CUATRO

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A la señal de Martínez, el grupo empieza a disparar, y el sonido de los silenciadores inunda el sombrío almacén, iluminado intermitentemente por los destellos del tiroteo. Lilly descerraja tres tiros rápidos que acaban con dos caminantes que están a cuatro metros y medio. Una de las víctimas, un hombre obeso con ropas de trabajo andrajosas y la carne del color de las lombrices, se desploma contra una estantería y derrumba una fila de latas de tomate, mientras que de su cráneo no dejan de manar fluidos cerebrales. El otro mordedor, un joven vestido con un mono de trabajo que tal vez fuese conductor de carretillas elevadoras, cae en mitad de una cascada de sangre que brota del nuevo agujero que tiene en la cabeza. Las dos docenas de muertos —puede que incluso más— no dejan de acudir desde todos los rincones del almacén.
El aire se llena de chasquidos y ruidos sordos y parpadea como si tuviera luces estroboscópicas con los disparos de los tiradores, que resisten apiñados cerca de la puerta con sus cañones trazando amplios abanicos de fuego. Austin suelta las bolsas y se pone manos a la obra con su Glock 19, cortesía del puesto de la Guardia Nacional. El arma dispone de un silenciador y una pieza acoplada bajo el cañón que proyecta una fina línea de luz roja en la oscuridad. David se carga a una mujer que viste un uniforme manchado del Piggly Wiggly, que sale dando vueltas y colisiona contra un estante de bollos rancios. Barbara alcanza a un varón de mediana edad que llevaba una camisa manchada de sangre, una pinza en la corbata y una placa identificativa (tal vez fuera el gerente de la tienda), y lo derriba en mitad de una niebla roja que pinta un aplique de luz al estilo puntillista. Los disparos amortiguados emiten un repiqueteo surrealista, como si fueran una salva de aplausos enfervorecidos, acompañados por un espectáculo de fuegos artificiales surcando la fétida quietud y seguidos por los tintineos y ruidos metálicos de los casquillos golpeando el suelo. Martínez se adelanta, liderando al grupo en su incursión hacia las profundidades del almacén. Atraviesan pasillos perpendiculares y disparan a las torpes figuras de ojos lechosos que se les abalanzan: antiguos operarios de maquinaria, reponedores, ayudantes del gerente, cajeras… Todos caen al suelo bautizados en sangre. Para cuando han acabado con el último, ya han perdido la cuenta de los caídos. El silencio atronador es interrumpido por el graznido metálico de la voz de Gus que se oye por el walkie-talkie de Martínez.
—¿¡Aún estáis liándoos a tiros!?
¿¡Me oís!? ¿¡Jefe!? ¿Me oís? ¿Qué pasa?
Al final del pasillo principal, el latino se toma un momento para recuperar el aliento y coge la radio que tiene colgada del cinturón.
—Estamos bien, Gus —responde acercándose aparato a los labios—. Nos habían preparado una fiesta de bienvenida… pero ya se ha acabado.
—¡Casi me da un infarto! — chisporrotea la voz por el ambiente. Martínez aprieta el botón de
«HABLAR».
—Todos los putos empleados debieron de esconderse aquí cuando las cosas se salieron de madre —dice mirando a los cuerpos que le rodean tras un velo de humo azulado y el hedor a cordita. Aprieta el botón—. Tú estate preparado para salir a toda leche. Me parece que vamos a cargar el camión hasta los topes.
—Me alegra oír eso, jefe — responde la voz—. Recibido. Estaré a punto.
Martínez apaga la radio, la devuelve al cinturón y se gira hacia los demás.
—¿Estáis todos bien?
A Lilly le zumban los oídos, pero está tranquila y alerta. —Perfectamente —dice, poniéndole el seguro a las Rugers y tirando los cargadores vacíos, cuyos casquillos repiquetean al caer al suelo. Saca unos cargadores nuevos de la parte trasera de la pretina y los coloca con un golpe seco. Inspecciona los pasillos que la flanquean, donde los restos de los caminantes yacen en montones sanguinolentos y llenos de vísceras. No siente nada. —Vigilad por si aparece algún rezagado —ordena Martínez, observando los oscuros pasillos.
—¡Trasto del demonio! —se queja David Stern mientras sacude una linterna con sus nudosas manos temblorosas—.
Comprobé las pilas anoche.
En la oscuridad, Barbara pone los ojos en blanco.
—Este hombre es un negado para la tecnología —comenta quitándosela—.
Ya decía yo que estas pilas igual no eran de fiar… —Desenrosca la tapa y trastea con ellas, pero no sirve para nada: la linterna no funciona.
—Un momento —dice Austin metiéndose la Glock tras el cinturón—.
Tengo una idea.
El chico se dirige a una estantería en la que hay amontonados paquetes de leña junto a sacos de bloques de carbón vegetal, latas de alcohol de quemar y bolsas de astillas de madera. Suelta un trozo largo de madera, se saca un pañuelo del bolsillo y lo envuelve alrededor del extremo del tronco.
Lilly lo observa con interés. No acaba de comprender a este chico. De algún modo, parece ser mayor de lo que realmente es. Contempla cómo empapa la tela con el líquido encendedor, saca un mechero Bic y le prende fuego al pañuelo, y acto seguido una columna de brillante luz naranja ilumina el pasillo central con un halo radiante.
—Muy bonito —comenta Lilly con una sonrisilla de superioridad—. Bien hecho, Huckleberry. Se dividen en dos grupos. Martínez y los Stern se ocupan de la parte frontal del edificio, que es como un laberinto de estanterías repletas de paquetes, suministros para el hogar, alimentos secos, especias y productos de cocina; Lilly y Austin se encargan de la parte trasera. Martínez les ordena a todos que se muevan con rapidez, sin entretenerse con gilipolleces, y que si ven algo sobre lo que tengan dudas, que lo dejen. Han de llevarse sólo los productos que aguanten mucho tiempo.
Austin conduce a Lilly por un pasillo lateral flanqueado por oficinas desiertas. Dejan atrás varias puertas, todas cerradas y sin nada más que oscuridad tras sus ventanas. El chico va ligeramente delante de Lilly, empuñando la antorcha en alto con una mano y la Glock con la otra. Ella tiene las dos pistolas desenfundadas y listas para usar en cualquier momento.
Iluminados por la parpadeante luz amarilla, avanzan a través de filas de tanques de propano, artículos de jardinería, sacos de fertilizante, troncos de leña, mangueras enrolladas y adornos inútiles del pasado, como comederos para pájaros y gnomos de jardín. A Lilly se le eriza el vello de la nuca al oír los ecos de los susurros y los pasos arrastrados de los Stern y Martínez en la oscuridad. Al final del pasillo principal, contra el muro trasero, giran y descubren una enorme transpaleta hidráulica descansando entre los rastrillos, las palas y demás herramientas. El joven arrastra hasta el pasillo el aparato, una carretilla de carga grande y grasienta con pesadas ruedas de hierro y dos horquillas delanteras que sobresalen unos dos metros y medio como poco, y comprueba que funcione bombeando la empuñadura.
—Esto puede venirnos bien — especula.
—Hazme un favor y acerca la antorcha un momento —le pide Lilly señalando las sombras que cubren la pared trasera. Austin alza la antorcha, cuyo danzante resplandor revela un montón de palés vacíos.
Rápidamente, meten las horquillas bajo el palé más cercano.
Después vuelven por el oscuro pasillo central con las ruedas chirriando ruidosamente sobre el sucio suelo de cemento. Empiezan a cargar el palé, Austin ocupándose de la antorcha, y Lilly cogiendo los suministros básicos. Se hacen con casi doscientos litros de garrafas de agua potable, paquetes de semillas, herramientas afiladas, rollos de cuerda… Giran de nuevo y se dirigen hacia un pasillo repleto de alimentos en conserva. La mujer, sudando, empieza a cargar paquetes envueltos en plástico de melocotones, maíz, habichuelas, coles, latas de sardinas, atún y jamón enlatado.
—Cuando volvamos con toda esta mierda nos van a tratar como a héroes
—gruñe Austin mientras dirige la transpaleta por el pasillo.
—Sí, igual hasta echas un polvo por fin —le suelta Lilly, cargando las pesadas bandejas con un quejido de esfuerzo.
—¿Te puedo preguntar una cosa?
—Dime.
—¿A qué viene esa actitud?
Lilly sigue cargando provisiones mientras las pistolas se le hunden por la parte trasera del cinturón.
—No sé de qué actitud me hablas. —Venga, Lilly… Me di cuenta en seguida, desde que te conocí… Está claro que estás resentida por algo.
Se abren paso hasta el final del pasillo de las conservas. Ella deja de golpe otro cartón de latas sobre el palé.
—¿Podemos acabar con esto y pirarnos de una vez? —le pregunta malhumorada.
—Era por hablar de algo —replica Austin mientras gira la transpaleta en la esquina del pasillo con un gruñido.
Llegan a otro pasillo, atiborrado de cajas de fruta podrida. Se detienen.
Austin levanta la antorcha e ilumina varias cajas llenas de gusanos retozando entre melocotones y plátanos negros y resecos. La fruta está tan descompuesta que sólo queda una especie de lodo negruzco.
Lilly se limpia el sudor de la cara. —Lo cierto es que he perdido a gente muy cercana —dice con voz queda y ronca.
Austin tiene la mirada perdida en la fruta pasada.
—Oye…, perdona por haber sacado el tema, lo siento. —Empieza a empujar la transpaleta para adentrarse más aún en el pasillo—. No hace falta que… — ¡Espera! Lilly lo detiene agarrándole. Un débil repiqueteo metálico provoca que un escalofrío le recorra la espalda.
—Acerca la antorcha hacia allí — pide con un susurro.
Iluminadas por el resplandor parpadeante de la antorcha, Lilly y Austin ven una fila de puertas de congelador que cubren el lado izquierdo del pasillo. La peste a carne rancia inunda el ambiente. La chica saca las pistolas. La última puerta a la izquierda oscila y chirría de forma intermitente, y tiene las bisagras oxidadas y sueltas. —
Quédate detrás de mí y no bajes la antorcha —susurra Lilly posando los pulgares de ambas manos sobre las Rugers y acercándose sigilosamente hacia la puerta.
—¿Es un caminante? —pregunta Austin cogiendo la Glock y siguiéndola. —Tú calla y no bajes la antorcha. Lilly avanza hasta la puerta oscilante y se detiene de espaldas al congelador.
—A la de tres —dice en voz baja—. ¿Estás preparado? — Preparado.
Lilly coge el cierre.
—Una, dos, ¡tres!
Abre de sopetón la puerta del congelador, alza los dos cañones y se le para el corazón por un momento. No hay nada. Nada, salvo oscuridad y un espantoso hedor.
El olor envuelve a Lilly y hace que le lloren los ojos mientras retrocede bajando las pistolas. La fetidez aceitosa y negra a muerte se adhiere al interior oscuro del congelador. Lilly oye un ruido y, al bajar la vista, ve que algo peludo y pequeño se escabulle entre sus pies. Aliviada, se da cuenta de que tan sólo era una rata la que estaba causando los ruidos.
—Me cago en mi puta vida — comenta Austin resollando, bajando la Glock y profiriendo un suspiro de alivio.
—Venga —le exhorta Lilly mientras se guarda las pistolas en la parte trasera del cinturón—. Ya tenemos suficiente.
Volvemos, cargamos el camión y nos largamos cagando leches.
—Me parece bien —asiente Austin, volviendo a coger la transpaleta con una sonrisa y empujándola por el pasillo tras la mujer y hacia el frente del almacén. A su espalda, una enorme silueta sale del congelador dando tumbos.
Austin es el primero en oírlo y apenas le da tiempo a girarse para ver al gigantesco varón ataviado con un mono que tiene la tez destrozada tirándosele encima. Las mandíbulas del mordedor se abren y se cierran y sus ojos son del color de la leche agria. El caminante mide más de metro ochenta y tiene la piel recubierta de una fina capa de un moho blanquecino, fruto de haber estado encerrado tanto tiempo en el congelador.
Al intentar apartarse de él mientras coge la Glock, Austin se tropieza con la esquina de la transpaleta.
Se cae, la pistola se le escapa de entre las manos, y la antorcha rueda por el cemento. El enorme mordedor se alza sobre él, babeando bilis negra, iluminado por la antorcha en un ángulo surrealista. Las llamas parpadean y se reflejan en los ojos lechosos y centelleantes del cadáver andante. El joven intenta apartarse rodando pero el mordedor le agarra las perneras con sus gigantescos dedos muertos. Con un aullido de rabia, le propina una serie de patadas y le maldice, mientras el monstruo abre la boca. En ese momento, Austin aprovecha para estamparle el tacón de la bota en los dientes negros, parecidos a los de un tiburón.
El crujido de la mandíbula inferior apenas ralentiza al monstruo.
La criatura intenta morder el muslo de Austin. El peso es insoportable, casi como si tuviera una casa encima, y justo cuando el caminante va a hincarle las fauces en la arteria femoral, cuando los dientes renegridos están a tan sólo unos pocos centímetros, se oyen dos disparos amortiguados de un par de Rugers.
Apenas han pasado unos segundos desde que el mordedor apareciera pero a Lilly le han bastado para oír el follón, detenerse, darse la vuelta, amartillar los percutores, alzar las armas, apuntar y tomar cartas en el asunto. Le acierta al caminante entre ceja y ceja, justo encima del puente de la nariz.
El descomunal cadáver se desploma hacia atrás envuelto por una nube difusa de sangre, parecida a humo en la oscuridad, que le brota de la parte superior del cráneo abierto.
Aterriza a los pies de Austin convertido en una pila húmeda de carne mientras el joven retrocede, intenta recuperar el aliento y se cae de culo sobre el frío cemento en un proceso que apenas dura unos instantes frenéticos. —¡Joder! ¡Joder! ¡JODER!
—¿Estás bien? —Lilly se le aproxima, se arrodilla e inspecciona las piernas de Austin—. ¿Te ha pasado algo?— Estoy… No, estoy… bien, bien — balbucea tartamudeando mientras recupera el aliento.
Contempla el gigantesco cadáver que yace a sus pies.
—Venga, vam… —¡EH!
El sonido de la voz de Martínez, que proviene de la parte frontal del almacén, penetra en los oídos de Lilly.
—¡Lilly! ¡Austin! ¿¡Estáis bien!?
—¡Estamos bien! —grita ella por encima del hombro.
—¡Coged vuestras cosas y venid cagando leches! —La voz de Martínez tiene un tono nervioso—. ¡El ruido está atrayendo más caminantes y están saliendo del bosque! ¡Vámonos!
—Venga, guaperas —le susurra Lilly a Austin, ayudándole a levantarse.
Se ponen en pie, el joven recupera la antorcha antes de que le prenda fuego a algo y ambos ponen en marcha la transpaleta. Ahora el trasto pesa una tonelada y los dos tienen que colaborar, entre resuellos y resoplidos, para llevarla rodando por el pasillo.
Todos se reúnen en la zona de carga. Los Stern y Martínez han llenado las mochilas y media docena de cajas de cartón con un surtido de productos
envasados, incluyendo paquetes de fideos japoneses, café instantáneo gourmet, botellas de zumo de dos litros, paquetes de harina, cajas de arroz precocinado, varios kilos de azúcar, tarros de cuatro kilos de pepinillos, botes de grasa para cocinar, salsas en polvo, macarrones con queso y cigarrillos. Martínez llama por radio a Gus y le ordena que acerque el camión a la zona de carga todo lo que pueda y que esté preparado para salir pitando en cuando la puerta del garaje se abra.
Austin, todavía sin aliento y nervioso por el ataque, empuja la transpaleta hasta la escotilla de metal ondulado.
—Dame el martillo ese que te has encontrado —le pide Martínez a David.
El anciano se adelanta y se lo da.
Los demás los rodean, esperando nerviosos mientras Martínez aporrea el candado que hay en la parte inferior de la puerta del garaje. El cerrojo se resiste y los golpes resuenan. Lilly lanza una mirada furtiva por encima del hombro, semiconsciente del sonido de los pasos pesados que provienen de la oscuridad a sus espaldas. Por fin, el candado cede, y Martínez le pega un tirón a la puerta, que se eleva con un chirrido oxidado. Todos parpadean cuando el viento y la luz inundan el almacén, arrastrando un olor a alquitrán y goma quemada. En el suelo, las cintas de embalaje y la basura se arremolinan movidas por la brisa.
Al principio, cuando se aventuran al exterior, nadie ve la pila de desperdicios húmedos y cajas de cartón mohosas que ocupan la zona de carga, al lado de un contenedor de basura que se mueve ligeramente, temblando a causa de algo que hay debajo. El grupo está demasiado ocupado siguiendo a Martínez por la superficie mugrienta con montones de suministros bajo el brazo.
Gus tiene el camión en marcha, la lona abierta, y la chimenea escupiendo humo al aire primaveral. Empiezan a cargar la parte trasera.
Meten las pesadas mochilas de lona por el agujero. Meten las cajas. Meten lo que había en los palés, las garrafas de agua, los alimentos en conserva, los productos de jardinería, las herramientas y el propano. Nadie se da cuenta de que hay un cadáver arrastrándose hacia ellos, abriéndose paso empujones para salir de entre el montón de basura y poniéndose de pie con la precariedad frágil y ebria de un bebé adulto. Lilly capta el movimiento de reojo y se gira hacia el mordedor.
Es el cadáver de un afroamericano enjuto de veintitantos o treinta y pocos años, con la cabeza coronada por trenzas africanas cortas, que camina con torpeza hacia el grupo como si fuera un mimo borracho que lucha contra una corriente de aire imaginaria lanzando zarpazos al aire. Lleva puesta una sudadera naranja hecha jirones que a Lilly le resulta familiar, aunque no llega a ubicarla del todo.
—Ya me ocupo yo —dice ella sin dirigirse a nadie en concreto mientras desenfunda una Ruger.
Los otros se percatan del jaleo y dejan de cargar el camión, sacan las armas y contemplan cómo Lilly permanece tan inmóvil como una roca, quieta como una señal de tráfico, observando al muerto que se le aproxima. Pasa un momento. La mujer parece una estatua. Los demás se la quedan mirando hasta que la chica, calmada, casi lánguida, decide por fin apretar el gatillo una y otra vez hasta vaciar las seis balas que quedaban en el cargador.
La pistola restalla y destella, y el joven cadáver negro bailotea en la zona de carga durante unos instantes mientras de sus heridas brota sangre pulverizada.
Las balas atraviesan la dura protección que ofrece su cráneo, destrozan las trenzas y envían trozos del lóbulo prefrontal y materia gris hacia el cielo.
Lilly acaba y se queda inerte, con la mirada perdida.
El mordedor se dobla sobre sí mismo y cae pesadamente, convertido en un montón de desechos sanguinolentos. Lilly, de pie entre una neblina azul causada por el humo de su propia pistola y la cordita, murmura algo para sí misma. Nadie oye lo que dice. Los demás se la quedan mirando durante un instante eterno hasta que, por fin, Austin se le acerca.
—Bien hecho, vaquera —le felicita. —Vale… ¡A moverse, gente! — exclama Martínez, cambiando de tema —. ¡Antes de que vengan más! Se amontonan en la parte trasera del camión. Lilly es la última en subirse y encontrar sitio en el compartimento de carga atiborrado. Se sienta en uno de los tanques de propano y se agarra a una baranda lateral para prepararse contra la fuerza de la gravedad. Las puertas de la cabina se cierran, el motor ruge y, de pronto, el camión empieza a alejarse del área de carga.
En ese momento y por algún motivo, Lilly se acuerda de dónde ha visto una sudadera naranja como la que llevaba el de las trenzas. La revelación le viene de repente a la cabeza mientras el camión se pone en marcha: es un uniforme de presidiario.
Cruzan todo el aparcamiento, atraviesan la salida y llegan a mitad camino de la carretera de acceso en un silencio que rompe Barbara Stern.
—No está mal para una panda de tullidos emocionales. El primero en reír es David Stern, quien contagia la risa a los demás pasajeros, hasta que, al final, Lilly estalla en carcajadas con una sensación loca y confusa de alivio y satisfacción. Para cuando vuelven a la autopista, ninguno de los ocupantes del recinto oscuro y maloliente cabe en sí de la emoción. —¿Os imagináis las caras que van a poner los críos de los DeVry cuando vean tanto zumo de uva? —Barbara Stern, con su cazadora desteñida y sus mechones plateados revueltos, está muy animada—. Creía que iban a organizar un motín cuando nos quedamos sin KoolAid la semana pasada.
—¿Y qué me decís del café instantáneo del Starbucks? —mete baza David—. Qué ganas tengo de tirar los posos de café de los cojones al montón de abono.
—¿¡Hemos cogido comida de todo tipo, no!? —pregunta Austin entusiasmado desde su asiento, una caja que está enfrente de Lilly—. Azúcar, cafeína, nicotina y magdalenas Dolly Madison. Los niños van a tener un subidón de azúcar que les va a durar un mes. Es la primera vez que Lilly le dedica una sonrisa al joven desde que se conocieron. Él le devuelve la mirada con un guiño mientras el viento que se cuela entre la lona hace que sus rizos ondeen alrededor de su apuesto rostro.
Lilly echa un vistazo por la escotilla trasera y ve la carretera desierta, que el movimiento convierte en un manchón, y la luz del sol de la tarde se filtra plácidamente entre los árboles, cada vez más lejanos. Durante sólo un instante, le parece que lo de Woodbury podría funcionar, después de todo. Con las suficientes personas como esta gente, personas que se preocupan por sus compañeros, puede que tuvieran posibilidades de acabar construyendo una comunidad.
—Hoy lo has hecho bien, guaperas
—felicita Lilly a Austin por fin. Mira a los otros y les dice—: Todos lo habéis hecho bien. De hecho, si pudiéramos… Se detiene al oír un débil ruido. Al principio parece que tan sólo es el viento azotando la carpa, pero cuanto más lo escucha, más le recuerda a un sonido ajeno perteneciente a otro tiempo y otro lugar, un sonido que no ha oído — que nadie ha oído— desde que la plaga comenzase años atrás.
—¿Oís eso? —pregunta Lilly mirando a los demás, que parecen escuchar con atención.
El ruido aumenta y disminuye con el viento. Parece provenir del cielo, tal vez desde poco más de kilómetro y medio, y vibra en el aire como un redoble de tambor.
—Suena como… No. No puede ser. — Pero ¿qué cojones? —Austin se abre paso a empujones hacia el extremo del vehículo y saca la cabeza, estirando el cuello para poder ver el cielo—. ¡No me jodas! Lilly se pone a su altura, se sujeta a la escotilla y se asoma. El viento azota su pelo y hace que le piquen los ojos cuando mira arriba y consigue echarle un vistazo a lo que origina el ruido en el cielo.
Por encima de las copas de los árboles sólo se ve la cola del vehículo, cuyo rotor gira como loco mientras el helicóptero cae en picado. La cosa pinta mal. La aeronave deja una estela de humo negro, como si fuera un cometa, mientras continúa su caída libre fuera de la vista de Lilly.
El camión aminora. Está claro que Martínez y Gus también lo han visto. — ¿Creéis que está…? —pregunta la mujer joven empezando a formular la pregunta que cruza las mentes de todos, pero sus palabras se ven interrumpidas.
El impacto del helicóptero al estrellarse a unos ochocientos metros sacude la tierra. Un hongo de fuego incendia los árboles y se alza hacia el cielo.

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⏰ Última actualización: Nov 24, 2019 ⏰

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