CAPÍTULO III

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Guardó silencio esperando una respuesta. Como sus palabras no la requerían, la dama no despegó los labios. Tras unos momentos, reanudó su discurso: —¿Me equivoco al suponer que no sois de Madrid? La dama vaciló; finalmente, en una voz tan queda que apenas era audible, consiguió decir: —No, señor. —¿Pensáis quedaros bastante tiempo? —Sí, señor. —Me consideraría afortunado si pudiese contribuir a hacer agradable vuestra estancia. Soy muy conocido en Madrid, y mi familia posee cierta influencia en la corte. Si puedo seros de algún servicio, no podríais honrarme ni complacerme más que permitiéndome serviros. «Sin duda —se dijo para sus adentros—, no podrá ya contestarme con un monosílabo; ahora tendrá que decir algo». Lorenzo se equivocó, pues la dama contestó tan sólo con un asentimiento de cabeza. Hasta ahora, había descubierto que su vecina no era muy comunicativa; pero no sabía si su mutismo se debía a orgullo, discreción, timidez o estupidez. Tras una pausa de unos minutos, dijo: —Sin duda se debe a que sois forastera, y no estáis familiarizada con nuestras costumbres, el que sigáis llevando ese velo. Permitidme que os lo retire. Al mismo tiempo, avanzó la mano hacia el velo: la dama alzó la suya para impedírselo. —Nunca me quito el velo en público, señor. —¿Qué mal hay en ello, dime? —terció su acompañante con cierta aspereza —; ¿no ves que las otras damas se han quitado todas el velo, sin duda para honrar el santo lugar en el que estamos? ¡Yo me he quitado ya el mío; y si expongo mi rostro a la observación general, no tienes motivo tú para sentirte tan prodigiosamente alarmada! ¡Virgen María! ¡Cuánto embarazo y tribulación por una carita! ¡Vamos, vamos, criatura! Descúbrela; te aseguro que nadie te la robará. —Querida tía, esa no es la costumbre en Murcia. —¡En Murcia, no! ¡Santa Bárbara bendita! ¿Pero eso qué significa? No haces más que recordarme esa detestable provincia. Lo único que nos importa es si es costumbre en Madrid, así que es mi deseo que te quites el velo inmediatamente.

Obedéceme al punto, Antonia, pues sabes que no soporto que me contradigan. La sobrina se quedó callada, pero no opuso resistencia a los esfuerzos de don Lorenzo, quien alentado por la sanción de la tía se apresuró a retirarle el velo. ¡Qué cabeza de serafín se ofreció a su admiración! Más que hermosa era arrobadora; su encanto residía no tanto en la perfección de sus rasgos como en la dulzura y sensibilidad de su gesto. Consideradas las diversas facciones por separado, distaban mucho de ser hermosas; pero contempladas en su conjunto, eran adorables. Su piel, aunque blanca, no estaba enteramente limpia de pecas, sus ojos no eran muy grandes, ni sus pestañas especialmente largas. Pero sus labios eran de la más sonrosada frescura, su cabello rubio y ondulante, sujeto con una simple cinta, descendía hasta más abajo de su talle con gran profusión de rizos; su cuello era lleno y hermoso en extremo; sus manos y brazos estaban formados con la más perfecta simetría; sus tiernos ojos tenían la dulzura de los cielos, y el cristal con que se movían centelleaba con todo el esplendor de los diamantes. Parecía tener escasamente quince años; una sonrisa traviesa, jugando en su boca, delataba una vivacidad que el exceso de timidez reprimía de momento. Miró a su alrededor con ojos vergonzosos, y al encontrarse accidentalmente con los de Lorenzo, los bajó en seguida ruborizada y empezó a desgranar sus cuentas, si bien su actitud mostraba evidentemente que no sabía lo que se hacía.

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⏰ Última actualización: Dec 19, 2019 ⏰

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el monje (editando)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora