CAPÍTULO I

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Apenas llevaba sonando la campana del convento cinco minutos, y ya se encontraba la iglesia de los capuchinos abarrotada de oyentes. No creáis que la multitud acudía movida por la devoción o el deseo de instruirse. A muy pocos les impulsaban tales motivos; en una ciudad como Madrid, donde reina la superstición con tan despótica pujanza, buscar la devoción sincera habría sido empresa vana.

El público congregado en la iglesia capuchina acudía por causas diversas, todas ellas ajenas al motivo ostensible. Las mujeres venían a exhibirse, y los hombres a ver a las mujeres; a algunos les atraía la curiosidad de escuchar a un orador afamado; a otros el no tener otro medio de matar el tiempo hasta que empezase el teatro; a otros, el habérseles asegurado que era imposible encontrar sitio en la iglesia; y la mitad de Madrid acudía allí esperando encontrarse con la otra mitad. Las únicas personas verdaderamente deseosas de oír al predicador eran unas cuantas viejas beatas y media docena de oradores rivales, dispuestos a encontrar defectos y a ridiculizar el discurso.

En cuanto al resto del auditorio, de haberse suprimido totalmente el sermón, nadie se habría sentido defraudado, y muy probablemente ni habrían notado la omisión. Fuera como fuese, lo cierto es que la iglesia capuchina jamás se había visto con una asistencia tan numerosa. Estaban llenos todos los rincones y ocupados todos los asientos. Incluso las imágenes que adornaban las largas naves habían sido utilizadas. Los chicos se habían encaramado en las alas de los querubines; San Francisco y San Marcos cargaban un espectador sobre los hombros; y Santa Águeda se vio en la necesidad de llevar dos. El resultado fue que, a pesar de toda su diligencia y premura, nuestras dos recién llegadas miraron inútilmente, al entrar en la iglesia, buscando algún sitio vacío. Con todo, la más vieja siguió avanzando. En vano se elevaban de todas partes exclamaciones contra ella; en vano se le decía: «Os aseguro, señora, que aquí no hay sitio». «¡Por favor, señora, no me empujéis de manera tan desconsiderada!». «¡Señora, no podéis pasar por aquí! ¡Válgame Dios! ¡Qué

pesada es la gente!»; la vieja, testaruda, seguía adelante. A fuerza de persistencia y de brazos robustos, se abrió paso a través de la multitud y logró hacerse sitio en el mismo centro de la iglesia, a no mucha distancia del púlpito. Su acompañante la había seguido con timidez y en silencio, al amparo de los esfuerzos de su guía. —¡Virgen Santa! —exclamó la vieja en tono de contrariedad, mientras lanzaba una mirada interrogativa a su alrededor—. ¡Virgen Santa! ¡Qué calor! ¡Qué gentío! Me pregunto a qué se deberá todo esto. Creo que debemos regresar: no hay ni una silla, y no parece que haya ninguna persona amable dispuesta a cedernos la suya.

el monje (editando)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora