¡atención! contiene escenas gráficas de homicidio
♡ escrito con la canción You Don't Own Me, de Lesley Gore (1964)
—Dime, Tirso, ¿hace cuánto que nos conocemos?
El hombre levantó la cabeza, desorientado. Miró con todo el desprecio del que fue capaz de mirar al contrario, con los hombros encogidos y un rastro de líquido bermellón cayendo por su barbilla. Tenía el labio destrozado; morado e hinchado, emitía un intenso pálpito regurgitante.
Hizo un gesto osco que divirtió al otro, que observaba a gran distancia desde su altar dorado de semidiós.
—Más de lo que quisiera —Tirso soltó, justo antes de escupir a sus pies. La voz le salió a tirones, como si estuviera obligándose a dejarla escapar para obtener algo de aire para sus pulmones. Con el gaznate sucio de Dios sabe qué, vestía los harapos que los los reos a su costado también llevaban. Pero Tirso era un reo diferente: en vez de llorar e implorar vana clemencia, dirigió su vista de lobo a todos los que estaban por presenciar su propia ejecución.
Uno a uno, los marcó con ese estigma inconfundible, uno que no se olvida ni se duerme; todos se irían a casa sabiendo que vieron a un hombre morir y no hicieron nada. Y él se iría a la otra vida sabiendo que a todos les daba igual. No importaba. Tenían que saber que, cualquier día, su destino también podría estar escrito en cualquiera de las sogas que el verdugo les había hecho cargar a ellos mismos, incluso aunque fuese a rastras.
Tenía las manos rasgadas, quemadas y probablemente fracturadas; daba igual. ¿Qué más daba ya?
Más bien, daba la impresión de que a Tirso ni siquiera le importaba lo que estaba a punto de pasar. Como si no quisiera evitarlo o ponerle un remedio; estaba dispuesto a tomar el castigo, la pena capital; iba a perder su vida.
Al menos, sería por una causa justa. Oh, de eso podía estarse seguro.
La abrumadora risa del contrario se presentó, no obstante sin un ápice de diversión.
—Qué desengaño —fue lo único que él contestó. Momentos después, se giró hacia aquel que esperaba junto a la viga maderosa —. Cuélgalos.
Entonces el hombre avanzó hasta el primero de los cinco reos, el que estaba más alejado de Tirso, y le ató la gruesa y áspera cuerda al cuello. Pasaron unos segundos de silencio ensordecedor; el chico, que era visiblemente joven, había dejado de rogar. Sollozaba en silencio, sabiéndose muerto.
El apoyo cayó: uno, dos, tres segundos. Se retorció como un pez en tierra durante casi quince. Nadie habló, puesto que las ejecuciones eran un rito solemne. El oxígeno abandonó su cuerpo después de que pataleara sin control, deseando una oportunidad, una ocasión... deseando merced. No la obtuvo.
El segundo reo fue más rápido. No tuvo tiempo de lamentarse, porque se rompió el cuello nada más caer al vacío. El tercero no vaciló en tirarse por sí mismo, harto de la infernal espera. El cuarto, en cambio, se retorció entre los brazos del verdugo, desesperado.
En la espera, Tirso tuvo tiempo de reconocer entre el gentío los rostros de su esposa y sus dos hijos: Amulia, Tez, y Tristan. Ella lucía avergonzada; afectada por su marido, sí, pero sobretodo avergonzada. Ahora, su familia sufriría el tesón de un sin nombre al que deberían evitar de cualquier forma posible. Los niños probablemente no recordarían aquel día cuando fueran mayores, y no se les hablaría de su padre, que murió siendo un traidor a la patria.
Así estaba mejor, Tirso pensó.
Cuando llegó el momento y la afilada lija le raspó la piel, cualquier rastro de miedo desapareció. Se dignó a mirar a Koah una última vez; para maldecirlo. A Amulia la esquivó, porque si vergüenza era lo que sentía, él respondería con sincera indiferencia. Lo último que hizo fue despedirse de los pequeños, que con ojos de ratón casi se camuflaban en la multitud. Inocentes, ajenos a toda la maldad que los cubría como una vecina tormenta. Deseaba para ellos el mejor de los destinos.
Fue primero el sonido del mismo apoyo que había escuchado antes cediendo, y luego la extraña sensación de estar siendo alejado de la realidad. Era confuso; aquellos quince segundos que el joven había tardado en morir, le estaban pareciendo ahora eternos. Horas. Nunca terminaba.
El tiempo semblaba correr muchísimo más despacio, en el transcurso en que la vida se le escapaba de las puntas de los dedos, él supo que no se arrepentía de nada.
Ese fue el fin de la frívola ejecución semanal.
Al final, incluso Tirso dejó de moverse.
𝖇𝖔𝖔
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𝖊𝖑 𝖏𝖚𝖎𝖈𝖎𝖔 𝖉𝖊 𝖑𝖔𝖘 𝖆𝖗𝖈𝖆𝖓𝖔𝖘
FantasyEl juicio de los Arcanos se lleva consigo a todas las almas ardientes. En un mundo como este, ¿qué les queda a los mortales? Ellos son trece elegidos: trece sin nombre.