La Pérdida

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En el ocaso, cerca de aquella vieja cabaña, se percibía la sombra de un niño, un niño que acababa de hacer algo que cualquier otro no haría, un infante sin luz en sus ojos y con la frente arrugada. Wade se disponía a subir los tres pequeños escalones hacia la puerta de su casa, pero antes dudó un momento, levantó los brazos y se quitó la camisa de la escuela; ya que la misma estaba manchada y a su vez desprendía un fuerte olor. 

Luego de deshacerse de toda prueba o inculpabilidad en contra suya, tocó 2 veces; haciendo así que el señor Reece le abriera la puerta, para luego mirarlo, abrazarlo y con un aire de preocupación preguntarle: - ¿Por qué llegas a esta hora? ¿Y tu madre? ¿No te recogería en la escuela? ¿Y tú camisa? ¿Estás bien? - Bombardeado por todas las preguntas de su padre no lo quedó de otra que fingir llanto y preocupación, mientras al mismo tiempo tartamudeaba dos simples palabras: -No...no...se...no...se -.

El adulto desconcertado, sin recibir respuesta, cargó en brazos a su hijo, recorrió el pasillo y lo dejo cómodamente en la cama de su habitación. Besó su frente, apagó la luz y le dijo: - Tranquilo Wade. Tu madre está bien. La traeré de vuelta. –  El señor Reece tomó las llaves del auto, un abrigo muy fino, su sombrero y 10 libras(esterlinas), casi al momento salió al igual que un rayo de la cabaña en busca de su amada esposa. 

Más tarde...

En la mitad de la oscura y sombría autopista, se podía ver a lo lejos la tenue luz de 2 faroles de un Fiat 2800, color negro, un poco sucio, que aparentemente iba a más de cien. Conduciendo se encontraba un hombre de unos 43 años, 1.92 de estatura, cabello castaño claro, de imponente bigote, cejas pobladas, rostro tranquilo, dotado de musculatura y con una extraña cicatriz, que iba desde su mejilla derecha hasta la base del cuello. Este hombre, más concretamente el señor Reece, se dirigía a toda prisa en dirección a la estación de policía, para que así tuviera una gran ayuda en cuanto a la búsqueda de su señora. Desesperado, pero aun un poco tranquilo, fumaba sagazmente la mitad de un habano mientras que, divagaba por su mente: - Miriam, ojalá estés bien, ¿Cómo se te ocurre preocuparme de esta manera? –.

Wade, aun en casa se disponía a tomar una siesta, pero antes de que siquiera se acomodara en la litera, afuera se escuchó que tocaban la puerta. Se dirigió con flojera hacia la misma, la abrió y se sorprendió al ver que se trataba del cartero. En esa misma sorpresa decidió preguntarle: -Señor cartero, ¿Qué hace usted tan tarde en el trabajo? –.

El presente sin dudar siquiera un poco le respondió: -Es una carta urgente, además es un pequeño favor que le hago a cierto amigo-. Sacó una carta de su bolso y prosiguió: - ¿Podrías entregarle esto a la señora Miriam Reece?

-Sí, claro, es mi madre después de todo.

-Está bien jovencito, me retiro. 

-Espere, ¿sabe usted quién es el remitente?

-Se trata de la señorita Karen Smith, la profesora del Rossall School.

- ¡Mi titular! - Gritó con asombro.

- ¿Pasa algo malo joven?

-No claro que no. ¿Desea usted alguna propina por traer personalmente la carta, y a tan altas horas de la noche?

-No le veo ningún problema.

 Wade se dirigió hacia el cuarto de su padre, sacó del cajón unas 3 libras, pero antes de volver hacia la puerta, primero entró al cuarto de su difunto hermano y tomó un bate de madera. Con los billetes en un mano y el bate en la otra, detrás de su espalda, volvió aquel niño con el cartero. Levantó la mano para entregarle el dinero, pero intencionalmente dejó caer un billete, lo señaló en el suelo y le hizo una seña al cartero para que lo recogiese. El hombre de uniforme se agachó lentamente con toda su confianza puesta en el niño, lo cual no debió haber hecho, ya que Wade arremetió con toda su fuerza con el arma blanca en la nunca de aquel pobre hombre; haciendo así que este cayera inconsciente sobre la entrada.

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