Retorciéndose de dolor en el suelo, Bruce Allan Cooper jadea, parpadea e intenta recuperar el aliento. Puede oír los gruñidos primitivos, como balbuceos, del puñado de mordedores que vienen a por él en busca de alimento. Una voz en su cabeza le grita:
«¡Muévete, imbécil de mierda!
¡Cobarde! Pero ¡¿qué haces?!».
Bruce, un afroamericano enorme con la constitución de un alero de la NBA, con la cabeza en forma de misil, afeitada y una sombra de perilla, rueda por el suelo accidentado, evitando por los pelos las garras grises y las fauces hambrientas de una mordedora adulta a la que le falta media cara.
Consigue protegerse mientras recorre un metro y medio o casi dos, hasta que siente una punzada de dolor en el costado que le incendia las costillas y se apodera de él, dejándolo paralizado en plena agonía. Cae de espaldas, aferrándose todavía a su hacha de incendios oxidada, cuya cabeza está cubierta de sangre, pelo humano, y la
bilis viscosa y negra que los supervivientes llaman «mierda de caminante».
Bruce se siente desorientado durante unos instantes, le pitan los oídos y se le ha empezado a cerrar un ojo por la hinchazón de la nariz rota. Lleva el uniforme del ejército hecho polvo y las botas militares embarradas de la milicia no oficial de Woodbury. Sobre él se extiende el cielo de Georgia, un toldo bajo de nubes de un color gris similar al del agua sucia, inclemente y
desagradable para ser abril, que se burla
del hombre cuando éste lo mira: «Mira, niñato, ahí abajo no eres más que un bicho, un gusano en el cadáver de una tierra moribunda, un parásito que se alimenta de las sobras y las ruinas de una raza al borde la extinción».
De repente, tres rostros desconocidos eclipsan la visión del cielo sobre su cabeza, como si fueran planetas oscuros que, poco a poco, bloquean el firmamento, y todos gruñen estúpidamente como si estuvieran
borrachos, con los ojos lechosos abiertos para la eternidad. De la boca de uno de ellos, un hombre obeso vestido con una bata de hospital manchada, gotea una sustancia viscosa y negra que cae sobre la mejilla de Bruce.
—¡ME CAGO EN LA PUTAAAAAAA!
Bruce sale de repente de su estupor con un arranque de fuerza inesperada y se abre paso a hachazos. El filo traza un arco hacia arriba y empala al mordedor gordo a través del tejido blando que tiene bajo la mandíbula. La mitad inferior de la cara se le cae y una falange fibrosa de carne muerta y cartílago brillante asciende seis metros girando por los aires, antes de estamparse contra el suelo con un ruido
sordo.
Rodando otra vez y volviendo a ponerse de pie como puede, el hombre ejecuta un giro de 180 grados —con gran agilidad, teniendo en cuenta su corpulencia y el terrible dolor al que está sometido— y le rebana los músculos podridos del cuello a la otra mordedora que va a por él. La cabeza se le cae hacia un lado, colgando por un instante de las hebras de tejido reseco que la unen al cuerpo, antes de que éstas se rompan y la cabeza se desplome en el suelo.
El cráneo rueda unos cuantos centímetros dejando un rastro negruzco y sanguinolento mientras que, durante un momento insoportable, el cuerpo permanece en pie con los brazos inertes
extendidos, impulsados por su espeluznante instinto. Hay algo metálico enrollado a los pies de la criatura, que acaba sucumbiendo a la gravedad.
Es entonces cuando Bruce oye, amortiguado por culpa de sus maltrechos oídos, el último sonido que esperaría escuchar tras la masacre: el entrechocar de unos platillos. Al menos, eso es lo que consigue identificar entre los pitidos que no le abandonan: un ruido metálico palpitante en el cerebro que proviene de cerca. Retrocediendo con el arma en mano y preguntándose qué será el sonido, parpadea e intenta concentrarse en los otros mordedores que se le acercan arrastrando los pies. Son demasiados para enfrentarse a ellos con el hacha.
Bruce se da la vuelta para huir y, de repente, choca de lleno con alguien que le corta el paso.
—¡Eh!
Ese alguien, un hombre caucásico de cuello grueso, con un cuerpo en forma de boca de incendios y el pelo rubio cortado al estilo militar, profiere un grito de guerra y ataca a Bruce con una maza del tamaño de una pata de caballo. La especie de porra con púas pasa silbando a pocos centímetros de su nariz rota y, en un acto reflejo, retrocede y se tropieza con sus propios pies.
Cae al suelo de forma ridícula y el impacto levanta una nube de polvo, además de causar más ruido de platillos en la brumosa media distancia. El hacha sale volando. El hombre del pelo del color de la arena aprovecha la confusión para abalanzarse sobre Bruce con la maza lista para entrar en acción. Él gruñe y se aparta de su alcance rodando en el último momento.
La cabeza de la maza golpea el suelo con fuerza, clavándose a pocos centímetros de la cabeza de Bruce, quien rueda para alcanzar su arma, que ha caído a tres metros de él y yace en el polvo rojo. Coge el hacha por el mango y, de pronto, una figura emerge de la niebla, justo a la izquierda de Bruce, que se aparta bruscamente del mordedor que repta hacia él con los movimientos lánguidos de un lagarto gigante. Un líquido negro rezuma de la boca fláccida de la mujer, que deja ver sus pequeños dientes y chasquea la mandíbula con la misma fuerza que un reptil.
Entonces, pasa algo que devuelve a Bruce a la realidadLa cadena que mantiene cautiva a la muerta emite un sonido metálico cuando el monstruo la fuerza al límite. Bruce exhala un suspiro instintivo de alivio, mientras que la muerta se agita a pocos centímetros, intentando alcanzarle sin conseguirlo. La mordedora emite gruñidos de frustración primitivos, pero la cadena la mantiene a raya. A Bruce le entran ganas de hundirle los ojos con sus
propias manos y de desgarrarle a bocados el cuello a ese maldito pedazo de carne podrida.
Bruce vuelve a escuchar ese extraño sonido, como de platillos entrechocando, y también oye la voz del otro hombre, apenas perceptible entre el ruido:—
Va, tío, levanta… Levanta.
Bruce reacciona, se activa, coge el hacha y se pone de pie con cierta dificultad. Se oye el sonido de más platillos… mientras él se da la vuelta y le propina un hachazo al otro tipo. El filo no le acierta en la garganta a Corte Militar por los pelos, pero le rebana el cuello alto del suéter, dejándole una raja de quince centímetros.
—Bueno —masculla Bruce por lo bajo mientras rodea al hombre—. ¿Te ha parecido divertido?
—Así me gusta —murmura el hombre corpulento, que se llama Gabriel Harris (o Gabe para los colegas), mientras vuelve a empuñar la maza, que pasa silbando cerca de la cara hinchada de Bruce.
—¿No sabes hacerlo mejor? —
farfulla Bruce, apartándose justo a tiempo y rodeándolo en el sentido contrario. Arremete contra él con el hacha. Gabe le bloquea con la porra y, alrededor de los dos contrincantes, los monstruos siguen profiriendo sus gruñidos y balbuceantes aullidos, forcejeando con las cadenas,
hambrientos de carne humana, frenéticos
por la avidez.
Cuando se disipa la neblina polvorienta de la periferia del campo de batalla, aparecen los restos de un circuito de carreras al aire libre.
La Pista de Carreras de los Veteranos de Woodbury es tan grande como un campo de fútbol americano, está protegida con tela metálica y rodeada de reliquias: fosos antiguos y pasillos oscuros y cavernosos. Tras la malla de metal se alza en pendiente una red de asientos sostenida por unos
soportes ligeros y oxidados. En estos momentos, el lugar está inundado por los gritos de ánimo de los habitantes de Woodbury. Los platillos son, en realidad, los aplausos y vítores enfervorecidos de la multitud.
En el huracán de polvo que se arremolina en la pista, el gladiador conocido como «Gabe» masculla algo en voz baja para que sólo su adversario pueda oírlo:
—Bruce, chavalín, hoy estás luchando como una nenaza —le espeta, y remata la burla con un giro de maza hacia las piernas del afroamericano.
El otro esquiva la ofensiva con un salto que sería la envidia de una estrella de la lucha libre. Gabe arremete de nuevo y traza un arco de ataque tan amplio que la maza impacta en el cráneo de un joven mordedor que lleva un mono de trabajo grasiento y hecho jirones. Tal vez hubiera sido mecánico. Los clavos se hunden en la cabeza cadavérica del engendro y de él salen hilos de fluido negruzco.
—El Gobernador se va a cabrear
por la mierda de espectáculo que estás dando —dice Gabe mientras desentierra
la maza del muerto.
—¿Ah, sí?
Contraataca hundiéndole a Gabe el mango del hacha en el plexo solar, provocando que su voluminoso cuerpo se desplome en el suelo. El hacha dibuja un arco en el aire y el filo aterriza a pocos centímetros de la mejilla de Gabe, quien se aparta rodando y se pone en pie de un salto, todavía mascullando.
—No tendrías que haber tomadotanto pan de maíz anoche.
—Mira quién fue a hablar, gorderas
—le responde Bruce mientras ejecuta otra acometida con el hacha, que pasa zumbando cerca del cuello de Gabe.
Gabe ataca con la maza una y otra vez, obligando a su oponente a retroceder hacia los mordedores encadenados.
—¿Cuántas veces te lo he dicho ya?
El Gobernador quiere que parezca de verdad.
—Me has reventado la nariz, hijo de puta —le espeta Bruce mientras bloquea el huracán de mazazos con el mango del hacha.
—Deja de lloriquear, gilipollas.
Gabe golpea con la maza una y otra vez hasta que los clavos se hunden en el mango. Después la echa para atrás,
arrancándole a Bruce el hacha de las manos, que sale volando. La multitud enloquece. Bruce se escabulle. Gabe le persigue. El otro hace un quiebro y corre en el sentido contrario, y Gabe arremete contra él, blandiendo la maza para golpear las piernas del afroamericano.
Los clavos alcanzan los pantalones de camuflaje de Bruce, desgarrándolos y causándole cortes superficiales en la piel. Unos finos hilos de sangre serpentean bajo la pálida y polvorienta luz del día mientras el hombre de color rueda.
Gabe se empapa de los aplausos frenéticos y enloquecidos del público, que está al borde de la histeria, y se gira hacia las gradas, ocupadas por la mayoría de los habitantes de Woodbury de la época posplaga. Alza el arma al cielo como en Braveheart. Los vítores aumentan. Gabe exprime el momento al máximo. Se gira lentamente, empuñando la maza sobre su cabeza, y en su cara se dibuja una mueca de machote triunfador que casi resulta graciosa.
El público enloquece del todo y en las gradas, entre brazos agitándose y gritos, todos los presentes se dejan llevar por el espectáculo. Menos uno. En la quinta fila, en el extremo norte de las gradas, Lilly Caul se gira de puro asco. Lleva un pañuelo desgastado de lino para protegerse el cuello —delgado como el de un cisne— del fresco de abril. Como siempre, lleva puestos unos
vaqueros rotos, una sudadera de segunda
mano y unos abalorios heredados. A medida que sacude la cabeza y profiere un suspiro irritado, el viento mueve sus cabellos color caramelo alrededor de su rostro, antaño juvenil y que ahora revela signos de sufrimiento: patas de gallo en los ojos de color azul verdoso y arrugas de expresión alrededor de la boca, ambas tan curtidas como el cuero bruñido.
—Esto es como un puto circo romano… —murmura sin darse cuenta.
—¿Cómo dices? —le pregunta la mujer de al lado, mirándola tras su termo de té verde tibio—. ¿Has dicho algo?—
No —responde Lilly, negando con la cabeza.
—¿Estás bien?
—Sí…, muy bien.
Lilly sigue mirando hacia el horizonte mientras el resto de la multitud grita, vocifera y aúlla como hienas. La chica aún tiene treinta y pocos, pero ahora, con el ceño siempre fruncido por la consternación, aparenta al menos diez años mayor.
—Si te soy sincera, no sé cuánto tiempo más voy a poder aguantar esta mierda.
La otra mujer sorbe el té, pensativa.
Lleva una bata blanca de laboratorio bajo la parka y el pelo recogido en una coleta. Es la enfermera del pueblo, una chica seria y afable llamada Alice muy interesada en la precaria situación de Lilly en la jerarquía de Woodbury.
—No es que sea asunto mío —dice por fin Alice en voz tan baja que ninguno de los juerguistas de alrededor puede oírla—, pero yo en tu lugar no diría esas cosas.
—¿De qué hablas? —pregunta Lilly,
mirándola.—Al menos por ahora.
—No te entiendo.
—Nos vigila, ¿sabes? —le explica Alice, a quien parece incomodarle un poco hablar de esto a plena luz del día y delante de todo el mundo.
—¿Qué?
—Ahora mismo no nos quita ojo.
—Estás de…
Lilly calla. Se da cuenta de que Alice se refiere a la figura sombría que está de pie en la entrada del pasillo de piedra cubierto que lleva directamente a la zona norte, a casi treinta metros, bajo el difunto marcador. Envuelto en sombras, con la silueta definida por los focos de la jaula que hay tras él, el hombre contempla lo que sucede en el campo con los brazos en jarras y un brillo de satisfacción en los ojos.
Es de estatura y peso medios, viste de negro de los pies a la cabeza, y lleva una pistola de calibre alto enfundada en la cadera. A primera vista, parece casi inofensivo, bondadoso, como un orgulloso magnate inmobiliario o un miembro de la nobleza medieval que estuviera contemplando su mansión. Sin embargo, incluso a la distancia a la que está, Lilly nota cómo su mirada, astuta como la de una cobra, inspecciona hasta el último rincón de las gradas. Y cada pocos segundos, esos ojos electrizantes se detienen en el lugar donde ellas están sentadas, temblando por culpa del viento primaveral.
—Mejor que crea que todo va bien
—murmura Alice como si hablara con el té.
—Joder —musita Lilly, mirando fijamente el suelo de cemento lleno de basura que hay bajo los asientos. Una ola de vítores y aplausos la rodea cuando en la pista los gladiadores retoman la pelea, Gabe quedándose rodeado por un puñado de mordedores encadenados y Bruce volviéndose loco con el hacha. Sin embargo, la mujer apenas les presta atención.
—Sonríe, Lilly.
—Sonríe tú…, yo no estoy de humor
—responde, y dedica un instante a mirar el macabro espectáculo que tiene lugar en la pista, con la maza de Gabe reventando los cráneos putrefactos de los muertos vivientes—. No lo entiendo —dice, negando con la cabeza y apartando la vista.
—¿El qué no entiendes?
—¿Y Stevens qué? —contesta mirando a Alice y respirando profundamente.
La enfermera se encoge de hombros.
El doctor Stevens ha sido el salvavidas de Alice desde hace casi un año. Ha evitado que se vuelva loca, le ha enseñado el oficio y cómo remendar a los gladiadores heridos con el cada vez más escaso suministro de material médico que hay almacenado en las catacumbas del estadio.
—¿Y Stevens qué de qué?
—Nunca le he visto siguiendo este rollo de mierda. —Lilly se frota la cara y dice—: ¿Por qué es tan especial que ni siquiera tiene que hacerse el simpático con el Gobernador? Y más teniendo en cuenta lo que pasó en enero.
—Lilly…
—Venga, Alice —le interrumpe—.
Admítelo. El bueno del doctor nunca viene a estas chorradas y, si alguien le da pie, siempre se queja de los monstruos de feria sedientos de sangre del Gobernador.
Alice se humedece los labios, se da la vuelta y le pone una mano en el brazo a Lilly a modo de aviso.
—Escúchame. No te engañes: la única razón por la que se tolera a Stevens es porque es médico.
—¿Y qué?
—Pues que no es que sea muy bien recibido en el pequeño reino del Gobernador.
—¿Qué quieres decir, Alice?
La joven vuelve a respirar hondo y baja aún más la voz.
—Lo que digo es que nadie es imprescindible. Aquí nadie tiene el puesto garantizado. —Le agarra el brazo con más fuerza, y pregunta—: ¿Y si encuentran otro médico? Otro que esté más entregado a la causa; no me extrañaría que Stevens acabase ahí fuera.
Lilly se aparta de la enfermera, se pone de pie y echa un vistazo al horrible espectáculo del campo.
—Estoy harta, ya no aguanto más — dice, y mira a la figura recortada contra el soportal sombrío del norte—. Me da igual que nos esté vigilando. Se dirige hacia la salida pero Alice la detiene.
—Lilly, prométeme que tendrás cuidado, ¿vale? Que no llamarás la atención. Hazme ese favor.
—Sé lo que me hago, Alice — responde ella con una sonrisita tímida y fría.
En ese momento, Lilly se gira, baja por las escaleras y desaparece por la salida.
Han pasado más de dos años desde que los primeros muertos resucitaran y se dieran a conocer entre los vivos. En ese tiempo, la civilización que se encontraba más allá de las apartadas zonas rurales de Georgia fue
desapareciendo gradualmente y de forma
tan implacable como una metástasis. Los
pequeños grupos de supervivientes buscaban recursos como podían en aparcamientos de oficinas abandonados,
centros comerciales desiertos y urbanizaciones desoladas. Conforme la población de caminantes fue incrementándose y multiplicándose, los peligros crecieron con ella, y se forjaron serias alianzas tribales.
El municipio de Woodbury, Georgia, en el condado de Meriwether, situado al oeste del Estado, a unos ciento diez kilómetros al sur de Atlanta, se ha convertido en una verdadera anomalía en lo que a asentamientos de supervivientes se refiere. Originalmente era un pueblecito granjero de unas mil personas que abarcaba una extensión equivalente a seis manzanas de cruces y vías de ferrocarril, pero ahora el lugar ha sido fortificado y protegido con
materiales de guerra improvisados.
Hay remolques equipados con ametralladoras del calibre .50 apostados en las esquinas exteriores. Han envuelto vagones viejos en alambre de espino y los han colocado para bloquear salidas.
En el centro de la ciudad hay murallas
—algunas recién construidas— que rodean el distrito financiero, donde la gente vive una triste existencia aferrándose a los recuerdos de aquellas reuniones de la parroquia y de las barbacoas al aire libre.
Lilly se abre paso con decisión por la zona amurallada, cruzando las agrietadas aceras de Main Street e intentando no prestarle atención al sentimiento que la invade cada vez que ve a los matones del Gobernador
patrullando por los escaparates con fusiles AR-15 a la altura del pecho. «No sólo evitan que entren los caminantes…, también evitan que salgamos nosotros».
Lilly lleva siendo persona non grata en Woodbury desde hace meses, cuando su intento de derrocar al Gobernador en enero fracasó. Incluso por aquel
entonces, le parecía evidente que el
Gobernador estaba fuera de control, y que su régimen de violencia estaba convirtiendo a Woodbury en un festival de matanzas. La mujer consiguió reclutar a algunos de los habitantes más sensatos del pueblo —incluyendo a Stevens, Alice y Martínez, uno de los hombres de confianza del Gobernador— para secuestrarlo una noche y llevárselo a dar un paseo a Villacaminantes para que le dieran un poco de cariño. El plan era que se comieran al Gobernador en un accidente provocado, pero los caminantes son expertos en estropear hasta los mejores planes y en plena misión se formó de la nada una jauría.
El objetivo pasó a ser la supervivencia… y el hombre vivió para seguir gobernando.
Aunque parezca extraño, por algún capricho darwiniano del destino, el intento de asesinato sirvió para consolidar y reforzar el poder del Gobernador. Para los residentes que ya estaban a sus pies fue como si Alejandro Magno regresara a Macedonia, como el general Stonewall Jackson, ensangrentado pero insumiso, un feroz pitbull nacido para ser el líder de la
manada. A todos les daba igual que fuera, al menos a ojos de Lilly, un completo sociópata. «Vivimos tiempos brutales, y los tiempos brutales requieren líderes brutales». Y para los conspiradores, el Gobernador se había convertido en una figura paterna abusiva que enseñaba «lecciones» y se deleitaba impartiendo crueles castigos.
Lilly se acerca a una hilera de pequeños edificios de dos plantas de ladrillo rojo que se extienden por los límites del distrito comercial. Antes era un complejo en multipropiedad ajardinado pero ahora las
construcciones muestran signos de haber
sido usadas como refugios antiplaga.
Las estacas de las vallas han sido envueltas con alambre de espino, los parterres están llenos de flores marchitas, piedras y cartuchos de escopeta; y en los dinteles, las
enredaderas de buganvilla, marrones y
muertas, parecen cables pelados.
Al mirar las ventanas tapiadas, Lilly se pregunta una vez más por qué sigue formando parte de la horrible y destrozada familia disfuncional que es Woodbury. La verdad es que sigue ahí porque no tiene otro lugar adonde ir.
Nadie tiene otro lugar al que ir. Las tierras más allá de las murallas están plagadas de muertos vivientes, y las ruinas y la muerte bloquean todos los caminos. Sigue ahí porque tiene miedo, y el miedo es el mayor común denominador del nuevo mundo. El
miedo hace que las personas se vuelvan las unas contra las otras, hace que despierten los instintos más básicos, y que afloren los peores comportamientos que dormitan en el alma humana.
Pero para Lilly Caul, estar encerrada como un animal ha conseguido que salga a la luz algo que ha guardado en su interior durante casi toda su vida, algo que la ha atormentado en sueños y le ha acompañado siempre como un gen
recesivo: la soledad.
Hija única, creció en una familia de clase alta de Marietta, donde solía acabar pasando el día sola: jugando sola, sentándose sola al fondo de la cafetería o el autobús del colegio…; siempre sola. En el instituto, su frágil inteligencia, cabezonería e ingenio afilado hicieron que nunca fuera una chica popular del grupito de las animadoras. Creció siendo una chica solitaria, y la carga latente de esta soledad la ha atormentado en el mundo posplaga. Ha perdido todo lo que le importaba: su padre, su novio Josh y su amiga Megan.
Lo ha perdido todo.
Su apartamento, en uno de los edificios de ladrillo rojo más hechos polvo del complejo, está en el extremo este de Main Street. El kuzu muerto se adhiere a la pared como si fuera moho, y las ventanas están cubiertas por una red de viñas negras y marchitas. De la azotea brotan antenas dobladas y parabólicas viejas que seguramente no volverán a captar ninguna señal nunca jamás. En lo que tarda Lilly en llegar, el techo bajo que formaban las nubes se ha disipado, y el sol de mediodía, tan pálido y frío como la luz fluorescente,
descarga su furia sobre ella, haciendo que empiece a sudarle la nuca. Sube las escaleras del portal y busca las llaves y, de pronto, ve algo de reojo que le llama la atención y se detiene. Se gira y ve a un hombre vestido con harapos tirado en la calle, recostado contra un escaparate. Al verlo, a Lilly le embarga la tristeza. Se guarda las llaves y cruza la calle. Cuanto más se acerca, mejor puede oír la respiración cansada del hombre, entorpecida por las flemas y la pena, y su voz baja y sibilante, con la que masculla incoherencias provocadaspor la borrachera en la que está sumido. Bob Stookey, uno de los pocos amigos de verdad que le quedan a la chica, está acurrucado temblando en posición fetal, inconsciente. Lleva puesta su andrajosa chaqueta marinera, que huele fatal. Está apoyado contra la puerta de una ferretería abandonada y en la ventana que hay sobre su cabeza un cartel descolorido por el sol reza con ironía y en letras multicolores «LIQUIDACIÓN POR LIMPIEZA DE PRIMAVERA». El médico militar tiene el
rostro pegado a la acera, como si fuera basura mojada. Su cara arrugada y curtida tiene grabado el dolor que ha experimentado, y verlo le parte el alma a Lilly.
El hombre ha entrado en una espiral de decadencia desde el invierno pasado y puede que ahora sea el único habitante de Woodbury que está más perdido que Lilly Caul.
—Pobrecillo —musita ella mientras coge la manta de lana raída que yace amontonada a los pies de Bob.
A Lilly le llega una peste a sudor, humo rancio y whisky barato cuando lo tapa con la manta, de cuyo interior sale una botella vacía de licor, que se rompe contra el saliente de la puerta.
—… ella, tengo que decirle… — balbucea Bob.
La mujer se arrodilla a su lado y le acaricia el hombro mientras se pregunta si debería asearlo y llevárselo de la calle. También se pregunta si la «ella» de la que habla es Megan. A Bob le gustaba la chica (pobre hombre), y su suicidio le destrozó. Lilly lo tapa hasta el cuello fofo y le da unas palmaditas de consuelo.
—Tranquilo, Bob. Está… está en un
lugar… —Tengo que…
Por un brevísimo instante, Lilly se sobresalta cuando Bob parpadea y deja entrever unos ojos inyectados en sangre.
¿Se ha transformado? Se le acelera el
pulso.— ¿Bob? Soy Lilly. Estás teniendo una pesadilla.
Se tranquiliza al darse cuenta de que sigue vivo (si es que eso es vivir) y que tan sólo está teniendo un delirio causado por la bebida. Probablemente esté reviviendo una y otra vez el momento en el que encontró a Megan Lafferty en un apartamento cochambroso, balanceándose colgada del extremo de una cuerda.
—¿Bob?
—Tengo que… decirle lo que él dijo —dice con un jadeo y los ojos abiertos por un instante, confusos y con un brillo de angustia y dolor.
—Soy Lilly, Bob —le consuela con dulzura, acariciándole el brazo—. No pasa nada, soy yo.
En ese momento, los ojos del viejo médico se encuentran con los de la mujer, y dice algo con ese resuello titubeante y pastoso que tantos escalofríos le da a ella. Esta vez lo oye con claridad y se da cuenta de que
«ella» no es Megan.
«Ella» es Lilly.
Y lo que Bob Stookey tiene que decirle la atormentará toda su vida.
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The Walking Dead: La Caída Del Gobernador
ActionEn la primera parte nos enterábamos del terrible pasado del Gobernador y de su verdadera identidad. La segunda nos relataba cómo Philip Blake forjó su camino para ser el líder de Woodbury