Diógenes

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Diógenes llevaba siglos esperando el momento de atraparla, siempre protegida por su ejército, ágil como una gacela, diestra en el manejo de las armas; por fin tenía la oportunidad que tanto deseaba y no iba a desaprovecharla. La emboscada había sido todo un éxito, los enormes escudos pulidos reflejaron el sol con tanta intensidad que les habían cegado por completo, dispersándolos, separándolos de ella. Ahora se internaba sola en el bosque, su territorio, y no tardaría en dar con ella. Mandó en su busca al mejor escuadrón de su ejército, los mensajeros le trajeron noticias alentadoras, poco a poco la estaban rodeando, dejándola sin salida posible para huir, muy pronto sería suya.

La deseaba, la deseaba con una fuerza obsesiva. La deseaba desde que Fortran, el rey de Artrox se la entregó como pupila con tan solo trece años. La instruyó diligentemente en el manejo de las armas, por eso era tan brillante, le mostró tácticas de guerra, el poder de una buena estrategia, le enseñó a alentar a sus hombres, a dirigirlos hacia la victoria. Y día a día, la vio convertirse en una mujer fuerte, salvaje, tozuda e independiente. Y la deseó.

Diógenes, a pesar de su gran valía en la guerra, tenía un carácter irascible y rebelde, no eran pocas las veces que se había sublevado frente a su señor y rey, y este había tenido que tomar medidas contra él, ya poco importan las razones que le llevaron a auto exiliarse de Artrox y fundar su propio reino de oscuridad, terribles historias se contaban sobre los métodos de tortura que empleaba para sonsacar información al enemigo, las emboscadas que tendía a quienes osaban atravesar su bosque, y usaba para enriquecerse aún más con el botín robado. Elaboraba las más complejas intrigas para enfrentar a reinos entre sí y aprovecharse de ellos cuando ya habían caído, sin duda, tenía una mente brillante a la par que cruel.

Aquella mañana de verano se había despedido de ella, la princesa tomaba el baño ceremonial del Equinocio de Verano, un rito en el que tan sólo participaban dos de sus doncellas de más confianza, la muerte aguardaba a aquel o aquella que osara acercarse al lago mientras durara el ritual. La vio deslizarse sobre las cristalinas y calmas aguas en dirección a la orilla, su cuerpo desnudo brotó del agua derramando finos hilillos acuosos sobre su tersa piel morena, varias gotas de agua brillaban sobre sus pechos como brillantes esculpidos. Y su sexo aparecía delicadamente recortado, con un pequeño mechón de bello oscuro y rizado sombreando tan sensible zona. Él sonrió a sabiendas de que era el primer hombre que la veía de aquella guisa, la disfrutó con los ojos antes de avanzar unos pasos y presentarse ante ella.

La dama trató de cubrirse con la túnica blanca que la aguardaba, pero, nerviosa y asustada por aquella interrupción, no pudo más que colocarla frente a sí con dedos torpes y temblorosos.

- No os asustéis, tan sólo he venido a despedirme, ya es hora de que abandone este lugar – dijo Diógenes arrastrando cada sílaba al hablar.

- No deberías estar aquí, pudiste haberme esper...

- ¿Esperado? No alteza, se acabó esperar, se acabaron las órdenes. – el hombre siguió observándola con verdadera lujuria, y una idea inquietante surgió en su mente, como un rayo de sol inesperado – No, nada de despedidas, vendréis conmigo. Ya he esperado demasiado por vos.

La mujer, joven aún e inexperta, no comprendió del todo sus palabras, tan solo una idea bailaba en sus arremolinados pensamientos. No iría a ningún lugar con aquel hombre. Si bien la había entrenado sabiamente, el trato que la dedicaba era humillante y, en ocasiones, cruel. Sólo el milagroso ungüento del sanador real, había evitado que su cuerpo luciera las cicatrices causadas por aquel hombre que no le inspiraba la más mínima confianza. No iría con él.

Diógenes se había adelantado entonces con intención de llevársela a la fuerza, pero no contó con que la princesa portara su inseparable espada, también allí. La mujer, sin dudarlo, soltó la túnica deslumbrándole con su cuerpo húmedo aún, y tomó el arma con una velocidad de vértigo, la interpuso entre ambos y amenazó con matarle si no se marchaba de allí en seguida. Diógenes fingió obediencia, el tiempo justo para extraer su propia arma y encarar a la muchacha, el acero brilló entrechocando y produciendo estridentes sonidos metálicos tan sólo enmudecidos por la ingente floresta que rodeaba el lago y les mantenía aislados. Fintaban, retrocedían, atacaban, las armas se movían a velocidad de vértigo; sin ningún asomo de duda, Diógenes era el más diestro con la espada, pero aprovechaba cada estocada para rozar con sus manos el cuerpo desnudo de ella, un seno, la cintura, una nalga prieta y estas distracciones finalmente le valieron la derrota pues ella le desarmó y él tuvo que alejarse de allí humillado.

Eso ocurrió hace ocho años, esta vez, ella estaría desarmada y a su completa merced.

La venganza de Diógenes  (+18)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora