0.02: 𝓐𝓽𝓵𝓪𝓼

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♡ este capítulo ha sido escrito con la canción The Very Thought of You, versión de Al Bowlly 

♡ este capítulo ha sido escrito con la canción The Very Thought of You, versión de Al Bowlly 

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Esa noche no iba a salir la luna. 

Tenía el cuchillo en su mano izquierda y el tenedor en la derecha, esperando para ser usados; la comida del plato sobre la mesa comenzaba a enfriarse sin siquiera haber sido probada. La mujer a su costado masticaba tranquilamente y en silencio, mirando hacia sus propios dedos. El hombre, en cambio, tenía los ojos clavados en el chico, con el ceño fruncido y una mueca de disgusto. 

—¿Por qué no comes? —le preguntó bruscamente. 

—No tengo hambre —respondió de manera simple, con la voz apagada. 

—¿No tienes hambre? —volvió él a la carga de nuevo —, ¿es que no te gusta la comida que tu madre ha cocinado para nosotros? 

Atlas levantó entonces la cabeza, perplejo. Su padre tenía un carácter fuerte, pero no acostumbraba a tratar de esa forma a ninguno de los dos. Debía estar molesto por alguna cosa en particular, pensó. 

—No es por eso. 

El hombre se lo quedó observando, esperando algo más que esas cortas palabras. Cuando se dio cuenta de que su hijo no estaba dispuesto a continuar con la conversación, decidió encaminarla entonces por su cuenta.

—¿Y por qué es, si se puede saber?

Atlas hizo amago de volver a levantar su cabeza, pero el intento se quedó en un amargo gesto de cansancio. 

—No es nada —le contestó. 

Se hizo el silencio durante algunos segundos más. Su madre, que se había hecho todavía más pequeña de lo que en realidad ya era, evitaba a toda costa dirigirse a cualquiera de los dos. Sufrida con los años, se llevó la mano al hueco de la sien y la dejó allí, reposando en un descanso perpetuo. 

Su padre dejó ambos cubiertos sobre la mesa. Tenía una expresión severa; era fácil darse cuenta de que estaba mucho más que disgustado. Con los ojos de un azul profundo, escaneaba cada parte de su rostro, como evaluando la situación. Unió ambas manos bajo su barbilla. Tenía la postura de un juez, pero el juicio de un cazador. 

—¿Es por los estudios? —inquirió. 

Él tenía la extraña costumbre de menospreciar a su hijo hasta el punto de ser incapaz de creer que en su vida había algo más que solo el deseo de convertirse en abogado y seguir el legado de su padre. 

—No. 

Ladeó la cabeza, perdiendo la paciencia. 

—¿Estás enfadado con alguno de nosotros?, ¿es eso?

Atlas apretó los dientes de la mandíbula, viéndose de pronto atrapado en la encerrona del hombre. No podía mentir. No le habían enseñado a mentir. No era buen mentiroso, y menos lo sería con su padre, que podría adivinar lo que cualquiera estuviese pensando con solo aguzar un poco la mirada. Él sabía que si había decidido preguntarle, era porque quería terminar con cualquiera que fuese el asunto que estaba haciendo dudar a su hijo de sus decisiones como padre. 

—No... no estoy enfadado —en teoría, no estaba mintiendo —. Esta mañana he pasado por el pasillo, como siempre. Pero el cuadro de Arien no... no estaba. Al principio pensaba que se había roto, por eso fui a la cocina a ver si lo encontraba —se encogió de hombros, afligido —, pero estaba en el cubo de basura —en una mezcla de doloroso resentimiento y confusión agotadora, encaró al hombre —. Alguien lo había tirado. 

Su padre parpadeó. 

Fue ahí cuando la mujer se incorporó como atravesada por un rayo de culpabilidad, y se dirigió de manera suplicante a su marido. 

—Armin, por favor, no lo hagas —murmuró. 

El hombre ignoró olímpicamente sus ruegos, sin siquiera alejar un centímetro la vista del chico. 

—Yo lo tiré. 

Atlas devolvió la mirada, esa vez sí, con la bilis subiendo por el gaznate. Abrió la boca tratando... intentando, con todas sus fuerzas, decir algo. Necesitaba echar afuera toda esa frustración. Necesitaba... aire.

—¿Por qué? —con un hilo de voz.

Armin -su padre- enarcó una ceja, como si la respuesta fuese tan evidente que le molestaba siquiera tener que decirla en alto. 

—Porque ese chico era una vergüenza para nuestra familia. No estoy dispuesto a tener un cuadro de él en mi casa. 

Los cubiertos de Atlas también volvieron a la mesa. Las palabras del hombre lo habían dejado congelado, sumido en un hielo tan frío que abrasaba, que estaba haciéndole quemaduras en la parte más sensible de su piel. 

—Es mi hermano. 

—No te equivoques, Atlas. Era tu hermano. 

Los nervios de Atlas saltaron por los aires, como los fuegos artificiales, que explotan sin control alguno. Se levantó, impulsado por su propia ira. 

—¡Es tu hijo! —le gritó.

La calma de la sala de estar había quedado ya relegada a un agrio recuerdo que revolvía los estómagos de los allí presentes. La mujer, quien, ya conociendo a su marido, se resignó a someterse antes que lanzarse a una lucha que no podía ganar, volvió a la cena, que no sirvió para distraerla pero sí al menos para hacer que las voces de los dos fueran paliadas. En aquel punto, todo daba ya igual.

—Esa escoria no era mi hijo, no vuelvas a decirlo. 

—¡¿Cómo puedes llamarlo escoria?! 

Armin suspiró. 

—Me niego a mantener esta conversación. Eres joven, todavía no entiendes cómo funciona nuestro mundo. La gente como él no tiene un sitio aquí. Es mejor que empieces a entender eso, Atlas. 

Él se vio atado de manos y pies, con tantas ganas de gritar y tirar todo abajo, que se le hicieron grandes. Un trago demasiado difícil de tragar, que rasgaba la garganta por lo punzante de sus verdades. Hubiese querido matarlo... pero Atlas era solo un chico. Un chico, contra todo lo demás. Contra su sangre, a la que, solo un tiempo atrás, habría confiado su vida. No podía hacerlo. No podía solo continuar siguiendo la corriente. 

Y, antes de hacer cualquier locura, caminó hasta la puerta abierta.

—¿Cómo puedes haber dado la espalda a tu propia familia... papá?

Se marchó a la habitación, incapaz de siquiera pensar en algo más que en acostarse en la cama y no volver a levantarse nunca más. Arien no iba a desaparecer, daban igual todos los intentos de su padre por actuar como si nunca hubiera existido o la conformidad de su madre. ¿Cómo iba... cómo iba a olvidarse de su hermano? ¿cómo iba a olvidarse de él?

Cerró la puerta al entrar, consciente de que nadie iría a buscarlo.

Ya solo, apoyado contra la puerta, se permitió llorar. 

—Arien —murmuró —ojalá estuvieras aquí. Ojalá pudiéramos volver a vernos. Ojalá —dejó escapar una pequeña risa incrédula de entre todas esas lágrimas saladas, sabiéndose estúpido por hablar con los muertos —... estuvieras vivo. 

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𝖊𝖑 𝖏𝖚𝖎𝖈𝖎𝖔 𝖉𝖊 𝖑𝖔𝖘 𝖆𝖗𝖈𝖆𝖓𝖔𝖘Where stories live. Discover now