Capítulo 1- Hegoi

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La voz grave y poderosa del rey se portaba como el rugido de un león, y se extendía por la sala del trono haciendo sentir pequeño a todo aquel que la escuchaba. Los sirvientes estaban nerviosísimos intentando complacer la única orden que el rey había formulado en toda la mañana: "¡Encontrad al chico! Esta vez se ha pasado."

De entre todos los presentes en el arqueado salón, el más inquieto era el consejero del rey, Juliano. El soberano reclamaba la presencia de su hijo mayor, Hegoi. El joven tenía diecisiete años, y se escondía tras una de las quince puertas conectadas a la estancia. Ninguno de los buscadores lo había encontrado hasta entonces, y ya llevaban unas tres horas buscando. No es que Hegoi fuese precisamente veloz, pero en el castillo era la más escurridiza de las presas. Había pasado ahí toda su infancia, y lejos de perderse por los fríos pasillos laberínticos que se enredaban entre los muros de palacio, sabía cual era el camino más corto a cada lugar. También era conocedor de algunos pasadizos que jamás comentó a nadie, y que nadie le mencionó, por lo que no sabía si era el único que enterado de su existencia.

No eran pocas las veces en las que había sacado de sus casillas al rey, amigo muy cercano de su padre. Desde pequeño había tenido acceso a la biblioteca real, y tras aprender a leer gracias a las valiosas enseñanzas de su progenitor y mentor, pudo aprovechar y exprimir el conocimiento escondido detrás de cada letra y cada coma escrita entre las páginas de los más de cincuenta y seis mil libros. Sin embargo, esto hizo que él se formase sus propias ideas y no se dejase llevar por las de los demás, entre ellas las del rey. Así era como lo enfurecía, criticando su opinión.

Pero aquella vez se había pasado. Aquella vez había ido muy lejos, tanto que el rey ignoraba la amistad que tenía con su consejero y solo pensaba en cómo castigar al joven. Hegoi se había presentado en los aposentos del monarca para decirle a la cara y sin mostrar respeto alguno, que el rey era una figura de autoridad sin sentido. ¿Cómo se había atrevido a hacer tal cosa? Esto ya era el colmo, ¡la gota que colmaba el vaso! El gran Edgar Dalkon no podía dejar que un súbdito de tan baja escala social lo insultase así, tan solo por ser hijo de su mejor amigo. El castigo que le iba a imponer sería ejemplar. Ya lo tenía todo pensado, y solo le quedaba atraparlo.

Hegio notó una mano agarrarle el hombro derecho con fuerza, consecuencia de su error: espiar imprudentemente al que ordenaba su búsqueda. Luego otra mano le agarró el brazo izquierdo.

- ¡Aquí está! -gritó el sirviente que lo había cazado, dirigiendose orgulloso al rey.

-¡Por fin! ¡Tráemelo! -vociferó Edgar desde su trono de oro adornado con terciopelo púrpura.

Hegoi se resistió cuanto pudo, pero ningún esfuerzo obtuvo resulados. El captor, que tenía lo menos veinte años más, lo agarraba con fuerza y recelo. No podía escaparse y salir corriendo. Se acabó.

-¡Jóven, esta vez te has pasado! -gruñó airado el gran señor del castillo- Nada de lo que digas te va a salvar esta vez. Nadie es quién para criticar la figura de un rey, y menos un mocoso menor de edad como tú. ¡La reprimenda que te espera será fatal!

Hegoi no se dignó a contestar. O mejor dicho, no se atrevió. El miedo que tenía en aquel momento era feroz y paralizante. De todas las veces que se había encontrado en una situación similar, ninguna le había causado el menor efecto. Siempre se había conseguido mostrar indiferente, pero esta vez estaba indefenso. No podía evitar mostrar una mueca de pena y temor.

-Lo he pensado cuidadosamente, y creo que deberás permanecer de por vida en las mazmorras -sentenció-. ¡Guardias! ¡Llevadlo al calabozo! ¡Que no vuelva a molestar a nadie!

En aquel momento, al padre de Hegoi se le hizo un nudo en la garganta, y le empezaron a temblar las piernas. Su amigo no le había dicho nada de lo que pensaba hacer. ¿Así de graves eran las palabras que su hijo le había dirigido? No podía ser. Lo único que le quedaba era usar su posición como consejero y como mejor amigo para convencer a Edgar de que no fuese tan severo.

Mientras Juliano hacía de tripas corazón para intentar cambiar el verdicto, los soldados provistos de espada y armadura escoltaban a Hegoi escaleras abajo, en dirección a las mazmorras. Las antorchas sujetas a la pared le transmitían menos calor que de costumbre, como si lo rechazaran. Él no se arrepentía de lo que había hecho o dicho. Estaba totalmente convencido de sus palabras y de por qué las había formulado. Pero lamentaba todas las consecuencias que le habían traido. Poco a poco se acercaba al lugar donde tendría que pasar el resto de sus días (que no serían muchos, pues conocía cómo alimentaban y trataban a los encerrados ahí abajo y no eran las mejores condiciones).

Llegaron al terrible lugar. Hegoi contó, a simple vista, doce presos, que ocupaban tres celdas. De los doce presos había dos mujeres y diez hombres, y estos estaban separados. Así, quedaba una celda con dos mujeres y dos celdas con cinco hombres en cada una. Aunque pronto, una de estas pasaría a tener seis. Los guardias habían dejado otras cuatro celdas vacías a propósito, para hacer las condiciones de los allí encerrado aún peores.

Según los dos soldados se acercaban a los guardias celadores para entregar al nuevo "residente", este recién llegado intercambió miradas con una de las dos presas en la celda de mujeres. No había visto en su vida a aquella joven, que debía tener unos veintidos años, a voz de pronto, pero sentía que la conocía de mucho antes. La chica también se le quedó mirando. Tenía una piel muy aclarada, desprovista de pecas o granos que la empobreciesen. Su rostro emanaba tranquilidad y vida, y su pelo color negro azabache era hipnótico como el canto de una sirena.

Uno de los celadores soltó de su cinturón un llavero con tres llaves, una por cada celda en uso. Levantó una de ellas, y señaló a sus compañeros cúal era la celda que debían abrir. 

-¡Alto, aguarden! ¡No abran la celda!

La voz de una de las doncellas interrumpió y confundió por completo a todos los presentes, que fijaron la vista en las escaleras por las que se accedía al lugar. Ahí se vió la sombra de alguien que bajaba sujetandose la falda del vestido, para no tropezar. Apareció junto a ella el padre de Hegoi, Juliano, siendo él portador de buenas nuevas. El celador jefe volvió a encajar el llavero en la parte trasera de su cinturón.

-El veredicto del rey ha cambiado -dijo sin esperar un solo segundo, alegre por la slavación de su hijo-. No será aquí, en estas celdas cochambrosas donde vea pasar su vida, minuto a minuto. El rey Edgar a mostrado su misericordia, y ha aceptado que Hegoi se interne en el convento a las afueras de la ciudad. Debemos acompañarlo arriba. Síganme.

Hegoi casi no prestó atención a lo que decía su padre. Pensó que era más importante agenciarse el llavero aprovechando la confusión del momento, y así lo hizo. Cuando ya se lo llevaban hacia las escaleras, con un gesto rápido se lo lanzó a la chica. No supo excatamente por qué lo hizo, pero lo hizo. Al chocar contra el suelo, un sonido metálico llegó a los oídos de los guardias, que inmediatamente se giraron hacia la celda donde habían caido las llaves.

-¿Qué ocurre ahí? -preguntó en seguida uno de los celadores.

-¡He encontrado la llave! -gritó la chica, improvisando muy debidamente. Parecía que actuar se le daba bien. Sin embargo, lo que mostraba en su mano no era una llave, ni el llavero que ya había escondido entre sus ropajes. Era una cuchara con la que golpeaba las barras de la celda intentando disimular el anterior sonido.

-Nada de eso cría, esa no es la llave de tu amo, él ya la encontró. No vas a salir de aquí por nada del mundo. ¡Y trae esa cuchara!

Hegoi esbozó una sonrisa mientras le arrancaban la engañosa cuchara de las manos a la chica de pelo azabache. Se marchó triunfante acompañado de los soldados, la doncella y su padre escaleras arriba, esperando volver a encontrarse con ella de nuevo.

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⏰ Última actualización: Dec 08, 2019 ⏰

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