CAPÍTULO II

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Esta descarada indirecta atrajo la atención de dos caballeros que ocupaban sendos taburetes a la derecha y apoyaban la espalda contra la séptima columna a partir del púlpito. Los dos eran jóvenes e iban ricamente vestidos. Al oír esta apelación a su cortesía hecha por una voz femenina, interrumpieron su conversación para mirar a la que había hablado. Esta se había apartado el velo para otear mejor en torno suyo. Tenía el pelo rojizo y era bizca. Los caballeros se volvieron otra vez y reanudaron la charla. —¡Por favor! —exclamó la compañera de la vieja—; ¡por favor, Leonela, regresemos a casa inmediatamente; hace demasiado calor, y me horroriza tanta gente! Estas palabras fueron pronunciadas en un tono de inmensa dulzura. Los caballeros interrumpieron de nuevo su charla, pero esta vez no se contentaron con mirar: se enderezaron ostensiblemente en sus asientos y se volvieron hacia la que había hablado. La voz provenía de una dama cuya figura delicada y elegante inspiró a los jóvenes la más viva curiosidad por ver qué rostro tenía. No pudieron satisfacerla. Un tupido velo ocultaba su semblante. Pero la pugna con la muchedumbre se lo había ladeado lo bastante como para dejar al descubierto un cuello que por su simetría y belleza podía rivalizar con el de la Venus de Médicis. Era de la más deslumbrante blancura, realzada por el encanto adicional de las ondas de largo y rubio cabello que descendía sinuoso hasta la cintura. De estatura más bien por debajo de la media, su figura era grácil y etérea como la de una ninfa. Tenía el pecho cuidadosamente velado. Su vestido era blanco, sujeto por un ceñidor azul, y permitía asomar un piececillo de las más delicadas proporciones. Un rosario de gruesas cuentas colgaba de su brazo, y ocultaba su rostro bajo un velo de tupido y negro cendal. Tal era la dama, a quien el más joven de los caballeros ofreció al punto su asiento, mientras el otro creyó necesario brindar la misma atención a la acompañante. La vieja dama, con grandes muestras de gratitud, pero sin ningún embarazo, aceptó el ofrecimiento y se sentó; la joven siguió su ejemplo, aunque sin otro cumplido que una sencilla y graciosa reverencia. Don Lorenzo (que así se llamaba el caballero cuyo asiento había aceptado ella) se colocó a su lado; peroantes susurró unas palabras a su amigo al oído, quien inmediatamente captó la intención y se dispuso a distraer la atención de la vieja de su hermosa custodia. —Sin duda hace poco que habéis llegado a Madrid —dijo Lorenzo a su bella vecina—; es imposible que tales prendas hayan pasado inadvertidas tanto tiempo; y de no ser esta vuestra primera aparición en público, la envidia de las mujeres y la adoración de los hombres os habrían hecho ya suficientemente notable.

el monje (editando)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora