De cómo llegamos a mi casa

232 37 47
                                    

Tenía que lanzarme, aunque me hubiese quedado dentro de mi coche contigo, para siempre.

—¿Quieres... venir a mi casa? —Pregunté algo dubitativa.

—Sí —contestaste con seguridad y de nuevo aprecié tu sonrisa; esa sonrisa arrebatadora.

Te llevé a mi casa. El trayecto tampoco era muy largo, aunque estabas muy callada y no sabía qué pasaba. No sabía si indagar o hacer como si no ocurriese nada. Pero de nuevo tú misma me lo pusiste fácil y rompiste tu propio caparazón.

—Perdona, es que no me atrevía a pedirte... No quería que pensaras que soy... —empezaste a excusarte.

—Tranquila, no lo pienso —te corté, resuelta. No quería que te disculparas, no tenías que hacerlo.

—Es que hace nada que me conoces... —volviste a la carga.

—Y tú a mí —te corté otra vez—. Pero es como.... si nos conociéramos de toda la vida.

—Sí — afirmaste, volviendo a reír. ¡Qué sonido tan maravilloso!

Encendí la música otra vez y el ambiente empezó a relajarse casi del todo. Hablaste de nuevo:

—Es que... no vivo sola.

—Ah... —¡con que era eso!—. Tranquila, lo entiendo, no pasa nada. En mi casa estaremos bien, y cuando te apetezca, pues me lo dices y te llevo de nuevo —no quería que te sintieras mal. Quería darte una vía de escape, a pesar de que sentía tu deseo y el mío.

Sonreías más liberada. Llegamos y abrí el portón corredero para meter el coche en el garaje. Aunque es una casa adosada en las afueras de la ciudad, en barrio tranquilo y sin tráfico prefierí aparcar dentro.

Entramos y te conduje hacia el salón. Tus ojos se perdieron en las paredes, entre los cuadros... Silbaste impresionada:

—¡Uau! ¡Qué casa tan chula!

—¿Te gusta? —pregunté deseosa de saber qué opinabas.

—Sí, es preciosa...

Me lo pusiste en bandeja. Te agarré la mano y te paré frente a mí:

—No, preciosa eres tú.

Y tomaste la iniciativa. Te acercaste más a mí y me besaste. Tus manos rodaban por mi cara, por mi cuello, enredabas tus dedos en mi pelo. Me volvías loca.

Me besabas a la vez con urgencia y con dulzura. Tu boca se abrió como una flor y me dejaste entrar... Esa fue la primera estación del jardín de las delicias que eras, que eres.

Nos comimos a besos un buen rato hasta que nos encontramos sin aliento. Nos separamos a tomar aire y te ofrecí algo de beber. Negaste con la cabeza gacha y mirándome desde abajo me sonreíste. ¡Qué seductora estabas! Volví a perder la cabeza. Volví a posar mis labios sobre los tuyos con urgencia y pasión. ¡Qué deleite...!

Frené un segundo. No quería ir a toda prisa... te quería en mi cama, sí, pero quería disfrutar de ti sin prisas ni locura. Tomé aliento y en ese momento sonó el teléfono, ¡qué oportuno!

Fui a cogerlo, no eran horas de andar llamando, igual había ocurrido algo. Era un graciosito pasado de copas que se había equivocado... Volví al salón. Estabas sentada en mi sofá, te vi nerviosa. No sabías dónde meter las manos. Encima de tus piernas, a los lados, los brazos cruzados... No parabas. Sonreí para mis adentros, estabas muy mona.

Me disculpé y me senté a tu lado. Al verme sonreíste de nuevo, con esa sonrisa tuya tan sexy... Tu dulce mirada se hizo fuego pero no te atrevías a lanzarte a fondo. Lo vi y te pregunté:

—¿Ocurre algo? Si no estás a gusto... —otra vez, una vía de escape...

—Estoy bien —me cortaste y yo suspiré aliviada.

—Perfecto, yo también. ¿Seguro que no quieres tomar algo? —insistí.

—Bueno... una cerveza está bien —aceptaste.

—Perfecto. Marchando dos cervezas.

✅ Cuatro Estaciones Donde viven las historias. Descúbrelo ahora