TRES

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—¡Buenos días, jefe! Un hombre calvo y de corta estatura llamado Gus saluda a Martínez y a Lilly desde el remolque más lejano, que bloquea la salida del norte del pueblo.
El cuello, grueso como el de un rinoceronte y la camiseta que se tensa sobre su inmensa barriga le dan a Gus un aire de tipo bruto y pero poco espabilado. Eso sí, lo que le falta de inteligencia, lo compensa con lealtad.
—Buenos días, Gus —le saluda Martínez mientras se le acerca—. ¿Puedes coger un par de latas de gasolina vacías por si nos encontramos algo que merezca la pena en el viaje?
—En seguida, jefe.
Gus se da la vuelta y se aleja con pasos trabajosos y la empuñadura de su pistola del calibre .12 bajo el brazo, como un periódico que aún no hubiera tenido tiempo de leer.
Lilly mira hacia el este y ve el sol matutino asomándose en lo alto de la barricada. Aún no son ni las siete y el frío inusual de la semana pasada se ha esfumado. En esta parte de Georgia, la primavera puede ser un poco bipolar: empieza fría y con lluvias pero, de pronto, se vuelve tan cálida y húmeda como el trópico.
—Lilly, ¿por qué no te subes a la parte trasera con los demás? —sugiere Martínez señalando con la cabeza en el enorme camión de carga militar que hay situado un poco más allá—. Le diré al viejo Gus que se ponga de copiloto por si tenemos que recoger algo por el camino.
El pesado automóvil, cortesía de un puesto cercano de la Guardia Nacional, descansa en perpendicular al lado del remolque, bajo un toldo de robles que se mece con el viento. Tiene unas ruedas enormes y manchadas de barro, una carrocería remachada a prueba de minas tan resistente como la de un tanque y la escotilla trasera tapada con una lona.
Conforme se acercan Martínez y Lilly, un hombre mayor que lleva una gorra de béisbol y una chaqueta de seda se pone delante del vehículo mientras se limpia las manos con un trapo lleno de grasa. El tiempo ha causado estragos en David Stern, un hombre escuálido de unos sesenta y tantos con ojos astutos, perilla del color del hierro y pinta de entrenador de fútbol americano de la universidad: inflexible y con cierto aire majestuoso.
—Sólo le quedaba un cuarto —le dice a Martínez—, así que le he puesto un poco de aceite reciclado. Debería bastar para que tire un rato. Buenas, Lilly. Adormilada, ella le saluda con la cabeza y farfulla un saludo.
Gus vuelve con dos botes de gasolina de plástico maltrechos.
—Mételas detrás, Gus —le indica Martínez mientras se dirige a la parte trasera del camión seguido por Lilly y David—. ¿Dónde está la dama, David?
—¡Aquí mismo!
Retira la lona, y Barbara Stern asoma su canosa cabeza. También tiene unos sesenta y tantos, lleva una cazadora encima de un vestido hawaiano de algodón desteñido y tiene los rizos alborotados y plateados de una hippy anciana. Tiene el rostro surcado de arrugas y bronceado por el sol, iluminado con el agudo ingenio que seguramente ha mantenido enamorado a su marido todos estos años.
—Estoy intentando enseñarle una cosa al muchacho pero es como pedirle peras al olmo.
El «muchacho» del que habla se asoma de pronto del compartimento de carga que tiene al lado.
—Bla, bla, bla —se burla el joven con una sonrisa pícara.
Austin Ballard tiene veintidós años, aunque aparenta menos; tiene el pelo rizado y largo y de un color marrón tan oscuro como un espresso y los ojos hundidos poseen un brillo de malicia. Le gusta lucir un aire de estrella de rock de segunda fila y chico malo incorregible, por lo que viste con una chaqueta de cuero y lleva varias cadenas ostentosas en el cuello.
—¿Cómo coño la aguantas, Dave?
—pregunta.
—Bebiendo mucho y dándole la razón en todo —suelta David Stern a espaldas de Martínez—. Barbara, no agobies al chaval.
—Quería encenderse un pitillo, por el amor de Dios —gruñe—. ¿Quieres que le deje fumar y nos haga volar a todos por los aires?
—A ver, todo el mundo calladito — dice Martínez antes de comprobar la munición. Se le ve muy serio, aunque quizá esté algo nervioso—. Tenemos trabajo que hacer. Ya sabéis cómo va la cosa. A ver si acabamos con la faena sin más gilipolleces de las necesarias.
Martínez les ordena a Lilly y David que se suban detrás con los otros dos y después se lleva a Gus a la cabina.
Lilly se mete en la atmósfera viciada del compartimento de carga. El recinto cerrado huele a sudor rancio, cordita y mosto. En la parte superior hay una bombilla protegida por una reja que arroja algo de luz sobre los contenedores alineados a cada lado del suelo ondulado. La chica busca un sitio donde colocarse.
—Te he guardado el sitio —le dice
Austin con una sonrisa lasciva, dando unos golpecitos en el asiento desocupado que tiene al lado—. Venga, siéntate, no muerdo.
Ella pone los ojos en blanco, suspira y se sienta al lado del joven.
—Las manos quietas, Romeo — bromea Barbara Stern desde el otro lado del sombrío espacio.
La anciana se sienta en una caja de madera que hay al lado de David, quien le dedica una sonrisa al dúo.
—Pues hacen buena pareja, ¿no? — pregunta David con un brillo en los ojos.
—Pero qué dices —murmura Lilly con cierto asco. Lo último que quiere es mantener una relación con un chaval de veintidós años, sobre todo si es tan pesado y ligón como Austin Ballard. En el transcurso de los últimos tres meses (cuando llegó a Woodbury desde el norte, desnutrido y deshidratado con un variopinto grupo de diez personas) le ha tirado los tejos a casi todas las mujeres en edad fértil.
De todos modos, si la obligasen a ello, Lilly tendría que admitir que Austin Ballard, como diría su vieja amiga Megan, «no es desagradable a la vista».
Con esa melena rizada y sus largas pestañas, bien podría animar la solitaria alma de Lilly. Además, se diría que es más de lo que parece a simple vista.
Bajo esa pinta de guaperas y pícaro hay un joven fuerte y endurecido por la plaga que está más que dispuesto a arriesgarse por sus compañeros.
—A Lilly le gusta hacerse de rogar
—le pica Austin sin abandonar la sonrisilla de medio lado—, pero ya caerá.
—Ni de coña —masculla ella entre las vibraciones y el retumbar del camión.
El motor se pone en marcha, y el compartimento de carga tiembla cuando el vehículo empieza a avanzar. Lilly oye un segundo motor fuera de la escotilla, un diésel enorme de alta revolución, y el estómago se le encoge un poco cuando se da cuenta de que la salida está abriéndose.
Martínez observa cómo el remolque cuya chimenea vertical no deja de echar humo, se aleja lentamente de la brecha y deja un hueco de más de siete metros y medio en la barricada. El sol ilumina los bosques cercanos a Woodbury, a tan sólo unos pocos cientos de metros. No se ve a ningún caminante. Todavía. El sol, que aún sigue bajo, se filtra a través de los árboles lejanos, y los difusos rayos de luz disipan la niebla nocturna.
Seis metros más adelante, Martínez detiene el camión y baja la ventanilla.
Se asoma para mirar a dos tipos armados subidos a una grúa que hay apoyada contra la esquina del muro. —¡Miller! Hazme un favor, anda.
Uno de los dos hombres, un afroamericano delgaducho con un jersey de los Atlanta Falcons, se inclina sobre la barandilla.
—Tú dirás, jefe.
—Que no se acerque ningún mordedor al muro mientras estamos fuera. ¿Puedes encargarte de eso?
—¡Ya te digo!
—Queremos poder volver a entrar sin complicaciones, ¿me entiendes?
—¡Nosotros nos ponemos manos a la obra! ¡Sin problema!
Martínez suspira y vuelve a subir la ventanilla.
—Sí, seguro —murmura para sí mismo, poniendo en marcha el camión y pisando el acelerador. Con un rugido, el vehículo se adentra en la oscura mañana.
Martínez echa un vistazo rápido al retrovisor del conductor. Entre un velo de polvo causado por los gigantescos neumáticos, logra ver cómo Woodbury se aleja cada vez más tras ellos.
—Sin problema, ya. ¿Qué podría salir mal?
Tardan media hora en llegar a la interestatal 85. Martínez toma Woodbury Road por el oeste, sorteando los coches y camiones inertes y abandonados que están desperdigados por los dos
carriles, y manteniendo una velocidad constante de entre sesenta y ochenta kilómetros por hora por si se diera el improbable caso de que un mordedor errante saliese del bosque e intentase atacarlo.
Los bandazos que da el camión para sortear la chatarra hacen que todos los pasajeros del remolque se agarren a sus asientos. Al borde de la náusea, Lilly intenta evitar con todas sus fuerzas rozarse con Austin.
De camino a la interestatal pasan por
Greenville, otra pequeña comunidad granjera cercana a la autopista 18 que es prácticamente un reflejo de Woodbury.
Hace tiempo, Greenville era la sede del condado, un pintoresco enclave de edificios gubernamentales hechos de ladrillo rojo, cúpulas blancas y majestuosas casas victorianas, muchas de las cuales estaban inscritas en el registro histórico. Ahora, el sol ilumina un lugar en ruinas e inerte. A través de la lona ondeante, Lilly alcanza a ver lo que queda de la localidad: ventanas tapiadas, columnas rotas y coches volcados.
—Parece que ya han saqueado Greenville —comenta David Stern de mal humor mientras ven cómo el desolado pueblecito se aleja cada vez más. Muchas de las ventanas tienen pintada con espray la marca delatora: u n a M mayúscula que significa tanto MUERTOS como MEJOR VETE y que adorna muchos de los edificios de esta parte del Estado.
—¿Qué hacemos, Dave? —pregunta Austin, limpiándose las uñas con un cuchillo de caza, una manía que pone de los nervios a Lilly. No sabe si es una costumbre que tiene de verdad o sólo lo hace para lucirse.
—Supongo que ir al siguiente pueblo
—responde David Stern encogiéndose de hombros—. Creo que es Hogansville.
Martínez dice que el supermercado que tienen aún es viable.
—¿Viable?
—A saber… —dice David volviendo a encogerse de hombros—.
No es más que un proceso de eliminación.
—Ya bueno, pues a ver si nos aseguramos de que no nos eliminen a nosotros en el proceso. —Se gira y le da un suave codazo a Lilly en las costillas —. ¿Lo pillas?
—Ja, ja. Me parto —responde, y echa la mirada atrás.
Pasan por un camino de acceso conocido que se desvía de la autopista principal, coronado por un cartel de gran tamaño que brilla bajo el sol matutino. El logo está inclinado, y las enormes letras azules están desteñidas y llenas de caca de pájaro.
Una fría corriente de puro terror recorre la columna de la mujer cuando recuerda lo que sucedió el año pasado. En este mismo Walmart, ella, Josh y su grupo de Atlanta se encontraron por primera vez con Martínez y sus matones. En retazos de recuerdos confusos, se acuerda de haber encontrado armas y suministros, y entonces toparse con Martínez…; el enfrentamiento… Megan volviéndose loca… Martínez haciéndoles una oferta y, al final, Josh sufriendo por decidir si deberían probar suerte en Woodbury.
—Y ¿qué tiene de malo este sitio? —pregunta Austin señalando con el dedo en dirección a la difunta tienda cuando dejan atrás el aparcamiento. —Todo —musita Lilly en voz baja. Ve que hay caminantes solitarios vagando por el aparcamiento deWalmart como si fueran resucitados del infierno, y también coches volcados y carros de la compra desperdigados, tan ajados por el tiempo y fosilizados que tienen plantas creciendo entre sus entrañas. Las gasolineras están renegridas y chamuscadas a causa de los incendios que devastaron el lugar en febrero y la tienda recuerda a unas antiguas ruinas de cristales rotos y metal doblado, con cartones y cajas vomitadas por ventanas boquiabiertas.
—Hace ya tiempo que se llevaron toda la comida y suministros que había
—se lamenta David Stern—. Este sitio lo ha saqueado hasta mi abuela.
Conforme dejan atrás el Walmart, Lilly consigue echar un vistazo a través de la lona a los campos de labranza que hay al norte de la propiedad. Las
sombras de los caminantes, que a esta distancia se ven tan pequeños e idénticos como si fueran bichos ocultos bajo una roca, deambulan con lentitud entre el follaje y tras los maizales marchitos.
Desde la llegada de la jauría el año pasado, los caminantes han estado más activos y la población de muertos vivientes ha crecido y se ha extendido hacia zonas aisladas y huertos desolados que antaño estuvieron desiertos y en barbecho. Corren rumores sobre grupos variopintos de científicos en Washington que están refugiados en laboratorios subterráneos, desarrollando modelos de conducta y previsiones de población para los resucitados, y las cosas no pintan nada bien. Las malas noticias planean sobre el mundo, y ahora mismo planean sobre el compartimento de carga mal iluminado del remolque, donde Lilly intenta alejar los malos pensamientos de su cabeza.
—Oye, Barbara —dice mirando a la mujer de pelo cano que está sentada frente a ella—, cuéntanos otra vez esa famosa historia tuya.
—Madre mía, otra vez no —se lamenta con humor Austin, poniendo los ojos en blanco.
—Tú calla —le ordena Lilly, dedicándole una mirada cortante—.
Venga, Barbara, cuéntanos lo de la luna de miel. —Que alguien me pegue un tiro — suplica Austin frotándose los ojos.
—¡Sssh! —Lilly le da un empujón, mira a la anciana y consigue sonreír—.
Adelante, Barbara.
La arrugada mujer le dedica una sonrisa a su marido.
—¿Quieres contarla tú?
—Claro, esto es nuevo… —asiente David rodeando a su mujer con el brazo —. Que sea yo el que hable.
Mira a su mujer con los ojos brillantes y entre los dos sucede algo que inunda el estrecho espacio y hace que a Lilly se le encoja el corazón.
—A ver… Para empezar, esto pasó en la prehistoria, cuando yo aún tenía el pelo negro y la próstata me funcionaba.
—¿Puedes ir al grano, por favor? — le pregunta Barbara dándole un puñetazo de broma en el brazo—. Esta gente puede vivir sin conocer tu historial urinario.
El camión pasa sobre unas vías ferroviarias, lo que hace que el remolque se tambalee. David se agarra fuerte a su asiento, respira hondo y sonríe.
—El caso es que éramos unos críos… pero estábamos locos el uno por el otro.
—Y aún lo estamos, por alguna razón…, Dios sabe por qué —añade Barbara con una sonrisa y dedicándole una mirada cargada de significado a la que David responde sacándole la lengua.
—En fin, que estábamos de camino al sitio más bonito del mundo, Iguazú, en Argentina, sin nada más que lo puesto y pesos por valor de cien dólares.
—Si no recuerdo mal —añade Barbara—, «Iguazú» significa «la garganta del Diablo», y básicamente es un río que fluye entre Brasil y Argentina.
Leímos sobre él en una guía turística y nos pareció que sería la aventura perfecta.
—En fin. —David suspira—.
Llegamos en domingo, y el lunes por la noche ya habíamos subido todo el camino, que igual serían unas cinco millas, hasta las cataratas, que eran increíbles.
—¿¡Cinco millas!? —exclama Barbara negando con la cabeza—. ¿Lo dices en serio? ¡Di mejor veinticinco!
—Exagera —afirma David, que le guiña el ojo a Lilly—. Creedme…, eran sólo veinte o treinta kilómetros.
—David. —Barbara cruza los brazos de forma juguetona delante del pecho—. ¿Cuántos kilómetros son una milla?—No lo sé, cariño —reconoce con un suspiro y sacudiendo la cabeza con resignación—, pero seguro que nos lo vas a decir.
—Sobre 1,6… Así que treinta kilómetros serían unas veinte millas.
David le lanza una mirada.
—¿Puedo contar la historia? ¿Me das permiso Barbara aparta la vista de mal humor.
—No seré yo quien te lo impida.
—Total, que nos encontramos con las cataratas, una preciosidad, vamos, las cataratas más bonitas del mundo. Te pongas donde te pongas, estás prácticamente rodeado por todos lados, y el agua te envuelve entre rugidos.
—¡Y arco iris! —exclama maravillada Barbara—. Arco iris por todas partes. Era espectacular.
—Total —continúa David—, que aquí la amante explosiva se pone cariñosona.
—Sólo quería darle un abrazo, nada más —asegura Barbara con una sonrisa.
—Estamos rodeados de agua y empieza a meterme mano.
—¡No te estaba metiendo mano!
—Me estaba metiendo mucha mano. Y, de repente, me dice: «David, ¿y tu cartera?». Me echo la mano al bolsillo trasero de los pantalones, y no estaba.
Barbara sacude la cabeza, reviviendo el momento por enésima vez.
—Mi bolso también estaba vacío.
Alguien nos había robado en algún momento del viaje. Los pasaportes, los carnés de identidad, todo. Estábamos en mitad de Argentina y éramos unos norteamericanos idiotas que no tenían ni puñetera idea de qué hacer.
David sonríe para sí, atesorando el momento en su memoria como si se tratara de una reliquia de familia que guardara en un cajón. A Lilly le da la sensación de que esto es algo esencial para los Stern, algo que dan por supuesto, pero que tiene tanta fuerza como el oleaje o la atracción gravitatoria de la luna. —Fuimos al pueblo más cercano e hicimos unas cuantas llamadas — prosigue David—, pero no había ninguna embajada en millas a la redonda, y los policías de allí eran de tanta ayuda como una patada en la espinilla.
—Nos dijeron que teníamos que esperar a que solucionaran el asunto de nuestros carnés en Buenos Aires.
—Que estaba a ochocientas millas. —Kilómetros, Barbara. A ochocientos kilómetros.
—David, no empecemos.
—Da igual. El caso es que nos quedaban unos cuantos centavos en los bolsillos. ¿Cuánto era, Barbara? ¿Un dólar con cincuenta? Total, que encontramos un pueblecito y convencimos a un tipo de allí para que nos dejara dormir en el suelo de su granero por cincuenta centavos.
—No es que fuera el Ritz, pero nos las apañamos —cuenta Barbara con una sonrisa melancólica, que David le devuelve.
—Al final resultó que ese hombre era el dueño de un pequeño restaurante que había en el pueblo y nos dejó trabajar allí mientras esperábamos a que nos sacaran los pasaportes. Babs hacía de camarera y yo trabajaba en la cocina haciendo chorizo y menudo para los nativos.
—Lo gracioso es que al final fue uno de los mejores momentos de nuestras vidas —dice Barbara con un suspiro pensativo—. Estábamos en un ambiente desconocido y sólo nos teníamos el uno al otro, pero fue… Estuvo bien.
Mira a su marido y, por primera vez, la cara arrugada y maternal se suaviza.
Por un momento, parece que el tiempo retrocede, borra todos los años y la devuelve a su juventud, cuando era una joven enamorada del bueno de su novio. —De hecho —confiesa con voz queda—, incluso diría que fue estupendo.
David mira a su mujer.
—Estuvimos allí…, ¿cuánto?, ¿Cuánto tiempo estuvimos, Babs?
—Estuvimos dos meses y medio, esperando a que nos dijeran algo desde la embajada, durmiendo con las cabras y viviendo a base de menudo, que estaba asqueroso.
—Fue toda una experiencia. — David rodea a su mujer con el brazo y le da un cariñoso beso en la sien—. No lo hubiera cambiado ni por todo el té de Tennessee. El camión traquetea por culpa de otra tanda de baches y el silencio ruidoso que se oye a continuación se posa sobre Lilly como un manto. Había tenido la esperanza de que la anécdota la animase, la calmase, tal vez incluso le pusiese un remedio a su melancolía, pero sólo ha servido para meter el dedo en la llaga que tiene en el corazón. Ha hecho que se sienta pequeña, sola e insignificante.
Lilly se marea, y le entran ganas de llorar… Por Josh, por Megan, por ella misma… Por esta horrible pesadilla que ha dejado la tierra patas arriba. Por fin, Austin, con el ceño fruncido por la confusión, rompe la magia del momento.
—¿Qué coño es el menudo?
El camión traquetea al cruzar una serie de vías ferroviarias petrificadas y entra en Hogansville por el oeste.
Martínez, sin soltar el volante, inspecciona las calles y escaparates desiertos desde el parabrisas.
El éxodo en masa del pueblecito ha provocado que el lugar haya sido invadido por la maleza y la vernonia, los edificios hayan quedado tapiados y la carretera esté alfombrada con pertenencias abandonadas: colchones mohosos, cajones sueltos y ropa sucia taponando todas las alcantarillas. Unos cuantos caminantes solitarios y tan ajados que parecen espantapájaros vagan sin rumbo por los callejones y los aparcamientos vacíos.
Martínez pisa el freno y reduce la velocidad a treinta kilómetros por hora.
Ve una señal de tráfico y consulta una página arrancada de una vieja guía telefónica que ha pegado al salpicadero. El supermercado Piggly Wiggly de Hogansville está en la zona oeste del pueblo, a unos ochocientos metros de distancia. Los cristales rotos y la basura crujen bajo el peso de los neumáticos, y el ruido llama la atención de los caminantes cercanos.
Gus carga un cartucho en su arma del calibre .12 sin moverse del asiento del copiloto.
—Yo me encargo, jefe —dice bajando la ventanilla.
—¡Gus, espera!
Martínez coge una bolsa de lona que hay entre los asientos, saca un Magnum.357 de cañón corto con silenciador y se lo da al corpulento hombre calvo.
—Usa esto, no quiero que el ruido atraiga a más caminantes.
Gus deja la escopeta, coge el revólver, abre el cilindro, comprueba las balas y lo cierra.
—Me vale.
El hombre pelado apunta con el revólver fuera de la ventana y acaba con tres cadáveres con la misma facilidad que si estuviera probando suerte en el tiro al blanco de una feria. Los disparos, amortiguados por el silenciador, suenan como la leña al partirse. Los caminantes caen uno a uno, con los cráneos entrando en erupción entre burbujas de fluido negro y tejidos y los cuerpos desplomándose en la acera emitiendo satisfactorios ruidos sordos y húmedos.
Martínez continúa hacia el oeste.
Gira en una intersección bloqueada por los restos del choque de tres coches, cuyas carrocerías y cristales chamuscados yacen enmarañados en mitad de un caos aplastado. El camión se pega a la acera y el copiloto se carga a otro par de caminantes que llevan unos uniformes de enfermería hechos harapos.
El automóvil continúa por una calle lateral.
Justo después de un centro comercial tapiado, aparece el cartel del Piggly Wiggly al sur de la calle. La entrada del aparcamiento está bloqueada por media docena de caminantes, pero Gus acaba con sus desgracias sin mayores complicaciones —parando una vez para recargar— mientras el camión se adentra lentamente en el recinto. Uno de los caminantes choca contra el lateral del vehículo y una fuente de sangre aceitosa cubre el capó antes de que el cuerpo sucumba bajo las ruedas.
—¡Mierda! —suelta Martínez mientras se detiene ante la tienda.
Al otro lado del parabrisas manchado de sangre, alcanza a ver la zona catastrófica que antaño fue el Piggly Wiggly. En el escaparate hay baldosas rotas y tiestos volcados, todas las ventanas están rotas y rodeadas de fragmentos de cristal, y hay hileras de carritos oxidados caídos de lado o aplastados por estructuras derribadas.
En el oscuro interior de la tienda, los pasillos están saqueados, las estanterías, vacías, y los apliques de las luces cuelgan de los cables y se mecen suavemente por el viento.
—¡Mierda! ¡Mierda! ¡Mierda! ¡Mierda, mierda, mierda!
Martínez se frota la cara y se recuesta en el asiento del conductor. Gus le mira.
—¿Y ahora qué, jefe?
Retiran la lona de golpe y la implacable luz del día inunda el compartimento de carga. El destello hace que Lilly tenga que parpadear y entrecerrar los ojos hasta que se le acostumbra la vista.
Se pone de pie y observa a Martínez, que está de pie fuera del camión sujetando la lona con una expresión taciturna adornando su moreno rostro.
Gus está tras él, retorciéndose las manos.
—Tenemos una buena noticia y otra mala —gruñe Martínez.
Los Stern se levantan y Austin se incorpora despacio, estirándose como si fuera un gato somnoliento.
—En el supermercado no queda nada. Está vacío —anuncia Martínez—.
Estamos bien jodidos.
—Y ¿cuál es la buena noticia? — pregunta Lilly mirándole.
—Que hay un almacén detrás de la tienda. No tiene ventanas y está cerrado a cal y canto. Parece que la gente no lo ha tocado. Puede ser una mina.
—Entonces ¿a qué estamos esperando?
—No sé cómo de seguro será el sitio
—le responde Martínez, cruzando la mirada con ella—. Quiero que todo el mundo vaya armado hasta los dientes y esté bien alerta. Coged todas las linternas también… Está bastante oscuro.
Todos cogen su equipamiento y sus armas. Lilly rebusca en su mochila, saca las pistolas —un par de semiautomáticas Ruger .22— y comprueba la munición.
Tiene dos cartuchos y cada uno dispone de veinticinco rondas. Bob le enseñó a usar cargadores de gran capacidad, que hace que las pistolas sean algo difíciles de manejar, pero también le dan una gran potencia de fuego por si las cosas se ponen feas. —Austin, quiero que lleves las mochilas —le ordena Martínez, señalando con la cabeza al montón de bolsas de lona que hay en la esquina—. Que estén abiertas y preparadas en todo momento.
De inmediato, Austin recoge las mochilas y se las carga al hombro. Los otros comprueban la munición y guardan las armas en las cartucheras de desenfunde rápido que llevan en las caderas y en los cinturones. Barbara se embute un Colt Army .45 en la parte trasera de la faja que le ciñe su rechoncho abdomen, y David le extiende dos cargadores extra.
Trabajan con la concentración experimentada de unos veteranos ladrones de bancos. Han hecho esto
muchas veces pero, aun así, se respira cierta tensión en el oscuro recinto cuando Martínez echa un último vistazo a través de la lona abierta.
—Voy a echar marcha atrás — anuncia—. Preparaos para el follón y guardaos las espaldas cuando entréis, porque el ruido del camión ya ha atraído a más mordedores.
El grupo asiente con la cabeza y Martínez desaparece.
Lilly se dirige a la escotilla trasera y se resguarda en la esquina mientras el ruido del motor acelerando sigue al de los portazos de la cabina. El automóvil abandona el lugar dando bandazos y empieza a rodear el supermercado.
Cuarenta y cinco segundos más tarde, los frenos chirrían y el camión se detiene de golpe.
Lilly respira hondo, saca una de las Rugers, empuja la lona y sale de un salto. Aterriza con fuerza en la acera resquebrajada, con el sol en los ojos y el rostro azotado por un viento que arrastra un olor a goma quemada proveniente de alguna catástrofe lejana.
Martínez ya ha salido de la cabina y lleva el .357 con silenciador golpeándole el muslo, y Gus se apresura hacia la parte frontal del camión para subirse al asiento del conductor.
El almacén, una enorme caja de metal ondulado del tamaño de tres salas de cine, está situado a su derecha, en el extremo del aparcamiento trasero,
asentado en mitad de una jungla de hierbajos y cortadera. Lilly se da cuenta de que la sencilla puerta de metal está en lo alto de unas escaleras situadas justo al lado de la zona de carga y de un par de enormes puertas de garaje automáticas que hay bajo las sombras del saliente. Todo parece estar congelado y petrificado por el tiempo, sellado por el óxido y con grafitis que parecen cicatrices.
Mira por encima del hombro y ve a menos de cien metros, cerca del cartel destrozado del Piggly Wiggly, a un grupo de caminantes que se giran poco a poco hacia la fuente del ruido y empiezan a dirigirse hacia ellos con pasos renqueantes.
Austin se acerca a Lilly por la espalda.
—Venga, venga —masculla, con las mochilas al hombro—. ¡Vamos a aprovechar que aún somos jóvenes y estamos enteros!
David y Barbara se apresuran tras Austin, agazapados y con los ojos bien abiertos y alerta. Martínez señala con la mano la zona de carga para que Gus la vea.
—Cúbrenos, Gus, mantén la comunicación y no les quites el ojo de encima a los bichos de ahí fuera.
—Recibido —confirma él, y acto seguido enciende el motor para poner en marcha el camión.
—Saldremos por el lateral de la zona de carga —le informa Martínez—, así que tenlo en marcha y estate preparado para salir pitando lo más rápido que puedas. —¡Entendido!
Todo pasa muy rápido y con mucha eficiencia. Gus lleva el camión a la zona de carga y el resto del grupo se desliza rápida y silenciosamente hacia la puerta con la destreza y profesionalidad de un equipo de los SWAT. Martínez sube las escaleras, se saca una cuña de metal del cinturón y se encarga del candado, sirviéndose de la culata de la pistola para golpearla. Los otros se apiñan tras él, echando miradas furtivas a los cada vez más cercanos muertos vivientes.
La cerradura cede y Martínez abre la puerta con un chirrido. Se adentran en la oscuridad, donde les asalta un horrible hedor a carne podrida, vómito y amoníaco justo antes de que la puerta se les cierre de golpe tras ellos, sobresaltándoles. Del único tragaluz que hay en lo alto, por encima de las grúas cubiertas de telarañas, se filtra algo de luz que apenas sí da para revelar las siluetas de los pasillos y las carretillas elevadoras volcadas que hay entre las enormes estanterías.
Todos los intrusos, Lilly incluida, se toman un momento para sonreír mientras dejan que sus ojos se acostumbren a la oscuridad lo suficiente para ver todas las latas y paquetes de comida que se alzan hasta las vigas. Ciertamente es la mina que Martínez había esperado, pero en el mismo instante en el que se dan cuenta de la buena suerte que han tenido, oyen ruidos entre las sombras, como si su llegada les hubiera dado el pie para salir a escena y, una a una, sus sonrisas se desvanecen…
…al ver salir a la primera silueta de detrás de una de las estanterías atiborradas.

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