Si te perdiera

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El sol brillaba en toda su dorada magnificencia, la brisa fresca era un aliciente para el calor reinante que traía consigo el dulce aroma de las flores.

No era, precisamente, gracias a la primavera.

Maximiliano estaba frente a la lápida de mármol que decía:

«Leticia Antonia Gallardo Martínez.

»1 de octubre de 1982 - 1 de octubre de 2015.

»Tu recuerdo será imperecedero, te amo, con todo mi corazón.»

Inspiró hondo, el pecho dolía debido a sus esfuerzos por no derramar más lágrimas. Llevaba cuatro años intentando no hacerlo en ese lugar.

Sin embargo, ese primero de octubre, no fue la excepción, lloró amargamente. El dolor de haber perdido a su esposa todavía lo sentía como si fuera el día anterior.

Y él, sin saber cómo, seguía viviendo. Quería morir, acostarse un día y no despertar, porque era demasiado terco y cobarde para quitarse la vida. A él solo bastaba para ver los ojos de sus padres o sus hermanas para saber que, si decidía suicidarse, los dejaría tan rotos como él lo estaba en ese momento. Sabía que ellos estaban preocupados por él, a pesar de los años, su pena no remitía. Y, aunque intentara aparentar que estaba bien, ellos no le creían en absoluto. No, no estaba bien, estaba harto del dolor, de sentirse culpable por respirar.

Vivir se había vuelto algo mecánico, trabajaba, comía, dormía. Desde el accidente que tuvo Leticia el día de su cumpleaños, él no volvió al departamento que compartieron durante siete años. Desde ese entonces, Maximiliano se quedó en la casa de sus padres, y hasta el día de hoy no se sentía capaz de ver las pertenencias de su esposa.

Todo debía estar tal como lo había dejado ella. Su madre solo se había encargado de retirar la basura y botar lo que había en el refrigerador.

A veces, él despertaba pensando que todo había sido una pesadilla, que Leticia no se había distraído con la música alta de sus audífonos, ni que un automóvil no alcanzó a frenar cuando ella apareció de la nada cruzando la calle. Así se fue, al instante, sin avisar, sin despedidas, ni un minuto de piedad para decir una última vez: «te amo».

Pero era su realidad.

Maximiliano secó sus lágrimas con el dorso de su mano y comenzó con su ritual. En silencio, limpió la lápida con un trapo mojado, retiró las flores que él había dejado el año anterior que estaban secas, llenó de agua el florero y sumergió en él las doce rosas blancas que llevaba todos los años, una por cada mes. No se atrevía a hacerlo más seguido, no tenía corazón para ello, reconocía que era un acto cobarde, pero no tenía fuerza para hacerlo el primer día de cada mes. Nadie más la visitaba, solo él. Leticia había sido huérfana y creció en un hogar de menores. Sin embargo, ese hecho la hizo ser una mujer digna de admiración, era de las que luchaba sin cesar, era inteligente, era alegre, era hermosa, era...

Irremplazable.

―Leti ―susurró. Por cuarto año consecutivo, su llamado no fue respondido.

Maximiliano sollozó. Debía estar resignado, ¡maldición! sabía que su vida debía continuar, ¡lo sabía! A Leticia no le hubiera gustado que él estuviera así, como un autómata, respirando porque Dios había sido muy grande por darle un par de pulmones sanos. Ni siquiera le gustaba fumar para sentenciar su vida a muerte con un cáncer. Debía admitir que solo tenía miedo a vivir de verdad, no se sentía capaz de volver a ver la vida como lo había hecho antes. Leticia le había dejado un vacío imposible de llenar.

No se sentía capaz de arriesgarse y volver a pasar por ese tipo de pérdida una vez más.

¿Cómo iba hacerlo?

Si te perdiera (One Shot)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora