Salí de la habitación de Cristina con el corazón encogido, con el tiempo había aprendido a discernir mis emociones con el trabajo, pero había sido difícil y a veces no podía evitar que alguna irremediable lágrima se me escapara traicionando mi profesionalidad. Sin embargo en el hospital era feliz, profundizar en el alma de mis pacientes era increíble, aprendía de ellos, cada día era una aventura. Siempre había pensado que en el dolor estamos obligamos a ser fuertes y me sorprendía profundamente la capacidad de superación que con el tiempo había adquirido.
Después de salir de la habitación de Cris me termine mi café y continué con la ronda, aún me quedaban cuatro horas de guardia, había sido una noche tranquila, aún así, las ojeras ya formaban parte inherente de mi rostro, y no me iba a esforzar en ocultarlas.
Tenía que administrar suero a mis pequeños de oncología pediátrica, odiaba tener que despertarles pero intentaba hacerlo con dulzura, ya sabía cómo reaccionaría cada uno de mis ángeles.