IV

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Escuchó el despertador en algún momento entre un mal sueño y el próximo. En el último que tuvo, antes de despertar del todo, la figura del espejo lo señalaba, con un brazo raquítico extendido y sus ropas ajadas y sucias flameando como estandartes del ejército del Cuarto Jinete del Apocalipsis. La esquelética figura abría sus desdentadas fauces y lo acusaba:

- ¡Tú! ¡Tú eres el culpable! ¡Tú eres quien trajo la muerte, la desesperación y la miseria a aquellos que te aman! ¡Tú eres el culpable! ¡Tú! ¡Tú! ¡Tú!

Despertó cubierto en sudor. Apestaba y no sólo a transpiración. Miró hacia sus piernas. Había sufrido la incontinencia de su vejiga e intestinos. Intentó levantarse. Lo intentó, aunque no lo consiguió. No deseaba respirar. Cada inspiración le llenaba las fosas nasales del nauseabundo olor de sus desgracias. Sin embargo, juntó las pocas fuerzas que tenía y los restos fracturados de su ya mermada voluntad y consiguió sentarse. La habitación de su hija dio vueltas a su alrededor, una marea surrealista de unicornios, arco iris, luces y sombras. Bajó la vista, buscando recuperar su equilibrio. Sus ojos tropezaron con restos de fideos a medio digerir manchando la almohada de princesas de la cama de su hija. Aquello fue demasiado. Vació el contenido de su estómago sobre las sábanas, una vez más. No podía recordar cuándo había sido la vez anterior.

Un nuevo esfuerzo le permitió finalmente salir de aquella cama. Caminar era un asunto aparte. Una tarea que en aquel momento se le hacía digna de Hércules. Intentó llamar a su esposa, pero su garganta no pudo emitir sonido alguno. Sacando fuerzas de donde no tenía consiguió arrastrarse hasta la cama matrimonial en la habitación de junto. Desde el piso, como si se hubiese convertido en serpiente, intentó despertar a Alicia tocando sus piernas. No hubo reacción. Reptó hasta la cabecera de la cama, donde colgaba fláccido uno de sus pálidos brazos. Tomó su mano y comenzó a agitarla. Necesitaba despertarla, nunca se había sentido tan mal. Recién entonces notó lo fría que se sentía al tacto.

Lanzó un mudo gemido de dolor. Esa fue toda la manifestación de dolor que su cuerpo le permitió emitir en pos de la muerte de su esposa. Apenas fortalecido por la inyección de adrenalina que su sistema endócrino liberó ante la tragedia, trepó la cama. Necesitaba comprobar el estado de su pequeña y dulce Raquel. Y la encontró tan fría e inerte como su madre. A pesar de la deshidratación, sus ojos escupieron dos tímidas lágrimas. Habiendo perdido toda voluntad de permanecer con vida, Juan Ignacio se quedó allí, entre sus dos amores. Esperando la muerte, bajo la atenta y sonriente mirada de Dulzura.

DulzuraWhere stories live. Discover now