Prólogo: Anhelos.

212 5 0
                                    

La Hermana Nieve no suele ser benévola con criaturas cuya existencia no depende de ella, hermana protectora y enemiga despiadada, es un elemento con el cual no se puede jugar ni competir. La Nieve es sabia, seres adaptados para ella pueden vivir tranquilamente en el hielo invernal eterno, otras no solo se ajustan a las demandas de ella, sino que logran ganar su buena voluntad.

La Madre Naturaleza, en cambio, es mucho más difícil de agradar y por mucho más imposible de adaptarse a ella sin tener alguna baja. Es una madre amorosa y celosa, vengativa y dura. Su manada lo sabe, y la respeta. Viviendo donde ella dicta y demanda, donde pueden estar seguros y vivir en paz. Por ello, no solo ganaron su buena voluntad, preocupada, les otorgó un regalo para protegerse donde ella y la nieve no puedan darles su cobijo.

Justo por eso es que está en la ladera norte de la montaña, mirando hacia la infinidad del paisaje que rodea su hogar. Hoy estaba cantando a la Hermana Nieve y la Madre Naturaleza. El viento sopló a su alrededor mansamente, llevándose toda nube y permitiendo que los rayos del sol se colaran en el claro. A su mente regresó la imagen de esa luz mucho más fuerte, su pelaje rememorando lo cálido de ella.

Pronto sintió ese pico nuevamente en el centro de su pecho.

Había calideces que no estaban en manos de la Madre Naturaleza y la Hermana Nieve. Esa ternura que no podía transmitir la Nieve y que la Naturaleza no le proporcionaba.

Si su canto se fracturó en un quejido lastimero, que hizo el caer una nevada sosegada y triste, nadie que no fuera nieve o viento pudo oírlo. Deseaba, no por primera vez, un poco de misericordia por parte de la Madre Naturaleza. La Nieve no podía meter sus intereses en estas cosas, el poder necesario para acallar su lastimado centro solo estaba en manos de la Naturaleza.

Porque la criatura que había provocado este dolor estaba fuera de su alcance. Ya hace cuatro inviernos que esperaba su regreso.

Ya hace cuatro inviernos que no entendía, ¿por qué debía quedarse esperando cuando conocía el camino para llegar a ella? Era simple, los pasos hacia la manada de ella estaban en su memoria.

Molesto, gruñó hacia el cielo. ¿Por qué tenía que quedarse sentado en la ladera de la montaña esperando por ella? Pronto las nubes cubrieron el manto azul como regañándolo por su arranque. Nieve comenzó a cubrirlo, como un manto frito y bienvenido. Pero le pareció innecesario. ¡No requería de ese consuelo! ¡Esa lastima no provocaba tranquilidad sino mucha más ira!

¡La quiere ver!

Sus puños chocaron contra el suelo a sus costados, picos de hielo azul brotaron entre estos. Rugió enojado, decidido a ir contra las reglas de su manada e ir con ella. Terco y ciego en su necedad a esperar, se paró en dos patas –¡cuán orgullosa estaría ella al ver que caminaba erguido! – y caminó hacia donde sabía era la dirección correcta.

-Shhh... tranquilo, mi cachorro de nieve. –el susurro del viento calló su berrinche. Sus ojos, antes entrecerrados por sus emociones, se abrieron hipnotizados ante la hembra frente a él. Más grande que cualquiera de los maduros de su manada, cual montaña, la hembra meció su pelaje largo con cada paso que daba hacia él creando surcos suaves en el suelo alfombrado de nieve. Erguida y magnifica, la bestia de nieve de larguísimo pelaje se detuvo a pocos pasos de él.

Ladeó la cabeza, no la conocía. El territorio que habitaba era exclusivamente de su manda, ninguna bestia de nieve era desconocida y abría escuchado su canto desde una distancia considerable si se suponía venía a visitar tierras ajenas, entonces, ¿de dónde había salido? Pese a que no sentía hostilidad por parte de esta hembra, su desconfianza recién descubierta por los acontecimientos anteriores le hicieron retroceder un poco. ¿Y si era hostil? Lo había aprendido a la mala, después de todo.

La hembra de larguísimo le transmitió en una mirada ternura devastadora, calmando sus inseguridades, como si las hubiera escuchado. Ella se acercó más y extendió sus enormes manos con delicadeza envidiable para tomarlo entre ellas. Elevado a la altura de sus enormes ojos azul glaciar, escuchó el susurro nuevamente.

No soy un peligro, mi cachorro de nieve. –parpadeó sin comprender, el aliento cálido de la hembra meciendo su propio pelaje. Olía como al viento. Como cualquier viento que haya olido hasta ahora. Todo y a la vez ninguno en particular–. E sentido tu dolor desde hace muchos inviernos y eso me lastimó profundamente, ¿qué te agobia, pequeño? ¿Qué puedo hacer para que tu corazón deje de latir tan desapasionadamente? –dijo la gran hembra en un nervioso murmullo.

Y él dejó salir su llanto, su frustración. ¡Incluso a los ojos de la Madre Naturaleza –porque definitivamente esta gran hembra no era otra si no Madre de Todo– era imposible la razón de su dolor! Se aferró al pelaje de sus manos, sin dejar de mirarla, rugió y gimió su dolorido centro suplicando una oportunidad. La Naturaleza se sentó con él entre sus brazos, consolándolo, cantando en desesperado intento de parar las perlas cristalinas que brotaban de sus ojos.

¡Oh, mi cachorro de nieve, cuanto lo siento! ¡He sido negligente, hijo mío! –trató de calmarlo, frotando su mejilla contra la más pequeña–. Tan puro es tu deseo, tan incomprendido y extraño es tu corazón, que no puedo ni dejaré que tu dolor se agravie. –cuando los gimoteos pararon, una cálida y feroz mirada le hizo poner toda su atención–. Pero, ante todo, si no se corresponden tus anhelos, olvidarás tu necesidad de ella. No permitiré que un ser magnifico perezca.

Aceptó.

Fue lo último que escuchó antes de recibir un toque en su frente, justo arriba de sus ojos. Las grandes manos lo encerraron en una pequeña bola en su puño, después todo fue un sueño gélido acompañado de una canción.

Abominable AmorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora