DOS

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Ese mismo día, en el estadio, Gabe asesta el golpe definitivo que pone fin al combate cuando ya llevan una hora de lucha, justo después de que den las tres en la costa Este. La cabeza con clavos de la maza impacta contra las costillas de Bruce, quien lleva protecciones para el torso bajo el uniforme militar. El hombre muerde el polvo y, cansado de tanta pantomima, no se levanta y respira hondo oculto por una nube de polvo.
—¡TENEMOS UN GANADOR!
Los espectadores se sobresaltan por la crepitante voz amplificada, que se proyecta desde unos altavoces gigantes situados por todo el estadio que
funcionan gracias a la energía producida por los generadores que hay en el subsuelo. Gabe hace su numerito y agita la maza como si fuera el mismísimo William Wallace. Los vítores y los aplausos enmascaran el gruñido continuo de los muertos vivientes que hay encadenados a los postes alrededor del campeón. Muchos de ellos aún siguen intentando hacerse con un bocado de carne humana, y sus mandíbulas putrefactas se mueven, vibran y babean movidas por una hambre robótica. —¡Amigos, permanezcan en sus asientos tras el espectáculo para escuchar un mensaje del gobernador!
En ese momento, de los altavoces surgen el chisporroteo y el ruido sordo de los primeros compases de una canción de heavy metal y una guitarra eléctrica corta el aire como una sierra mecánica mientras un batallón de tramoyistas inunda el campo. La mayoría son chavales que llevan sudaderas y chaquetas de cuero con largas picas de hierro con ganchos en los extremos.
Los muchachos rodean a los caminantes, les sueltan las cadenas, enganchan los collares con las picas, gritan, los jefes dan unas cuantas órdenes y, uno a uno, inmersos en una tormenta de polvo, empiezan a conducir a los monstruos hacia el portal más cercano. Algunas de las criaturas lanzan dentelladas al aire mientras los devuelven a los sombríos sótanos, y otros gruñen y escupen gargajos de baba negra como si fueran actores obligados a abandonar el escenario en contra de su voluntad.
Alice contempla la maniobra desde las gradas, ocultando su disgusto. Los demás espectadores están de pie, dando palmas al ritmo de la música atronadora y gritando mientras se llevan a la horda de muertos vivientes. La enfermera busca debajo del banco y coge su bolsa de medicinas; se abre paso para salir de entre la muchedumbre y baja a toda prisa los escalones que conducen al campo.
Cuando llega a la pista, los dos gladiadores, Gabe y Bruce, ya se están yendo hacia la salida sur, por lo que Alice acelera el paso para seguirles. De reojo ve que una silueta fantasmal surge de las sombras del portal norte que hay tras ella y hace una entrada tan dramática que rivalizaría con el
mismísimo rey Lear visitando el pueblo natal de Shakespeare.
El hombre cruza la pista envuelto en cuero y tachuelas, con sus botas de caña alta levantando nubes de polvo, el largo abrigo ondeando tras él y la pistola golpeándole la cadera a cada paso.
Parece un curtido cazarrecompensas del s i gl o XIX, y la multitud irrumpe en aplausos y vítores entusiastas cuando le ve. Un trabajador mayor con una camiseta de Harley Davidson y barba a lo ZZ Top se apresura a acercarle un micrófono.
Alice se gira y alcanza a los dos guerreros exhaustos.
—¡Bruce, espera!
El enorme afroamericano camina cojeando, pero al llegar al arco del pasaje sur se para y se da la vuelta. Tiene el ojo izquierdo tan hinchado que está cerrado por completo, y los dientes ensangrentados.
—¿Qué quieres?
—A ver ese ojo —le responde Alice mientras se acerca y, arrodillada, abre la bolsa con los suministros médicos.
—Estoy bien.
Gabe, con una mueca burlona en el rostro, se les une.
—¿Qué pasa, el pequeñín se ha hecho pupa?
Alice lo inspecciona más de cerca y le da suaves toques en el puente nasal con una gasa.
—Por Dios, Bruce, ¿por qué no me dejas que te lleve a que te vea el doctor Stevens?
—Sólo me han roto la nariz —dice Bruce, dándole un empujón—. ¡Te he dicho que estoy bien! Le da una patada a la bolsa de suministros, que se desperdigan por el suelo junto al instrumental. Alice gimeirritada y se agacha para recogerlos, y en ese momento se corta la música, que es sustituida por el sonido de una voz grave y aterciopelada que resuenaamplificada por encima del viento y los gritos de la multitud.
—Damas y caballeros, amigos y compañeros habitantes de Woodbury… quiero daros las gracias por venir a ver el espectáculo de hoy. ¡Ha sido increíble!
Alice echa un vistazo por encima del hombro y ve al Gobernador en el centro de la pista.
El tío sabe cómo ganarse a la gente. Evalúa al público con una mirada intensa, coge el micrófono con la sinceridad arrogante de un predicador y tiene una presencia carismática y sobrecogedora. No es alto, ni especialmente guapo (de hecho, si uno se fija bien, hasta se podría decir que es desaliñado y está desnutrido) pero, aun así, Philip Blake da una imagen de confianza sobrenatural en sí mismo. Sus ojos oscuros reflejan la luz como si fueran geodas, y su rostro delgado está adornado por un bigote en forma de manillar propio de un bandolero del Tercer Mundo.
Se gira y saluda con la cabeza en dirección a la salida sur, y su fría mirada paraliza a Alice. La voz amplificada restalla y resuena: —¡Y quiero enviar un saludo especial a nuestros valientes gladiadores, bruce y gabe! ¡Venga, demostradles que los queréis!, ¡un aplauso!
Los vítores, los gritos y los chillidos aumentan varias escalas y resuenan en los soportes metálicos y las marquesinas de forma que el ruido recuerda al de una jauría de perros. El Gobernador les deja hacer, como si fuera un director de orquesta conduciendo una sinfonía con paciencia. Alice cierra la bolsa de medicinas y se pone en pie.
Bruce saluda como un héroe a la multitud y sigue a Gabe hacia el sombrío soportal, desapareciendo por la rampa de salida con la solemnidad de un ritual religioso.
En el campo, Philip Blake agacha la cabeza, esperando a que la marea de aplausos vuelva a la costa.
Cuando el ambiente está más calmado, empieza a hablar ligeramente más bajo, con una voz suave y aterciopelada arrastrada por el viento. —Ahora… vamos a ponernos serios un momento. Sé que últimamente nos quedan pocos suministros. Muchos de vosotros habéis estado haciendo recortes y racionando. Sacrificándoos.
Alza la vista hacia su rebaño y establece contacto visual con él mientras continúa con el discurso:
—Noto cómo crecen vuestras preocupaciones, pero quiero que todos sepáis… que no hay de qué preocuparse.
Vamos a hacer unas cuantas escapadas, empezando mañana. Con estas excursiones conseguiremos las suficientes provisiones para salir adelante. Ésa es la clave, damas y caballeros. Eso es lo más importante.
¡Saldremos adelante! ¡Nunca nos rendiremos! ¡Nunca jamás!
Unos cuantos espectadores aplauden pero la mayoría se quedan callados, escépticos e indecisos, sentados en sus fríos y duros asientos. Llevan semanas viviendo del agua amarga y de sabor metálico del pozo y de la fruta casi podrida que dan los árboles desatendidos de los huertos. Les han dado las últimas conservas de carne a sus hijos, así como los restos mohosos de las aves de caza ahumadas. Desde el centro de la pista, el
Gobernador no les quita el ojo de encima a los asistentes.
—Damas y caballeros, estamos construyendo una nueva comunidad, aquí, en Woodbury, y es mi deber
sagrado protegerla. Y haré lo que haga falta y sacrificaré lo que tenga que sacrificar para ello. ¡En eso consisten las comunidades! ¡Cuando sacrificas tus propias necesidades en favor de las de la comunidad, caminas con la cabeza bien alta!
Esto consigue que el aplausómetro suba un poco; algunos de los espectadores recuperan la fe y sueltan chillidos. El Gobernador suelta el resto del sermón.
—Habéis tenido que sufrir lo indecible por culpa de la plaga. Os han despojado de todo lo que tanto os costó conseguir a base de trabajar duro toda vuestra vida. Muchos habéis perdido seres queridos. Pero aquí, en Woodbury, tenéis algo que ni la gente ni las bestias os pueden quitar: ¡os tenéis los unos a los otros En ese momento, algunos de los habitantes se levantan y aplauden, mientras que otros agitan los puños en el aire. El ruido crece.
—Permitidme que os lo resuma:
nuestra posesión más preciada en el mundo es nuestra gente. Y por el bien de nuestra gente… nunca nos rendiremos.
Nunca nos faltarán las fuerzas. Nunca perderemos los nervios… ¡y nunca perderemos la fe! Otros asistentes se suman a la emoción y se alzan. Los vítores y los aplausos se elevan hacia el firmamento.
—¡Tenéis una comunidad! ¡Y si os aferráis a ella, no habrá nada en el mundo que os la pueda quitar!
Sobreviviremos. Os lo prometo.
¡Woodbury sobrevivirá! Que dios os bendiga… ¡y que dios bendiga a Woodbury! Más allá de la pista, Alice se va con la bolsa de suministros por la salida sur sin ni siquiera mirar atrás.
Ya se sabe la película.
Tras la actuación pospartido, Philip Blake hace una parada en el aseo de caballeros que hay al final del pórtico lleno de basura del estadio. El estrecho
recinto apesta a orina seca, moho negro y mierda de rata.
Hace sus necesidades, se moja la cara con agua y mira por un momento el reflejo cubista que le brinda el espejo roto. En el fondo de su cerebro, en algún recodo de sus recuerdos, se oyen los
ecos de los llantos de una niña pequeña.
Acaba y abre la puerta de un golpe, acompañado del tintineo de sus botas de puntera de metal y la cadena del cinturón. Recorre un largo pasillo, unos escalones de piedra, otro pasillo, y finalmente baja un último tramo de escalones hasta encontrar los «gallineros», una hilera de puertas de garaje llenas de muescas y grafitis antiguos.
Gabe está enfrente de la última puerta a la izquierda, rebuscando en un tambor de aceite y lanzando algo húmedo por una ventana rota. El
Gobernador se le acerca en silencio, parándose delante de una de las ventanas.
—Lo has hecho bien, chaval.
—Gracias, jefe. Gabe mete la mano en el tambor y saca otro aperitivo, un pie humano amputado burdamente por el tobillo y cubierto de sangre reluciente. Como quien no quiere la cosa, lo tira por el hueco que ha quedado entre los cristales.
Philip se asoma por el cristal sucio para inspeccionar el recinto alicatado y manchado de sangre. Ve el enjambre de no muertos: una pequeña orgía de caras de color azul pálido y bocas renegridas, las dos docenas de caminantes que han sobrevivido al espectáculo de hoy y que engullen los despojos del suelo como si fueran una piara de cerdos silvestres luchando por unas trufas. El Gobernador no puede dejar de mirarlos, cautivado por unos instantes y fascinado por la
escena que se presenta ante sus ojos.
Al final, Philip se obliga a dejar de mirar esa abominación y señala con la cabeza el cubo de restos humanos. —¿Quién es éste?
Gabe alza la vista. Tiene el pectoral cubierto con un suéter desgarrado, el estómago abultado por las protecciones y, en las axilas, unas manchas de sudor delatan lo mucho que se ha esforzado en el combate. También lleva puestos unos guantes de látex de los que caen gotas de sangre fresca.
—¿A qué te refieres?
—Al tío que estás tirándoles. ¿Quién es?
—Ah… —Gabe asiente—, es el viejo ese que vivía cerca de la oficina de correos.
—Espero que haya sido por causas naturales.
—Sí —asiente de nuevo—. Al pobre le dio un ataque de asma anoche.
Dijeron que tenía un enfisema.
—Ahora está en el cielo —suspira el Gobernador—. Dame un brazo, desde el codo para abajo. Y también un órgano pequeño…, un riñón o el corazón.
Gabe se detiene y en el pasillo sólo se oye el eco de los espantosos ruidos húmedos del frenético banquete. Mira al Gobernador con una extraña mezcla de simpatía, afecto y puede que hasta
sentido del deber, como un boy scout listo para ayudar a su jefe de tropa.
—Vamos a hacer una cosa —le dice Gabe, suavizando su ronca voz—. ¿Y si te vas a casa y yo te los llevo?
—¿Por qué? —le pregunta el Gobernador dedicándole una mirada.
—Si la gente me ve llevando cosas,
les da lo mismo —responde encogiéndose de hombros—, pero si te ven a ti querrán ayudarte… y puede que te pregunten qué llevas ahí o qué estás haciendo.
Philip se le queda mirando.
—Ahí tienes razón.
—No se lo tomarían muy bien.
—Entonces de acuerdo —concede Philip con un asentimiento de satisfacción—. Lo haremos a tu manera.
Estaré en casa lo que queda de noche, tráemelo allí.
—Oído cocina.
El Gobernador se da la vuelta con intención de marcharse pero se detiene un instante. Se gira hacia Gabe y le dedica una sonrisa.
—Gabe… Gracias. Eres un buen tipo. El mejor.
—Gracias, jefe —contesta el hombre del cuello grueso. Para él es como si el director de los Scouts le hubiese dado una medalla al mérito.
Philip Blake se gira y se encamina hacia las escaleras con unos andares ligeramente distintos que denotan una mayor vitalidad, casi imperceptible pero a la vez evidente.
Lo más parecido que tiene Woodbury a una residencia presidencial es el piso de tres dormitorios que ocupa la última planta de un enorme bloque de apartamentos situado al final de Main Street. El edificio es de un amarillo limpio, con la mampostería impecable y sin grafitis ni suciedad. Además, está del todo fortificado y la puerta principal siempre está protegida por turnos de las patrullas de artilleros que se encargan de la torreta que hay al otro lado de la calle.
Esa noche, Philip Blake entra en el vestíbulo silbando una alegre melodía.
Pasa por delante de las filas de buzones metálicos, que llevan veintiocho meses sin recibir ni una sola carta, y sube los escalones de dos en dos, sintiéndose bien, honrado y lleno de amor hacia los hermanos de su comunidad, que son su nueva familia y su hogar en este nuevo mundo. Una vez llega a su puerta, al final del pasillo del segundo piso, busca las llaves y entra. El piso nunca saldría en una revista de decoración. Casi ninguna de las habitaciones enmoquetadas está
amueblada y en su lugar hay unos cuantos sillones desperdigados y rodeados de cajas. Sin embargo, la vivienda está limpia y ordenada, como si fuera un reflejo a mayor escala de la mente clara y organizada del hombre.
—¡Papá está en casa! —anuncia con alegría al entrar en el comedor—.
Perdona por llegar tan tarde, cielo, pero es que he tenido un día bastante ajetreado. Se quita la cartuchera, se desprende del abrigo y deja las llaves y la pistola en el aparador que hay junto a la puerta. Al otro lado de la habitación hay una niña de espaldas, con un vestidito de tirantes, que se golpea suavemente contra el enorme ventanal, como si fuera un pez de colores que intentara sin cesar escapar de su pecera. —¿Cómo está mi princesita? — pregunta mientras se acerca a la
pequeña. Soñando despierto por unos momentos con tener una vida normal, Philip se agacha tras ella y se inclina como si esperase un abrazo—. Venga, cariño, soy yo, papi. No tengas miedo.
La criatura que antaño fue una niña se gira de súbito y se pone cara a cara con él, forcejeando con la cadena que hay enganchada al collar de hierro.
Emite un gruñido gutural e intenta morderle con los dientes podridos. La cara, que antes se asemejaba a la de un adorable querubín de ojos azules, ahora está muerta y tan pálida como el vientre de un pez, y los ojos son como canicas lechosas y vacías.
La alegría abandona el cuerpo de Philip Blake mientras se desploma en el suelo y se sienta con las piernas cruzadas delante de ella, fuera de su alcance. «No me reconoce». Sus pensamientos se aceleran y vuelven a su estado natural sombrío y melancólico: «¿Por qué coño no me reconoce?». Philip Blake piensa que los muertos vivientes pueden aprender, que todavía tienen acceso a sus recuerdos. No tiene ninguna prueba empírica que respalde tal hipótesis, pero necesita creerla. Lo necesita.
—No pasa nada, Penny, soy yo, papi —le dice ofreciéndole la mano para que se la coja—. Dame la mano, cariño. ¿Te acuerdas? ¿Te acuerdas de cuando nos cogíamos de la mano y nos íbamos a pasear al lago Rice?
Su hija le toquetea la mano e intenta morderla con sus dientecitos de piraña, cerrando la boca como si fuera un cepo.
Él retira el brazo bruscamente. —¡Penny, no!
Sin rendirse, vuelve a intentar cogerle la mano con delicadeza, pero la criatura trata de morderle de nuevo. —¡Penny, para! —exclama Philip, que lucha por controlar la ira—. No seas así. Soy yo…, soy papá… ¿Es que no me reconoces?
Ella le coge la mano mientras lanza dentelladas al aire con su boca negruzca y descompuesta, de la que sale un aliento apestoso y tóxico que acompaña cada gruñido babeante. El hombre se aparta y se pone en pie. Se pasa las manos por el pelo mientras siente como la tristeza invade su estómago.
—Intenta acordarte, cariño —le ruega con una voz al borde del sollozo que le sale del nudo que tiene en la garganta—. Puedes hacerlo. Yo sé que puedes. Intenta acordarte de quién soy.
La criatura lucha contra la cadena y mueve las mandíbulas como por acto reflejo. Inclina la cabeza destrozada hacia él y le mira con unos ojos inertes cegados por el hambre, puede que incluso algo de confusión…, la misma confusión que siente un sonámbulo al ver algo fuera de lugar.
—¡Me cago en Dios, niña, tú sabes quién soy! —grita Philip con los puños apretados, alzándose sobre ella como una torre—. ¡Mírame! ¡Soy tu padre! ¿¡No te das cuenta!? ¡Soy tu padre, maldita sea! ¡¡Mírame!!
La niña cadáver gruñe. El hombre suelta un rugido de pura rabia y levanta la mano de forma instintiva para darle una bofetada pero, de repente, se oye cómo llaman a la puerta y eso le
devuelve a la realidad. Philip parpadea, aún con la mano derecha en alto y lista para propinar el guantazo.
Alguien llama a la puerta trasera.
Philip mira por encima del hombro. El ruido viene de la cocina, donde hay una puerta de malla que conduce a una terraza destartalada con vistas a un estrecho callejón.
Con un suspiro, el Gobernador relaja las manos y se tranquiliza. Se aleja de la pequeña y respira profundamente mientras cruza el apartamento hacia la puerta.
Al abrirla, se encuentra a Gabe, de pie en la oscuridad y sujetando una caja de cartón con manchas aceitosas.
—Hola, jefe. Aquí está lo que me dijiste que…
Sin mediar palabra, Philip le quita la caja de las manos y vuelve dentro. Gabe se queda inmóvil entre las sombras, ofendido por la brusca bienvenida, mientras la puerta se le cierra en la cara. Esa noche, a Lilly le cuesta horrores dormirse. Está tumbada en el futón, vestida sólo con una camiseta del Instituto Tecnológico de Georgia y la ropa interior, intentando ponerse
cómoda mientras contempla las grietas del techo de yeso de su sucio piso ajardinado.
La tensión que siente en la nuca hace que se le agarroten la parte inferior de la columna y las articulaciones, como si le fueran dando descargas eléctricas. Así es como debe de ser someterse a una terapia de electrochoque. Una vez, su psiquiatra le propuso hacer TEC para tratar su supuesto trastorno de ansiedad.
Ella se negó, pero no dejaba de preguntarse si el tratamiento le hubiera servido.
Ahora ya no hay psiquiatras, han volcado los divanes, han destruido y desvalijado los edificios de oficinas, han saqueado las farmacias, y todo el negocio de la psicoterapia ha desaparecido junto a los balnearios y los parques acuáticos. Lilly Caul ya no tiene a nadie y sólo la acompañan su insomnio, que la destroza poco a poco, y los pensamientos obsesivos y recuerdos sobre Josh Lee Hamilton. Lilly no puede quitarse de la cabeza lo que le susurró antes Bob Stookey, tirado en la acera y medio catatónico por la bebida. Había tenido que agacharse para poder oír las palabras que con tanto trabajo y urgencia consiguieron salir de la boca de Bob entre murmullos ahogados.
—Tengo que contarle lo que dijo — le musitó Bob al oído—. Antes de morir me dijo…, Josh me dijo… que era Lilly…, Lilly Caul… Que ella era… la única mujer de la que había estado enamorado.
Lilly nunca lo creyó. Jamás. Ni entonces. Ni cuando el grandullón de Josh Hamilton estaba vivo. Ni siquiera después de que uno de los matones de Woodbury lo asesinara a sangre fría.
¿Había perdido Lilly la capacidad de amar porque se sentía culpable? ¿Era porque le había dado falsas esperanzas a Josh y lo utilizaba para que la protegiese? ¿O era sencillamente porque Lilly no se quería lo suficiente como para querer a otra persona? Tras oír lo que el borracho catatónico de la acera le había espetado, se había quedado paralizada por el miedo. Se había alejado del viejo como si fuera radioactivo y después había salido corriendo hacia su apartamento y se había encerrado.
Ahora, en la oscuridad perpetua del piso solitario, con escalofríos provocados por los nervios y la
ansiedad, echa de menos las pastillas que solía tomarse como si fueran caramelos. Daría el ovario izquierdo por una tableta de Valium, un Xanax o
Ambien… Qué narices, hasta se conformaría con una copa bien cargada.
Se queda mirando fijamente el techo y, por fin, se le ocurre una idea. Sale de la cama y rebusca entre una caja de melocotones que utiliza para guardar algunos bienes, cada vez más escasos. Entre las dos latas de jamón, la pastilla de jabón y el medio rollo de papel higiénico (en Woodbury, el papel higiénico se adquiere y distribuye de forma tan despiadada como se comercia con el oro en la Bolsa de Nueva York), encuentra una botella casi vacía de jarabe para la tos. Se bebe lo que queda de un trago y se vuelve a la cama. Frotándose los ojos, realiza respiraciones cortas e intenta despejar la mente y escuchar el ruido de los generadores que hay al otro lado de la calle, hasta que el zumbido la envuelve y se convierte en una especie de latido resonando en sus oídos.
Poco más de una hora después, se hunde en el colchón sudado y cae en las garras de una aterradora pesadilla que parece real.
Quizá en parte sea por haberse tomado el jarabe con el estómago vacío, o por el horrible recuerdo de la lucha de gladiadores que se le ha quedado
grabado en la retina, o puede que tal vez sea fruto de los sentimientos indefinidos que alberga hacia Josh Hamilton; pero sea cual sea el motivo, Lilly se encuentra vagando por un camposanto en
plena noche buscando desesperadamente la tumba de Josh.
Se ha perdido y a su espalda oye unos gruñidos casi animales en el oscuro bosque que le rodea. Oye ramas quebrándose y pisadas sobre la gravilla: los pasos renqueantes de los muertos vivientes —cientos de ellos— que vienen a por ella.
Bajo la luz de la luna, deja atrás lápida tras lápida mientras busca el lugar de descanso eterno del hombre.
Al principio, los golpes rítmicos se funden de forma sutil con la narrativa del sueño. A lo lejos, sus ecos se desvanecen, ahogados por el creciente ruido de los muertos. Durante bastante rato, Lilly ni siquiera se percata de ello porque está demasiado ocupada en la frenética búsqueda de la tumba que tanto le importa, abriéndose paso a través de un bosque de lápidas grises y erosionadas. Los mordedores se acercan.
Por fin, ve una tumba reciente en la lejanía, en una cuesta empinada de tierra pedregosa con árboles esqueléticos. En las sombras, en lo alto de un montículo de tierra húmeda y rojiza, yace solitaria una losa hecha de un mármol tan blanco como el hueso cuya superficie refleja la pálida luz de la luna. Lilly se acerca y el satélite ilumina el nombre que tiene grabado:

JOSHUA LEE HAMILTON
15/01/1969 - 21/11/2012
Lilly oye los golpes conforme se acerca al sepulcro. El viento ulula. Los caminantes lo rodean. De reojo, ve cómo el grupo se le acerca cada vez más, cómo los cuerpos putrefactos surgen de entre los árboles, renqueando hacia ella con los andrajosos trajes con los que los enterraron ondeando y los ojos muertos brillando en la oscuridad como si fueran monedas.
Cuanto más se acerca a la lápida, más se oyen los golpes.
Sube la cuesta y alcanza la tumba.
Resulta que el ruido, amortiguado por varias capas de tierra, proviene de alguien que golpea una plancha de madera: un puño aporreando una puerta, o tal vez el interior de un ataúd. A Lilly se le corta la respiración y se arrodilla al lado de la lápida. Los golpes salen del interior de la tumba de Josh. Ahora suenan tan altos que la tierra suelta que cubre la tumba tiembla y se desliza
cuesta abajo en diminutas avalanchas. El miedo de Lilly se transforma.
Toca el tembloroso montón de tierra y se le hiela el corazón. Josh está ahí abajo, golpeando el interior del ataúd en una especie de horrible súplica para que le saquen de su cárcel y le permitan escapar de la muerte.
Los caminantes van a por Lilly, que ya puede notar su espantoso aliento en la nuca y ver sus largas sombras proyectándose en la colina, rodeándola.
No hay salvación. Los puñetazos suenan cada vez más altos. Lilly baja la mirada hacia la tumba con las lágrimas recorriéndole las mejillas, cayéndole
por la barbilla e inundando la tierra. Las toscas planchas de madera del sencillo ataúd de Josh se hacen visibles en el barro, y algo se mueve dentro de la caja.
Lilly llora. Los caminantes la rodean. Los golpes son ya atronadores.
Ella solloza y se inclina hacia el ataúd, el cual toca con dulzura, cuando de repente…
… la caja de madera estalla, y Josh se abre paso fuera de ella como si estuviera hecha de cerillas. Su boca ávida mastica el aire y de su garganta surge un gruñido inhumano. Lilly grita, pero de su boca no sale ningún sonido.
El enorme rostro cuadrado y sediento de sangre de Josh tiembla cuando se abalanza hacia el cuello de Lilly con unos ojos tan muertos y brillantes como dos monedas de níquel.
Al sentir los dientes podridos desgarrándole la yugular, ella se despierta con un espasmo de puro terror.
Se despierta sobresaltada, con el cuerpo empapado en un sudor febril. Ya es por la mañana y la luz vibra con el sonido de alguien que llama a la puerta de su apartamento. Coge una bocanada de aire para recuperar el aliento y la pesadilla se desvanece en un instante, aunque el sonido de su propio grito todavía resuena en sus oídos. Los golpes en la puerta no cesan. —¿Lilly? ¿Estás bien? La voz le es conocida pero al estar amortiguada por la puerta apenas la oye.
Se frota la cara, respira hondo e intenta recuperar la compostura.
Al final consigue orientarse y respirar con normalidad. Sale de la cama y busca los vaqueros y la camiseta mientras se le pasa el mareo. Los golpes en la puerta son cada vez más insistentes.
—¡Ya voy! —exclama con la voz entrecortada mientras se viste.
Se dirige a la puerta.
—Ah, hola —balbucea tras abrir la puerta y ver a Martínez bajo la pálida luz del porche.
El latino alto y delgaducho lleva un pañuelo en la cabeza al estilo pirata, y sus brazos musculosos asoman por las mangas cortadas de la camiseta de
trabajo. Lleva un rifle de asalto colgado de uno de sus anchos hombros y tiene el apuesto rostro contraído en una mueca de inquietud.
—¿Qué coño pasa ahí dentro? — pregunta, y sus ojos oscuros, que brillan de preocupación, la escudriñan en busca de indicios.
—No pasa nada —le responde ella de forma no muy convincente.
—¿Se te ha olvidado?
—Ehm… no.
—Coge las armas, Lilly —le ordena Martínez—. Vamos a hacer esa escapada que te comenté, y necesitamos que todo el mundo arrime el hombro.

The Walking Dead: La Caída Del Gobernador Donde viven las historias. Descúbrelo ahora