seguía. Y más rapido.
—¿Qué...? —se dijo a si misma Diana asustada.
Se hacía de noche, más oscuro, más extraño. Desaparecía la gente y las luces; sin embargo, las atracciones seguían tan alegres y lúcidas como hacía... ¿Diez minutos?
Diana bajó de la noria la cual paró en el preciso momento en el que paró de pasar el tiempo. Estaba mareada, inconsciente e incapaz de dar un paso correctamente. Las náuseas le invadían y no podía dar un paso correctamente
De repente apareció un chico con una camiseta blanca de tirantes, unos pantalones negros sujetos de unos tirantes del mismo color que los pantalones. El chico era un prototipo perfecto: de raza aria, musculoso, pálido y tan bello que parecía una especie de muñeco, incluso su piel brillaba como la porcelana. Se acercó hasta la distancia en la que su nariz y la de Diana podían rozarse en cualquier momento. Ella podía ver detalladamente su cara: estilizada, con una expresión dura y unos pómulos que parecía que no se movían. Sus labios, aquella perfección rosada y bonita intocable y tentadora a la vez que era intimidante y desconfiante. Era increíble, una obra de arte quizás. Para Diana bastante nostálgico.
—¿A dónde vas? —preguntó Diana. Sentía miedo, impotencia y nervios. —¡No me dejes sola, por favor! —rogó. —¡Por favor!
No contestaba. No respondía. Parecía sordo. Aislado del mundo. Seguía andando. Se alejaba. Diana corrió hacia él desconcertada e intentó pararle. Diana decidió seguirle después de insistir mucho. No sabía donde le dirigía, donde iba ni donde acabaría, pero se sentía menos débil al lado del chico.
Diana sacó su móvil del bolsillo para comprobar la hora. 00:00.
—Vaya, qué puntualidad tengo. Un momento... ¡MIS PADRES! —pensó— Oye, que me tengo que ir, eh... Que estoy perdida... Por favor, llévame a la salida, que no sé ni donde estoy.
—Una vez que entras no sales. —dijo el chico mostrando una voz de barítono y un timbre elegante, sin embargo, parecía forzada.
—Vaya, hablas. —dijo Diana sorprendida.
El chico no respondió, siguió andando. Se podía comprobar que todas y cada una de las atracciones estaban en funcionamiento y con personas a cargo de ellas muy particulares y aterradoras.
—Hemos llegado.—dijo él.
De repente estaban frente a una carpa de un tamaño colosal rayada de rojo y amarillo en un estado ciertamente tétrico. Diana miró al frente y leyó en un cartel de madera tallado de un barniz naranja y brillante "Devan. El lado divertido de la locura".
Diana, sabiendo que no se podía oponer a pisar esa estancia tipo antro, se adentró en ella detrás del chico. La carpa dió un gran cambio a los segundos de Diana entrar. Todo parecía limpio, divertido y apasionante, un circo de calidad. Se escuchaban rumores y risas y, además, se podía contemplar muchos artistas de circo practicar: acróbatas, payasos, domadores y sus bestias de apariencia señorial...
Solo pasaron unas milésimas de segundo cuando todas aquellas personas giraron sus cuellos para contemplar a la inocente chica. Se acercaban para verla muchas de aquellas personas como si fuese ella la estrella del circo.
—Vaya, vaya... Una chica. —dijo un payaso un poco sudado ocupando todo su campo de visión con su cara.
—¡No le agobies, inútil! —decía una mujer de tallaje grande y un pelo al estilo barroco.
Se acercó a ella un tal que aparentaba ser el que dirigía esto. Su presencia expulsaba una especie de repelús, sin embargo, iba muy acicalado y bien vestido.
—¿Qué me traes, Héctor? ¿Una pobre chica? Anda, hermosa, dime tu nombre...
—Diana. —respondió.
—¿Así, asecas? ¿Sin padre ni madre?
—Diana Isabel Fernández Cerezo.
—Vale, señorita... Fernández . Disfrute de la función. —dijo elegantemente.
—Gracias.
Asentó y miró la hora de nuevo en su móvil. 00:00. Era imposible. Comprobó si el reloj iba bien. Iba bien. Eso significaba algo. Algo. Algo del tiempo. Le pasaba algo al tiempo. El tiempo no corría. ¿Como no podía correr?
¡Espero que os haya gustado! Juro que los capítulos los haré mas largos, estamos empezando esto...
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