Prólogo - Érase una vez, una muggle...

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He tenido que marcharme a una reunión importante. Los elfos tienen constancia de que llegaré tarde, ellos se encargarán de tu desayuno.

Esta mañana llegó una lechuza a tu nombre, pero no he querido tocarla. Creo que es de Weasley.

Siento ausentarme todo el día.

Te lo compensaré.

Te quiero.

No había firma, aunque no era necesaria. Su olor seguía latente, igual que el roce suave de sus dedos sujetando la pluma. Casi podía sentir el rasgar de su trazo sobre el pergamino, escribiendo aquellas palabras que se notaban apresuradas, cargadas de sentimiento aunque alteradas, como si tuviera a alguien detrás señalándole lo tarde que era mientras él le hacía aspavientos, indicándole que saldrían en breves.

Contuve una carcajada mientas imaginaba la cara de malas pulgas de Blaise. Él siempre parecía estar oliendo a huevos podridos cuando Draco se dedicaba a prestarme un poco de más de atención de la necesaria, casi como... No. Él no estaba celoso. Únicamente, era algo a lo que no estaba acostumbrado y que no comprendía.

Era lógico. Yo también tenía mis dudas cuando me paraba a pensarlo.

¿Qué hacíamos exactamente Draco Malfoy (el petulante y sangre pura Draco Malfoy) y yo (la sangre sucia y sabelotodo Hermione Granger) juntos?

A pesar de los años que habían pasado, seguía antojándoseme cuanto no extraño. Sospechoso, como bromeaba Harry, las pocas veces en que se dignaba a venir a casa (única y exclusivamente cuando mi marido no estaba en ella) a tomar un café y ponernos al tanto de las últimas nuevas. Hablábamos a menudo (ahora quizá ya no tanto) por lechuza, otras tantas por chimenea, y alguna que otra vez, simplemente me aparecía por su casa, cansada de que no llegara la contestación a alguna carta que había enviado hacía semanas. Aun así, Harry apenas tenía ese brillo que lo había caracterizado desde siempre. Había perdido su fuerza, su ilusión por la vida. Lo había perdido prácticamente todo.

Yo siempre lo había visto como alguien luchador, alguien que no se rendía. Era de comprender. Había perdido a sus padres y a su padrino... Pero quizá, Dumbledore significó más para él que para todos nosotros. Por muy unidos que estuviéramos a él, Harry había sido (aunque sonara feo) su favorito, casi su sobrino o nieto, alguien a quien no trataba sólo como a un alumno de su academia.

Aun así, yo lo había visto luchar con fe ciega, enfrentarse a los mortífagos, a las bestias y las criaturas de las sombras. Había luchado con sus puños desnudos, con su varita hasta que esta se había quebrado. Se había deshecho en pliegues, destruido y quedado en cenizas... Y lo había visto alzarse, como el ave fénix, como Fawkes, erguirse, hermoso, impresionante, cargado de fuerza y decisión, y enfrentarse en una nueva oleada contra aquella masa negra que se abalanzaba sobre él y la comunidad mágica entera.

Él había vencido. Él. Por todos aquellos que no pudieron. Él era un símbolo, una imagen, un escudo, una bandera que los magos y brujas alababan y bendecían, rezaban por él en sus casas y se abrazaban entusiasmados. Harry era su salvador. El Elegido.

Pero Harry dio demasiado en aquella guerra, en la Guerra de las Profecías, como había sido coronada y bautizada en los libros de Historia después.

Harry dio cuanto tenía.

Se dio a sí mismo.

El problema estaba, en que en el trayecto, se perdió. Se dejó atrás. Se olvidó de quién era.

Se perdió en la oscuridad.

Ahora sus ojos lucían apagados, marchitos... Eran unos ojos tristes, en los que cuando uno se veía reflejado sentía náuseas. Era como verse en lo alto de un edificio, en su azotea, con la cara vuelta hacia abajo, sintiendo que vas a caer a un abismo sin fondo, y caer y caer y caer por toda la eternidad. ¿Quién no se siente tan egoísta como para voltear la cara y no mirar de frente a su miedo? Yo, entre otras personas, la había apartado. Había dado la espalda a mi mejor amigo cuando más me necesitaba. A mí. Al resto. Cuando precisaba del calor humano, del amor de una familia. Digamos que ahora me sentía responsable de su estado, y por ello insistía en vernos, en hablar. No podía hacer mucho más... Era un error pasado. Un error grave, que él continuaba arrastrando. En parte, era mi culpa.

Déjate envolver por la oscuridadDonde viven las historias. Descúbrelo ahora